Bill sonrió por encima del hombro. Se había dado cuenta de mi cambio de humor, lo que era bueno aproximadamente el ochenta por ciento del tiempo.
Estuvimos circulando otros veinte minutos hasta que abandonamos la zona comercial y entramos en la residencial. Al principio los edificios eran modestos y simples; pero poco a poco, aunque las parcelas seguían siendo más o menos igual de grandes, las casas comenzaron a crecer como si hubieran estado tomando esteroides. Nuestro destino resultó ser una enorme casa encajonada en una parcela pequeña. Lo único que conseguía aquella diminuta tira de tierra que la rodeaba era el hacer más ridícula la casa, incluso en la oscuridad.
Me hubiera gustado disfrutar de un paseo algo más largo.
Aparcamos en la calle enfrente de la mansión, que es lo que me parecía a mí. Bill me abrió la puerta. Me quedé allí un momento, reluctante a comenzar el… proyecto. Sabía que había vampiros en el interior, montones. Lo sabía de la misma forma que era capaz de discernir que también había humanos. Pero en lugar de oleadas de pensamientos positivos, la clase de pensamientos que me indicarían la existencia de personas, recibí imágenes mentales de…, ¿cómo describirlo? Había agujeros en el aire de dentro de la casa. Cada agujero representaba a un vampiro. Avancé unos pocos pasos y allí, por fin, capté la mente de un humano.
La luz encima de la puerta estaba encendida, así que comprobé que la casa había sido construida con ladrillo de color beige con adornos blancos. La iluminación me sería más útil a mí que a ellos; cualquier vampiro ve mejor que el humano con la vista más aguda del mundo. Isabel nos guió hacia la puerta principal, coronada por arcos superpuestos de ladrillo. De la puerta colgaba una corona de uvas y flores secas, lo que casi conseguía disimular la mirilla. Era muy normal. Me di cuenta de que no había nada en la apariencia de la casa que la diferenciara del resto; nada indicaba que allí vivieran vampiros.
Pero sí que lo hacían. Según acompañaba a Isabel, conté hasta cuatro en la habitación a la que daba la puerta principal, dos en el recibidor y seis en la cocina, que parecía diseñada para servir hasta a veinte comensales a la vez. Deduje de inmediato que la casa había sido adquirida por un vampiro, no construida por él, ya que los vampiros siempre diseñan cocinas minúsculas, o no siquiera cuentan con una. Todo lo que necesitan es una nevera para la sangre sintética y un microondas para calentarla. ¿Qué es lo que iban a cocinar?
En el fregadero, un hombre alto y desgarbado estaba lavando unos pocos platos, así que quizá algunos humanos vivían allí. Se giró parcialmente cuando pasamos y asintió en mi dirección. Llevaba gafas y se había remangado la camisa. No tuve la oportunidad de decir nada, ya que Isabel nos urgía hacia lo que parecía el salón comedor.
Bill estaba tenso. No podía leer su mente, pero lo conocía de sobra como para interpretar la disposición de sus hombros. Ningún vampiro se siente a gusto al entrar en el territorio de otro. Los vampiros tienen tantas reglas y convenciones sociales como cualquier otra cultura. Tratan de mantenerlas secretas, pero poco a poco me iba haciendo una idea.
No tardé mucho en distinguir al líder de entre todos los vampiros de la casa. Era uno de los que se sentaban en la gran mesa del gigantesco comedor. Un bicho raro de primer orden. Esa fue mi primera impresión. Entonces me di cuenta de que se había disfrazado de bicho raro; era bastante… diferente. Se había peinado hacia atrás el cabello grasiento, mostraba una complexión enclenque, las gafas de sol eran puro camuflaje, y llevaba la camisa de raya diplomática por dentro de los pantalones de mezcla algodón-poliéster. Tez pálida (¿en serio?) cubierta de pecas, pestañas invisibles y cejas testimoniales.
– Bill Compton -dijo el bicho raro.
– Stan Davis -respondió Bill.
– Sí, bienvenido a la ciudad. -Había una vaga traza de acento extranjero en la voz del tipo. Acostumbraba a ser Stanislaus Davidowtiz, pensé, y entonces limpié mi mente de inmediato. Si cualquiera de ellos se daba cuenta de que de vez en cuando captaba un pensamiento del silencio de sus mentes, estaría sin sangre antes de golpear el suelo.
Incluso Bill lo desconocía.
Encerré el miedo en el sótano de mi mente mientras aquellos ojos pálidos se cernían sobre mí y me escrutaban de hito en hito.
– Buen envoltorio -le dijo a Bill, y supuse que se trataba de un cumplido, una especie de palmadita en la espalda para Bill.
Este inclinó la cabeza.
Los vampiros no perdían tiempo diciendo un montón de cosas como los humanos harían en iguales circunstancias. Un ejecutivo humano preguntaría a Bill qué tal estaba Eric, su jefe; lo habría amenazado un poco si yo no hubiera sido de su agrado; me habría presentado a mí y a Bill al resto de la sala… No así Stan Davis, el vampiro cabecilla. Levantó la mano y un joven vampiro hispano de pelo negro dejó la habitación y volvió con una chica humana pegada. Cuando esta me vio, gritó y se agitó, en un esfuerzo por liberarse de la presa que el vampiro mantenía sobre su brazo.
– Ayúdame -gimió-. ¡Tienes que ayudarme!
Supe en ese mismo momento que era una idiota. Después de todo, ¿qué podía hacer yo en una habitación repleta de vampiros? Su petición era ridícula. Me lo repetí unas cuantas veces, muy rápido, para afrontar lo que fuera que viniera a continuación.
La miré a los ojos y le indiqué con el dedo que guardara silencio. Obedeció. No tengo los ojos hipnóticos de un vampiro, pero tampoco parezco tan amenazadora. Soy igual que cualquier chica que verías en un trabajo cutre como el mío, en cualquier pueblo del sur: rubia, de pechos grandes, tez bronceada y joven. Es posible que no dé la impresión de ser muy brillante. Aunque más bien creo que la gente (vampiros incluidos) tiende a dar por hecho que si eres rubia, atractiva y tienes un trabajo de mierda, eres automáticamente tonta.
Me giré hacia Stan Davis, agradecida de que Bill estuviera justo detrás de mí.
– Sr. Davis, comprenda que necesito más privacidad para interrogar a esta chica. Y tengo que saber lo que necesita de ella.
La muchacha comenzó a sollozar. Despacio y de manera casi irritante, dadas las circunstancias.
Los ojos de Davis se clavaron en mí. No trataba de encandilarme o subyugarme; solo me examinaba.
– Comprendo que su escolta conoce los términos de mi acuerdo con su líder -dijo Stan Davis.
De acuerdo, lo capto. Era una mísera humana. Mi charla con Stan era equiparable a la que pudiera tener una gallina con el transportista de KFC. Pero aun así, tenía que saber lo que querían de mí.
– Soy consciente de que satisfago las condiciones del Área 5 -dije, manteniendo mi voz tan firme como me fue posible-, y voy a hacerlo lo mejor posible. Pero sin un objetivo claro no iremos a ninguna parte.
– Necesitamos saber dónde está nuestro hermano -replicó, tras una pausa.
Procuré no aparentar mi estupefacción.
Como he dicho antes, algunos vampiros, como Bill, viven por su cuenta. Otros se sienten más seguros en grupos. A esto último se le llama nido. Se consideran los unos a los otros hermanos y hermanas cuando han compartido el mismo nido durante un tiempo, y algunos nidos perduran décadas (uno en Nueva Orleans llegó hasta los doscientos años). Sabía, por lo que me había dicho Bill, que los vampiros de Dallas vivían en un nido especialmente grande.
No soy neurocirujana, pero hasta yo me di cuenta que para un vampiro tan poderoso como Stan, perder a uno de sus hermanos de nido no solo es poco habitual sino también humillante.
A los vampiros les gusta ser humillados tanto como a las personas.
– Explica los pormenores, por favor -solicité con la voz más neutral que fui capaz.
– Mi hermano Farrell lleva sin aparecer por el nido cinco noches -aclaró Stan Davis.
No tenía duda alguna de que habían comprobado los terrenos de caza favoritos de Farrell, y de que habían preguntado al resto de los vampiros del nido de Dallas si lo habían visto. No importaba: abrí la boca para preguntar, como hacen los humanos. Pero Bill me tocó el hombro, y eché un vistazo hacia atrás; un ligerísimo movimiento de cabeza me indicó que mis preguntas serían consideradas un grave insulto.