La señal del césped rezaba: «CENTRO DE LA HERMANDAD DEL SOL: solo Jesús resucitó de entre los muertos».
Bufé mientras abría la puerta y salía del coche de Hugo.
– Eso de ahí es falso -le señalé a mi compañero-. Lázaro también se levantó de entre los muertos. Estos idiotas ni se han leído las Escrituras.
– Mejor que te olvides de tus prejuicios -me previno Hugo, a la vez que cerraba el coche-. Quizá te haga subestimarlos, y esa gente es peligrosa. Han aceptado, de manera pública, entregar dos vampiros a los desangradores, con la premisa de que al menos la humanidad se pueda beneficiar de la muerte de un vampiro de alguna forma.
– ¿Tratan con los desangradores? -Me sentí enferma. Los desangradores tenían una profesión muy peligrosa. Atrapaban vampiros, los ataban con cadenas de plata y les sacaban la sangre, que vendían al mercado negro-. ¿Esta gente entrega vampiros a los desangradores?
– Eso es lo que dijo uno de sus miembros en una entrevista de un periódico. Por supuesto, el líder salió en las noticias al día siguiente negando tal declaración de forma vehemente, pero creo que solo era una pantalla de humo. La Hermandad asesina vampiros siempre que puede. En su opinión son seres malvados, abominaciones, por lo que son capaces de cualquier cosa. Si eres el mejor amigo de un vampiro, pueden presionarte de formas impensables. Recuérdalo cada vez que abras la boca ahí dentro.
– Lo mismo te digo, Sr. Advertencia ominosa.
Anduvimos despacio hacia el edificio, mientras mirábamos alrededor. Había unos diez coches más aparcados allí, que abarcaban desde los más modestos y casi destartalados hasta los más nuevos y de gamas más altas. Mi favorito era un Lexus color perla, tan bonito que podría haber pertenecido a un vampiro.
– Alguien está sacando beneficios de sus sucios negocios -observó Hugo.
– ¿Quién dirige todo esto?
– Un tipo llamado Steve Newlin.
– Seguro que ese es su coche.
– Eso explicaría esa pegatina.
Asentí. Decía: «QUITA EL "NO" DE NO-MUERTOS». Del espejo retrovisor interior colgaba una réplica (o igual no era una réplica) de una estaca.
El lugar bullía de actividad para ser la tarde de un sábado. Había niños jugando con los columpios de un patio vallado al lado del edificio. Los niños estaban vigilados por una adolescente con cara de aburrimiento, que los miraba cuando apartaba la vista de sus uñas. No era un día tan caluroso como el pasado -el verano estaba perdiendo fuerza, a Dios gracias-, y la puerta del edificio estaba abierta para aprovechar la buena temperatura.
Hugo me agarró de la mano, lo que me hizo saltar. Luego me di cuenta de que solo quería dar un aspecto más creíble. No tenía interés alguno en mí, lo que me resultaba perfecto. Después de un par de ajustes, conseguimos aparentar naturalidad. El contacto hizo que la mente de Hugo se abriera más a mí, y vi lo ansioso que estaba por acabar con todo aquello. Tocarme lo disgustaba, cosa que no me hizo sentir muy bien; la falta de atracción era aceptable, pero su repugnancia me incomodó. Había algo detrás de tal sensación…, pero aparté tales preocupaciones porque había gente delante. Curvé los labios en una sonrisa.
Bill había tenido cuidado de no tocar mi cuello durante la noche para que así no tuviera que preocuparme en ocultar las marcas de los colmillos, por lo que embutida en mi nuevo traje y en aquel día encantador fue más sencillo mostrarme despreocupada a la vez que saludábamos con la cabeza a una pareja de mediana edad que estaba en nuestro camino.
Nos introdujimos en la parte oscura del edificio, en lo que probablemente fuera el ala de la iglesia dedicada a la escuela dominical. Había carteles casi nuevos fuera de las habitaciones, a lo largo y ancho del pasillo, señales en las que se leía «Finanzas», «Asesoría» y la mas ominosa, «Relaciones públicas».
Una mujer que rondaba los cuarenta salió por la puerta del fondo y se giró hacia nosotros. Parecía complaciente, incluso dulce. Lucía una piel suave y un bonito cabello corto de color castaño. Sus labios rosas iban a juego con la pintura de las uñas, y subía el labio inferior curvado solo de forma ligera, de manera que le confería cierto aire sensual; se sentó con cierta provocación. Una falda vaquera y una camisa de punto, muy ceñida, eran el vivo eco de mi propio atuendo, por lo que me halagué por mi elección de ropa.
– ¿Les puedo ayudar? -preguntó, esperanzada.
– Queríamos informarnos acerca de la Hermandad -dijo Hugo, que parecía a cada segundo que pasaba tan sincero y encantador como nuestra nueva amiga. Me percaté de que esta tenía un cartelito con su nombre: «S. Newlin».
– Nos alegramos de que estéis aquí -dijo-. Soy la mujer del director, Steve Newlin. Me llamo Sarah. -Hugo y ella se dieron las manos, pero no hizo lo mismo conmigo. Algunas mujeres preferían no darse la mano con otras, así que tampoco le di mucha importancia.
Intercambiamos saludos y luego ella levantó la mano (de manicura perfecta) hacia las puertas dobles situadas al final del pasillo.
»Si me acompañáis, os enseñaré el centro neurálgico de este lugar. -Se rió un poco, como si la idea de conseguir sus objetivos fuera risible.
Todas las puertas del pasillo estaban abiertas, y dentro de las habitaciones había signos de actividad. Si la organización de Newlin se dedicaba a mantener cautivos prisioneros o a realizar operaciones encubiertas, no sería allí, desde luego. Estuve atenta a cualquier posible detalle, determinada a absorber toda la información posible. Pero el interior de la Hermandad del Sol era tan diáfano como el exterior, y no apreciaba en la gente ningún toque siniestro o desviado.
Sarah caminaba por delante de nosotros con paso decidido. Apretaba unas cuantas carpetas contra su pecho y charlaba por encima del hombro mientras andaba a ritmo sosegado, aunque un poco desafiante. Hugo y yo dejamos de cogernos las manos y tuvimos que acelerar el paso para seguirla de cerca.
El edificio era más grande de lo que había pensado. Habíamos entrado por el extremo más lejano de una de las alas. Ahora estábamos cruzando el enorme sagrario de la antigua iglesia, reconvertido en salón de reuniones, y luego pasamos a la otra ala. Esta se dividía en habitaciones; la más cercana al sagrario había sido la oficina del antiguo pastor, sin lugar a dudas. Una señal en la puerta rezaba; «Steve Newlin, director».
Esta era la única puerta cerrada que había visto hasta ahora.
Sarah llamó y, tras aguardar un momento, entró. El hombre alto y desgarbado de detrás del escritorio se puso en pie para sonreímos con aire de alegre anticipación. Su cabeza parecía un poco pequeña en comparación con su cuerpo. Tenía los ojos de color azul nebuloso, pero su nariz era ganchuda y tenía el pelo tan oscuro como el castaño de su esposa, aunque destacaba alguna que otra traza de gris. No sé qué aspecto esperaba de un fanático, pero este, desde luego, no lo era. Daba la impresión de que le divertía lo que estaba haciendo.
Estaba hablando con una mujer alta de cabello gris acero que vestía unos pantalones y una blusa, pero parecía como si se sintiera más cómoda con un traje de negocios. Iba arreglada a la perfección, aunque mostraba cierto descontento… ¿Quizá nuestra interrupción?
– ¿En qué puedo ayudarles hoy? -preguntó Steve Newlin, a la vez que nos señalaba que tomáramos asiento. Nos sentamos en dos sillones de cuero verde colocados enfrente de su escritorio, y Sarah, sin ser invitada, se desplomó sobre una pequeña silla que estaba apoyada contra la pared.
– Perdona, Steve -le dijo a su marido-. ¿Queréis tomar algo? ¿Café? ¿Gaseosa?