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Salí al pasillo. Tenía el mismo aspecto que cuando pasamos por allí la última noche. No contaba ni con espejos ni con ventanas, y la sensación de claustrofobia era total. El rojo oscuro de la alfombra y el azul, rojo y crema del papel de la pared no ayudaban demasiado. El ascensor se abrió al pulsar el botón, y me metí dentro. Ni siquiera había música. El Silent Shore hacía honor a su nombre.

Había guardias armados a cada lado del ascensor, en el recibidor. Vigilaban las puertas principales del hotel. Puertas que estaban cerradas. Había una televisión sobre las mismas, y mostraba el exterior. Otro monitor hacía lo propio con la calle, desde una perspectiva más amplia.

Me dio por pensar que un ataque terrible era inminente y me quedé congelada, con el corazón a cien por hora, pero tras unos cuantos segundos de calma llegué a la conclusión que no estaban allí por eso, sino que era su trabajo. Por eso los vampiros venían aquí, y a otros lugares como este. Nadie podría pasar sin hacer frente a los guardias. Nadie alcanzaría las habitaciones donde los indefensos vampiros dormían. Por eso la tarifa del hotel era tan cara. Los dos guardias de servicio intimidaban, y vestían con el color negro del hotel (vaya, todo el mundo parece pensar que los vampiros estaban obsesionados con el color negro). Los costados de los hombres se me antojaron demasiado grandes, pero por entonces no estaba muy acostumbrada a las armas de fuego. Los hombres me miraron y entonces volvieron a su posición.

Incluso los empleados de recepción estaban armados. Tenían escopetas bajo el mostrador. Me pregunté hasta dónde llegarían para defender a sus clientes. ¿Dispararían a otros intrusos humanos? ¿Cómo reaccionaría la ley ante eso?

Un hombre con gafas de sol estaba sentado en uno de los sillones que salpicaban el suelo de mármol del recibidor. Tendría unos treinta años, era alto y larguirucho, y su pelo adolecía de un exceso de grasa. Vestía un traje ligero de verano, acompañado por una corbata clásica y unos mocasines. El lavaplatos.

– ¿Hugo Ayres? -pregunté.

Se levantó de inmediato para darme la mano.

– Tú debes de ser Sookie, ¿no? Pero tu pelo… ¿Anoche no era rubio?

– Soy rubia. Pero llevo una peluca.

– Da el pego.

– Mejor. ¿Estás listo?

– Tengo el coche fuera. -Tocó mi espalda con delicadeza para indicarme la dirección correcta, como si no viera las puertas. Aprecié su gesto, aunque no lo que implicaba. Traté de averiguar algo sobre Hugo Ayres. No era un emisor.

– ¿Cuánto tiempo llevas saliendo con Isabel? -espeté cuando subimos a su Caprice.

– Ah, um, unos once meses -dijo Hugo Ayres. Tenía manos grandes y pecas en la espalda. Me sorprendí de que no viviera en los suburbios con una mujer de pelo teñido y dos hijos lustrosos.

– ¿Eres divorciado? -pregunté sin pensar. Me arrepentí al ver la expresión compungida de su rostro.

– Sí -admitió-. Recién divorciado.

– Lo siento. -Comencé a preguntar por hijos, ya que lo del divorcio no era asunto mío. Capté que tenía una niña pequeña, pero no discerní ni su nombre ni edad.

– ¿Es cierto que puedes leer mentes? -preguntó.

– Sí, es cierto.

– No me asombra que les resultes tan atractiva. Touché, Hugo.

– Bueno, mi capacidad es solo una de las razones -contesté, con voz tan neutra como me fue posible-. ¿En qué trabajas?

– Soy abogado.

– No me asombra que les resultes tan atractivo -dije con la misma voz que antes.

Después de un largo silencio, Hugo respondió:

– Supongo que me lo merezco.

– Necesitamos un trasfondo.

– ¿Hermano y hermana?

– ¿Por qué no? He visto a auténticos hermanos que se parecían menos que nosotros. Pero creo que es mejor hacernos pasar por novios, por si acaso nos separan e interrogan por separado. No tengo ni idea de lo que podría ocurrir, pero si fuéramos hermanos tendríamos que saberlo todo el uno sobre el otro.

– Cierto. ¿Por qué no decimos que nos conocimos en la iglesia? Te acabas de venir a Dallas, y nos encontramos por primera vez en la escuela dominical, la metodista de Glen Carigie. Es mi iglesia.

– Ok. Yo puedo ser la encargada de un… restaurante. -Debido a mi trabajo en el Merlotte seguro que daba el pego.

Me miró un tanto sorprendido.

– Suena bien. No se me da muy bien actuar, así que haré de mí mismo.

– ¿Cómo conociste a Isabel? -Huelga decir que soy bien curiosa.

– Representé a Stan en un juicio. Sus vecinos querían que los vampiros se largaran del vecindario. Perdieron. -Hugo tenía sentimientos encontrados acerca de su lío con una vampira, y no estaba seguro del todo de haber ganado el caso por sí mismo. De hecho, Hugo parecía muy ambiguo con respecto a Isabel.

Eso provocaba que lo que íbamos a hacer me diera mucho más miedo.

– ¿Trascendió a los periódicos? Ese caso, quiero decir. Se puso rojo.

– Sí. Demonios, alguien del centro podría reconocer mi nombre. O a mí. Salí en alguna de las fotos del periódico.

– Quizá eso nos venga bien. Puedes decir que has visto el error que cometiste tras conocer de cerca a los vampiros.

Hugo pensó sobre ello, sin dejar de mover las manos sobre el volante.

– De acuerdo -dijo finalmente-. Como ya te he dicho antes, no se me da bien actuar, pero no creo que eso me resulte muy difícil.

Yo actuaba en todo momento, así que no tendría problemas. Atender a un tipo mientras finges no saber que está especulando acerca de sí eres rubia en todas partes se convierte, sin duda, en un excelente ejercicio de entrenamiento. No puedes culpar a la gente (en la mayoría de las ocasiones) por lo que piensan. Has de aprender a pasar de ello.

Tuve la idea de decirle al abogado que me cogiera de la mano si las cosas se torcían, y que me enviara sus pensamientos para que yo actuara en consecuencia. Pero su ambigüedad, la misma que desprendía como si fuera una colonia barata, me hizo detenerme. Tal vez si tuviera un rollo sexual con Isabel la amara tanto a ella como al peligro que representaba, pero yo no estaba segura de que estuviera comprometido con ella en cuerpo y alma.

En un incómodo momento de sinceridad, me pregunté si se podría decir lo mismo de Bill y de mí. Pero ahora no era tiempo de plantearse tales cuestiones. Sabía lo suficiente de Hugo como para dudar de su fiabilidad en aquella misión. De ahí a preguntarme si era seguro estar con él en esta aventura había solo un paso. También me cuestioné lo que en realidad sabía Hugo de mí. No había estado en la habitación la noche pasada mientras yo trabajaba. Isabel no había charlado mucho conmigo. Lo más probable es que no supiera mucho.

La carretera de cuatro carriles, que atravesaba un enorme suburbio, estaba flanqueada por los típicos locales de comida rápida y cadenas comerciales de todo tipo. Pero poco a poco las tiendas dieron paso a las casas, y el cemento al verde. El tráfico parecía inexorable. Nunca viviría en un lugar de este tamaño, no sería capaz de hacer frente a aquello cada día.

Hugo redujo la velocidad y dio el intermitente cuando llegó a un cruce principal. Giramos hacia el aparcamiento de una iglesia enorme; al menos, lo que antes había sido una iglesia. El santuario era inmenso, al menos para los estándares de Bon Temps. Solo los baptistas podían disponer de tal clase de instalaciones en la parte del bosque donde vivía, y eso si todas las congregaciones se unieran. El santuario de dos plantas estaba escoltado por dos grandes alas. El edificio al completo había sido construido con ladrillo de color blanco, y tenía tintadas todas las ventanas. La construcción, rodeada por césped, contaba con un enorme aparcamiento.