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Luchó con la idea.

– Tienen una túnica especial para mí -protestó («pero es que ya he comprado el vestido y he reservado la iglesia»).

– Pues vaya. Si discutimos por la ropa, es que no lo quieres hacer de verdad. Estoy convencida de que te has echado atrás.

Me había confundido. En cuanto las palabras salieron de mi boca, me arrepentí.

– Ya lo verás -aseguró.

– No quiero verlo, si eso implica estar atada a Farrell. No soy malvada y no quiero morir.

– ¿Cuándo fue la última vez que fuiste a la iglesia? -Me estaba desafiando.

– Hace una semana. Y tomé la comunión. -Nunca había sido más feliz por ser asidua a la iglesia, ya que no podría haber mentido sobre eso.

– Oh. -Godfrey parecía confuso.

– ¿Ves? -Sentí como si le arrebatara toda su majestad con mi argumento, pero demonios, no quería que me quemaran viva. Quería a Bill, lo quería tanto que esperaba que el mero deseo abriera su ataúd. Si le pudiera decir lo que sucedía…

– Ven -dijo Godfrey ofreciéndome la mano.

No quería darle una oportunidad para que se replanteara su posición, no después de aquel rifirrafe, así que lo cogí de la mano y lo seguí afuera. En la celda de Farrell pendía un silencio ominoso, y si soy sincera, estaba demasiado asustada como para decidirme a averiguar lo que ocurría. De todos modos, si conseguía salir podría salvarlos a ambos.

Godfrey olisqueó la sangre que me cubría, y en su cara se reflejó el ansia. Conocía esa mirada. Pero estaba falta de lujuria. No le importaba un comino mi cuerpo. El vínculo entre sangre y sexo es muy fuerte para todos los vampiros, así que me consideré afortunada de ser adulta. Aparté la cara. Después de una pausa considerable, lamió las gotas del corte de mi pómulo. Cerró los ojos durante un segundo. Saboreó la sangre a conciencia, y luego subimos por las escaleras.

Con mucha ayuda de Godfrey, conseguí subirlas en un periquete. Utilizó su brazo libre para pulsar una combinación en la puerta y la abrió.

– He estado viviendo aquí, en la habitación del final -explicó, con una voz que apenas era una brisa.

El pasillo estaba vacío, pero alguien podría salir en cualquier momento de una de las oficinas. Godfrey no daba señas de temerlos en absoluto, aunque yo tenía razones para ello, ya que era mi libertad la que estaba en juego. No escuché voz alguna; en apariencia el personal se había ido a casa para prepararse para la fiesta, y los invitados a la misma aún no habían llegado. Algunas de las puertas de las habitaciones estaban cerradas, y las ventanas eran los únicos lugares por donde se colaba la luz en el recibidor. Estaba lo suficientemente oscuro para que Godfrey estuviera cómodo, o al menos es lo que pensé al no verlo ni siquiera sobresaltarse. La luz artificial provenía de debajo de la puerta de la oficina principal.

Nos dimos prisa, o más bien lo intentamos, ya que mi pierna izquierda no estaba por la labor de cooperar. No estaba segura de hacia qué puerta se dirigía Godfrey. Tal vez a las puertas de doble hoja que había visto antes en la parte trasera del sagrario. Si llegara hasta allí, no tendría que atravesar la otra ala. No sabía lo que haría al salir. Pero salir de allí era, a ciencia cierta, mucho mejor que quedarse dentro. En cuanto llegamos hasta la puerta de la última oficina de la izquierda, por la que había salido la diminuta mujer hispana, la puerta de la oficina de Steve se abrió. Nos paramos en seco. El brazo de Godfrey se ciñó en torno a mí como una agarradera de acero. Polly salió de ella, con la mirada aún fija en dirección a la habitación. Estábamos solo a un par de metros.

– … la hoguera -estaba diciendo.

– Oh, creo que tenemos suficiente -respondió la dulce voz de Sarah-. Si todo el mundo ha devuelto sus invitaciones, lo sabremos con certeza. No puedo creerme que haya gente tan desconsiderada como para no responder. ¡Es una grosería, sobre todo teniendo en cuenta que no les costaba nada!

Una discusión sobre etiqueta. Dios, deseé llamar a un programa nocturno de la radio para que me aconsejaran sobre la situación: «soy una invitada no bienvenida de una pequeña iglesia, y me marcho sin decir adiós. ¿Debería escribir una nota de agradecimiento, o decirlo con flores?».

La cabeza de Polly comenzó a girarse, y supe que nos vería de inmediato. Mientras el pensamiento aún se estaba formando, Godfrey me empujó hacia la oficina vacía.

– ¡Godfrey! ¿Qué haces aquí? -Polly no sonaba asustada, pero tampoco demasiado contenta. Como si se hubiera encontrado al jardinero de la casa repantigado en la sala de estar.

– He venido a ver si había algo más que hacer.

– ¿No es demasiado temprano para ti?

– Soy muy viejo -respondió con educación-. Los antiguos como yo no requerimos de tanto sueño.

Polly se rió.

– Sarah. ¡Godfrey está despierto!

La voz de Sarah se oyó más cerca cuando habló.

– ¡Bien, bien, Godfrey! -dijo con tono igual de vivaracho-. ¿Estás nervioso? ¡Seguro que sí!

– Tus ropas están listas -aseguró Sarah-. ¡Todo está preparado!

– ¿Y si he cambiado de opinión? -preguntó Godfrey.

Hubo un largo silencio. Traté de respirar despacio. Mis probabilidades de escapar aumentaban según iba oscureciendo.

Si consiguiera llamar por teléfono… Eché un vistazo a la mesa de la oficina. Había un teléfono encima. ¿Pero aquellos botoncitos de colores no se encenderían si lo utilizaba? Además, haría demasiado ruido.

– ¿Has cambiado de idea? ¿Es eso posible? -preguntó Polly, muy molesta-. Tú fuiste quien viniste a nosotros, ¿recuerdas? Nos revelaste tu vida de pecado, y la vergüenza que sentías por haber acabado con la vida de niños y… esas otras cosas. ¿Algo de esto ha cambiado?

– No -contestó Godfrey, reflexivo-. Ninguna de esas cosas ha cambiado. Pero no veo la necesidad de incluir a ningún humano en mi sacrificio. De hecho, creo que se debería dejar a Farrell que hiciera las paces con Dios a su modo. No deberíamos obligarlo a que se inmolara.

– Necesitamos que vuelva Steve -dijo Polly a Sarah en un susurro.

Después solo escuché a Polly, por lo que deduje que Sarah había vuelto a la oficina a llamar a su marido.

Una de las luces del teléfono se iluminó. Sí, era lo que ella estaba haciendo. Así que me pillarían si intentaba usarlo. Quizá en un par de minutos.

Polly trataba de razonar con Godfrey. Godfrey no hablaba mucho, y no tenía ni idea de lo que pasaba por su cabeza. Me mantuve allí, contra la pared, con la esperanza de que nadie entrara en la oficina y diera la alarma, y también de que Godfrey no volviera a cambiar de idea.

Socorro, supliqué mentalmente. ¡Si fuera capaz de pedir ayuda con mi don!

Una idea me cruzó por la cabeza. Me obligué a calmarme, aunque me temblaban las piernas, y la rodilla y la cara me dolían horrores. Tal vez sí que pudiera llamar a alguien: Barry, el botones. Era un telépata, como yo. Sería capaz de oírme. Aunque nunca antes había intentado hacer algo como aquello… Bueno, en realidad tampoco había conocido a otro telépata. Traté de situarme en relación con Barry, asumiendo que ya estaba trabajando. Era más o menos la misma hora que cuando llegamos a Shreveport, así que no creo que me equivocara. Dibujé mi localización en el mapa, que por suerte había visto antes con Hugo (aunque ahora sabía que él había simulado no saber lo que era el centro de la Hermandad), y me imaginé que estaríamos al suroeste del hotel.

Me hallaba en un nuevo territorio mental. Reuní toda la energía que me quedaba y traté de comprimirla en una pelota en mi mente. Durante un segundo me sentí muy ridícula, pero cuando pensé lo que significaba salir de allí y alejarse de aquella gente, me di cuenta de que no me importaba en absoluto sentirme ridícula. Me concentré en Barry. Es difícil describir cómo lo hice, pero lo logré. Saber su nombre ayudó, y también conocer el lugar donde se encontraba.