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– Le dispararon después de que la traicionaras.

– Sí. Lo… lo oí en las noticias.

– Supongo que te imaginas quién lo hizo, Hugo.

– No… no lo sé.

– Seguro que sí, Hugo. Era una testigo. Y fue una lección, una lección para los vampiros: «esto es lo que hacemos a la gente que trabaja para vosotros o que está de vuestro lado, si se opone a la Hermandad». ¿Qué crees que van a hacerte, Hugo?

– Los he estado ayudando -replicó, sorprendido.

– ¿Quién más lo sabe?

– Nadie.

– Así que, ¿quién moriría? el abogado que ayudó a Stan Davis a vivir donde quería. Hugo se quedó sin habla.

»Si eres tan importante para ellos, ¿por qué estás encerrado conmigo?

– Porque hasta ahora no sabías lo que había hecho -apuntó-. Me podías haber facilitado información para usar contra ellos.

– Así que ahora que sé lo que eres te van a soltar, ¿cierto? ¿Por qué no pruebas? Preferiría estar sola.

Justo entonces se abrió una ventanilla en la puerta. Ni siquiera había reparado en ella. Apareció un rostro en la abertura, que no mediría más de veinticinco centímetros cuadrados.

Me resultó familiar. Gabe, sonriendo.

– ¿Cómo va todo por ahí?

– Sookie necesita un doctor -contestó Hugo-. No se ha quejado, pero creo que su pómulo está roto. -Su voz adquirió tono de reproche-. Y sabe de mi lealtad hacia la Hermandad, así que ya no sirve de nada que siga aquí.

No sabía si Hugo sabía lo que hacía, pero me esforcé en parecer lo más desmejorada posible. No fue complicado.

– Tengo una idea -dijo Gabe-. Me estoy aburriendo aquí solo, y no creo que ni Steve ni Sarah, ni siquiera la vieja Polly, vuelvan en breve. Tenemos otro prisionero aquí mismo, Hugo, que seguro que está deseando verte: Farrell. Lo conociste en el cuartel general de los malignos, ¿no?

– Sí -respondió Hugo. El cambio de conversación no le había gustado un pelo.

– ¿Sabes que Farrell se había encariñado de ti? Y es gay, un vampiro homosexual. Estamos tan abajo que se despierta antes que de costumbre. Así que pensé que fueras con él un rato mientras yo me lo pasaba bien con esta traidora. -Y Gabe me sonrió de una forma que hizo que mis tripas se revolvieran.

El rostro de Hugo era un cuadro. Un cuadro auténtico. Un montón de cosas que decir asaltó mi mente. Renuncié a tan dudoso placer. Necesitaba conservar la energía.

Uno de los dichos favoritos de mi abuelo acudió a mi cabeza: «no es oro todo lo que reluce», susurré, y comencé el doloroso proceso de ponerme de pie para defenderme. No tenía las piernas rotas, pero la rodilla izquierda no estaba en su mejor momento. Lucía un feo moratón y un aspecto poco saludable.

Me pregunté si Hugo y yo podríamos hacer algo cuando Gabe abriera la puerta, pero en cuanto apareció en el dintel vi que iba armado con una pistola y un objeto negro y amenazador: una porra aturdidora.

– ¡Farrell! -grité. Si estaba despierto, me oiría. Era un vampiro.

Gabe saltó y me miró con suspicacia.

– ¿Sí? -dijo una voz grave desde la habitación del final del pasillo. Escuché el tintineo de las cadenas al moverse el vampiro. Lo habían encadenado con plata, por supuesto. Si no, las hubiera roto como si fueran de papel.

– ¡Nos envía Stan! -chillé, y Gabe me abofeteó con la mano que sostenía la pistola. Como estaba al lado de la pared, mi cabeza rebotó en ella. De mi boca salió un sonido desagradable, no tanto un grito como un gemido.

– ¡Cállate, puta! -voceó Gabe. Apuntaba la pistola hacia Hugo y tenía la porra a unos centímetros de mi cuerpo-. ¡Vamos, abogado, sal fuera! ¡Mantente alejado de mí!

Hugo, con la cara perlada de sudor, pasó al lado de Gabe y se dirigió al pasillo. Me costaba seguir lo que ocurría, pero me di cuenta de que Gabe tenía muy poco espacio para maniobrar, ya que se había aproximado mucho a Hugo. Justo cuando pensé que estaba demasiado lejos como para lograrlo, le dijo a Hugo que cerrara la puerta de mi celda, y aunque negué con la cabeza con todas mis fuerzas, lo hizo.

Creo que Hugo ni me vio. Se había encerrado en sí mismo. Su interior se estaba viniendo abajo, su cabeza se había convertido en un caos. Yo había hecho lo que había podido para que Farrell supiera que veníamos de parte de Stan, lo que beneficiaba a Hugo, pero estaba tan asustado o desilusionado o avergonzado que se negó a hacer algo de provecho. Si teníamos en cuenta su traición, estaba muy sorprendido de que me preocupara lo más mínimo. Si no le hubiera agarrado de la mano y visto las imágenes de su hija, no lo habría hecho.

– No tienes remedio, Hugo -dije. Su cara reapareció en la ventanilla durante un breve instante, con la cara blanca por la tensión, pero luego desapareció. Oí cómo se abría una puerta, luego el tintineo de cadenas y una puerta al cerrarse.

Gabe había metido a Hugo en la celda de Farrell. Inspiré profundamente unas cuantas veces hasta que estuve a punto de hiperventilar. Agarré una de las sillas, una de plástico con cuatro patas de metal, la típica que has visto miles de veces en iglesias, reuniones o clases. La sujeté al estilo domador, con las patas hacia fuera. Fue todo lo que se me ocurrió. Pensé en Bill, pero me resultó muy doloroso. Pensé en mi hermano Jason y deseé que estuviera allí conmigo. Llevaba mucho tiempo pensando lo mismo.

La puerta se abrió. Gabe ya estaba sonriendo. Una sonrisa asquerosa, que dejaba al descubierto la suciedad de su alma a través de los ojos y la boca. Esa era su idea de pasar un rato agradable.

– ¿Piensas que una sillita te va a salvar? -preguntó. No tenía ganas de hablar y no quería escuchar la ponzoña de su mente. Me encerré en mí misma.

Guardó la pistola, pero se quedó con la porra en la otra mano. Era tal su confianza que también la colocó en una bolsita de cuero de su cinturón, a la izquierda. Agarró las patas de la silla y comenzó a tirar de ella de un lado a otro.

Cargué.

Casi lo saqué por la puerta. Contaba con la sorpresa de mí poderoso contraataque, pero en el último momento consiguió hacer fuerza con las piernas y no pasó por el dintel. Se mantuvo apoyado contra la pared del otro lado del pasillo, jadeando, con la cara roja.

– Puta -siseó, y fue a por mí de nuevo. Esta vez trató de quitarme la silla de las manos. Pero como ya he dicho antes, llevo sangre vampírica en las venas y no pensaba permitirle que lo hiciera. Y no lo hice.

Sin que me fijara se había hecho otra vez con la porra, y rápido como una serpiente se alzó por encima de la silla y me acertó en el hombro.

No me derrumbé como él esperaba, pero caí de rodillas, sin soltar la silla. Mientras aún trataba de hacerme una idea de lo que había pasado, me arrebató la silla de las manos y me empujó hacia atrás.

Apenas me podía mover, pero sí que podía chillar y pegar con las piernas, así que lo hice.

– ¡Cállate! -aulló, y puesto que me estaba tocando capté que me quería inconsciente, que disfrutaría violándome mientras estaba sumida en la inconsciencia. De hecho, eso era lo que le gustaba.

– ¿No te gusta montártelo con mujeres despiertas? -jadeé. Metió una mano entre ambos pechos y tiró de la blusa.

Escuché la voz de Hugo gritar, como si eso sirviera de algo. Le mordí el hombro a Gabe.

Me volvió a llamar puta, lo que ya estaba comenzando a resultar repetitivo. Se desabrochó los pantalones al mismo tiempo que pretendía levantarme la falda. Me alegré mucho de haber comprado una bien larga.

– ¿Temes que me queje si estoy despierta? -le grité-. ¡Déjame, déjame! ¡Aparta! ¡Aparta! ¡Aparta!