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Decidí empezar por algo sencillo.

Barry Barry Barry Barry…

¿Qué quieres?

Estaba aterrorizado. Nunca había pasado por algo como esto. Yo tampoco he hecho esto antes. Confié en sonar razonable. Necesito ayuda, estoy metida en un gran problema. ¿Quién eres?

Ese hubiera sido buen comienzo. Estúpida. Soy Sookie, la rubia que llegó anoche con el vampiro de cabello castaño. La suite de la tercera planta.

¿La de las tetazas? Oh, lo siento.

Al menos se disculpó.

Sí. La de las tetazas. Y la del novio.

¿Y qué es lo que pasa?

Dile que estoy en peligro. Peligropeligropeligro…

De acuerdo, capto el mensaje. ¿Dónde?

Iglesia.

Pensé que quedaría claro que se trataba del centro de la Hermandad.

¿Él sabe dónde está?

Sabe dónde está. Dile que baje las escaleras.

¿Eres real? No veo a nadie…

Sí, soy real. Por favor, ayúdame.

Sentí un revoltijo de emociones recorrer la mente de Barry. Le asustaba la idea de hablar con un vampiro y también de que sus jefes supieran que tenía «algo raro en la cabeza», aunque el saber que había alguien más como él le había picado la curiosidad. Pero lo que más le asustaba era esa parte de él que lo confundía y aterraba.

Yo conocía todos esos sentimientos.

No pasa nada. Lo comprendo, le dije. No te pediría nada de esto si mi vida no estuviera en peligro.

De nuevo lo golpeó el miedo, miedo a su propia responsabilidad en este asunto. No debería haber dicho las últimas palabras.

Y entonces, de algún modo, elevó una barrera entre nosotros y ya no supe lo que Barry iba a hacer.

* * *

Mientras había estado concentrada comunicándome con Barry, las cosas habían seguido su curso. Cuando volví mi atención a la conversación, Steve ya había vuelto. Él también trataba de ser razonable y positivo con Godfrey.

– Bien, Godfrey -decía-, si no quieres hacerlo, todo lo que tienes que hacer es decirlo. Te has comprometido a ello, como nosotros, y todos hemos actuado dando por hecho que mantendrías tu palabra. Hay mucha gente que se sentirá muy desilusionada si ahora te echas atrás.

– ¿Qué pasará con Farrell? ¿Y con Hugo y la mujer rubia?

– Farrell es un vampiro -respondió Steve, con ese tono suyo de empalagosa condescendencia-. Hugo y la mujer son esclavos de los vampiros. También verán el Sol atados a un vampiro. Ese ha sido el destino que han elegido, y también lo será en su muerte.

– Soy un pecador, y lo sé, así que cuando muera mi alma será propiedad del Señor -dijo Godfrey-. Pero Farrell no lo sabe. Debemos darles la oportunidad, tanto a él como al hombre y a la mujer, de que se arrepientan por sus pecados. ¿Es justo matarlos y condenarlos al Infierno?

– Mejor que vayamos a la oficina -dijo Steve con firmeza.

Y entonces me di cuenta de que Godfrey lo tenía todo pensado. Hubo un rumor de pasos, y escuché a Godfrey murmurar «después de ti», con tono muy cortés.

Quería ser el último para así poder cerrar la puerta tras de mí.

Por fin noté el pelo seco, liberado de la peluca que lo había bañado en sudor. Colgaba de mis hombros en partes separadas, ya que la había desprendido durante la conversación. Parecía algo banal que hacer en mitad de una conversación donde se decidía mi destino, pero tenía que mantener las manos ocupadas. Me metí las horquillas en el bolsillo, pasé los dedos por el enredo y me preparé para largarme de la iglesia.

Eché un ojo al pasillo. Sí, la puerta de Steve estaba cerrada. Anduve de puntillas y salí de la oscura oficina, giré a la izquierda y continué hasta la puerta que conducía a la capilla. Giré el pomo y, para mi sorpresa, se abrió sin esfuerzo. Me adentré en la capilla, en la que apenas había luz, aunque algo se colaba a través de las enormes vidrieras, lo justo para avanzar sin tropezar.

Entonces escuché voces, voces que se acercaban, provenientes del ala más lejana. Las luces de la capilla se encendieron. Me metí entre dos filas de bancos y rodé bajo uno de ellos. Una familia se aproximaba. Hablaban a voces; la niña pequeña se quejaba por haberse perdido su serie de televisión favorita y tener que acudir a aquella apestosa fiesta.

Eso le hizo ganarse un cachete en el culo, y su padre le dijo que iba a tener la suerte de ser testigo de una maravillosa evidencia del poder de Dios. Iba a ver la salvación de un alma en directo.

A pesar de las circunstancias, me pregunté si ese padre sabía que su líder planeaba que la congregación asistiera a la quema de dos vampiros, uno de los cuales estaría atado a una mujer, que también ardería hasta la muerte. Me pregunté cómo reaccionaría la mente de una niña pequeña ante esa «maravillosa evidencia del poder de Dios».

Para mi horror, procedieron a colocar sus sacos de dormir contra una pared en la parte más alejada de la capilla, sin dejar de hablar. Al menos se trataba de una familia comunicativa. Además de la niña había dos niños mayores, chico y chica, y como es típico entre hermanos, estaban todo el rato discutiendo entre ellos.

Un par de zapatos planos de color rojo trotaron al lado del banco donde me ocultaba y desaparecieron en dirección al ala de Steve. Me pregunté si el grupo en su oficina aún estaba discutiendo.

Oí volver a los piececillos poco después, esta vez a toda prisa. Qué extraño.

Esperé cinco minutos, pero no ocurrió nada.

En breve llegaría más gente. Era ahora o nunca. Rodé bajo el banco y me levanté. Tuve suerte, porque todos estaban liados con lo que estaba haciendo, y comencé a andar con premura hacia las puertas de doble hoja situadas al final de la iglesia. Fue por el súbito silencio que se extendió por lo que supe que me habían visto.

– ¡Hola! -gritó la madre. Se irguió ante su brillante saco de dormir. Su cara rebosaba curiosidad-. Debes de ser nueva en la Hermandad. Me llamo Francie Polk.

– Genial -grité, tratando de parecer amable-. ¡Tengo prisa! ¿Hablamos después?

Se acercó.

– ¿Te has hecho daño? -preguntó-. Perdóname, pero es que tienes un aspecto horrible. ¿Eso de ahí es sangre?

Me miré la blusa. Había manchitas por todo el pecho.

– Me caí -aseguré con voz lastimera-. Necesito irme a casa para curarme y cambiarme de ropa. ¡Luego vuelvo!

Vi la duda en la cara de Francie Polk.

– Hay un botiquín en la oficina. Si quieres voy y te lo traigo, ¿qué te parece?

Que no quiero que lo hagas.

– Pero es que también tengo que cambiarme de blusa -protesté. Hice un mohín con la nariz para mostrar el rechazo ante la idea de llevar la blusa manchada toda la noche.

Otra mujer entró por las puertas mientras yo trataba de escaquearme de una vez, y nos estaba escuchando. Sus ojos oscuros iban de mí a la otra mujer constantemente.

– ¡Hey, chica! -dijo con un ligero acento, y la mujer hispana, la cambiaforma, me dio un abrazo. Yo vengo de una cultura de abrazos, así que contesté de modo automático. Me dio un pellizco mientras estábamos pegadas.

– ¿Cómo estás? Hace mucho tiempo que no te veo -le dije.

– Oh, ya sabes. Sin muchas novedades -respondió. Ella se comportaba de modo jovial, aunque vi la cautela reflejada en sus ojos. Tenía el pelo de un castaño muy oscuro, que casi se confundía con el negro, y era lustroso y muy poblado. Su piel era del color de un caramelo de café con leche, con pecas por encima. Sus generosos labios estaban recubiertos de un fucsia llamativo. Cada vez que me sonreía sus dientes, blancos y enormes, casi destellaban. Miré hacia abajo. Zapatos planos rojos.