– Soy el Dr. Josephus -anunció una voz calmada. Alcé la cabeza para observar a un hombre delgado, de pelo plateado, que había entrado en la habitación. Su pelo mostraba los efectos de una incipiente calvicie, y adornaba la nariz con un par de gafas de montura metálica. Tenía unos ojos de un color azul profundo, que resaltaban aún más gracias a sus gafas.
– Soy Luna Garza, y esta es mi amiga, ah, Caléndula. -Luna hablaba como una persona diferente. De hecho, miré por encima del hombro para ver si era la misma-. Esta noche no hemos tenido mucha suerte en el frente.
El doctor me miró con cierto resquemor.
»Es de confianza -aseguró Luna con gran solemnidad. No quería arruinar el momento con una de mis sonrisas tontas, por lo que me mordí la lengua.
– Necesitas una radiografía -sentenció el doctor, después de estudiar mi cara y examinarme la rodilla. Aparte de eso tenía magulladuras por todas partes, pero esas dos eran las heridas más serias.
– Tiene que ser rápido, tenemos que salir de aquí enseguida -dijo Luna con un tono que no dejaba opción.
Ningún hospital actúa tan rápido. Supuse que el Dr. Josephus pertenecía a la cúpula del centro. O tal vez fuera el jefe de personal. La máquina portátil de rayos-X entró, me hicieron la radiografía, y en unos minutos el Dr. Josephus me estaba diciendo que tenía una fractura pequeña en el pómulo, que sanaría por su cuenta. O también podía ir a la consulta de un cirujano plástico cuando la hinchazón hubiera bajado. Me dio una receta para calmantes, unos cuantos consejos, una bolsa de hielo para la cara y otra para la rodilla, a la que se había referido como «dislocada».
Diez minutos después, estábamos listas para marcharnos. Luna me llevaba en una silla de ruedas y el Dr. Josephus nos conducía por un corredor de servicio. Pasamos al lado de dos empleados. Parecían pobres, el tipo de persona que acepta trabajos mal remunerados en el hospital, como celador y cocinero. Me costaba creer que el Dr. Josephus hubiera pasado por allí antes, aunque daba la impresión de que conocía bien la zona, y el personal tampoco se mostraba extrañado por su presencia. Al final del pasillo, empujó una pesada puerta de metal.
Luna Garza lo saludó con un asentimiento.
– Muchas gracias.
Me empujó hacia la calle. Había un coche grande y viejo aparcado allí mismo. Era de color rojo o marrón oscuro. Mirando con un poco más de detenimiento, me percaté de que nos encontrábamos en un callejón. Había unos cuantos contenedores de basura pegados a la pared, y un gato saltaba sobre algo (no quería saber qué) entre dos de ellos. Después de que la puerta se cerrara tras nosotros, el callejón se sumió en el silencio. Comencé a tener miedo de nuevo.
Estaba cansándome de sentir miedo.
Luna fue al coche, abrió la puerta de atrás y dijo algo a quien sea que estuviera dentro. La respuesta que obtuvo la enfadó. Discutió en otro idioma.
La discusión se extendió un poco más.
Luna volvió a mi lado.
– Te tenemos que vendar los ojos -explicó, convencida de que eso me sentaría mal.
– De acuerdo -respondí, con un gesto de mano que ponía de manifiesto que eso era algo banal.
– ¿No te importa?
– No. Lo comprendo, Luna. A todo el mundo le gusta proteger su intimidad.
– Ok. -Se acercó al coche a toda prisa y volvió con un pañuelo en las manos, de seda azul y verde. Lo dobló como si fuéramos a jugar a la gallinita ciega, y lo anudó por detrás de la cabeza.
– Escúchame -me dijo al oído-, estos dos son tipos duros. Es mejor que lo sepas.
Dios. Justo lo que necesitaba: que me metieran más miedo.
Me condujo hasta el coche y me ayudó a entrar dentro. Supuse que dejó la silla al lado de la puerta y esperó a que se la llevaran; en un minuto estaba al otro lado del coche.
Había dos presencias en los asientos delanteros. Los tanteé mentalmente, con mucho cuidado, y descubrí que ambos eran cambiaformas; al menos tenían esa emoción tan característica, típica en ellos: el enredo traslúcido y furioso que captaba en Luna y Sam. Mi jefe, Sam, solía adoptar la forma de un perro pastor escocés. ¿Cuál sería la forma de Luna? Había algo diferente en aquellos dos, sobre ellos pendía una cierta pesadumbre. El contorno de sus cabezas resultaba diferente, no era del todo humano.
Solo hubo silencio durante unos minutos, mientras el coche salía del callejón y se zambullía en la noche.
– Hotel Silent Shore, ¿no? -preguntó la conductora. Sonó un poco hosca. Entonces recordé que hoy había luna llena. Demonios. Cambiaban con la luna llena. Tal vez por eso Luna había salido a toda leche de la Hermandad aquella noche, en cuanto había oscurecido. Toda esa urgencia se debía a la luna.
– Sí, por favor -dije, de manera educada.
– Comida que habla -comentó el copiloto. Su voz casi era un gruñido.
No me gustó nada oír eso, pero no tenía ni idea de cómo reaccionar. Me queda por aprender tanto sobre los cambiaformas como sobre los vampiros.
– Ni lo sueñes -advirtió Luna-. Es mi invitada.
– Luna sale con la comida de perro -dijo el copiloto. Estaba empezando a odiar a ese tipo.
– Huele más bien como una hamburguesa -señaló la conductora-. Tiene un par de mordiscos, ¿no?
– Estáis dando una muy buena impresión, gente -restalló Luna-. Mostrad un poco de control. Ha tenido una muy mala noche. Y además tiene un hueso roto.
Y la noche ni siquiera había empezado. Cambié de lado la bolsa de hielo. Demasiado frío en la nariz.
– ¿Por qué Josephus habrá tenido que llamar a estos dos cazurros? -me susurró Luna al oído. Pero sabía que lo habían oído; Sam lo oía todo y no era tan poderoso como un auténtico hombre lobo. O al menos eso era lo que yo pensaba. Aunque, para ser franca, hasta ese mismo momento no pensaba que los hombres lobo existieran.
– Supongo -dije de manera audible, y con tono tan diplomático como me fue posible-, que piensa que nos podrían defender mejor si nos vuelven a atacar.
Las orejas de las criaturas del asiento de delante se irguieron. Quizá de modo literal.
– Lo estábamos haciendo bien -dijo Luna, indignada. Se retorció en el asiento como si se hubiese bebido dieciséis tazas de café.
– Luna, nos atacaron y destrozaron tu coche. Acabamos en una sala de urgencias. ¿«Bien» en qué sentido?
Entonces tuve que responder a mi propia pregunta.
»Hey, lo siento, Luna. Me sacaste de allí. Sin ti me hubieran matado. No es tu culpa.
– ¿Habéis tenido una mala noche? -preguntó el copiloto, ya con un poco más de tacto. Buscaba una pelea. No sé si todos los hombres lobo son tan enérgicos como aquel, o si solo era su forma de ser.
– Sí, con la puta Hermandad -aclaró Luna, con algo de orgullo en la voz-. Tenían a esta chica en una celda. En una mazmorra.
– ¿En serio? -preguntó la conductora. Tenía la misma energía que ella. Bueno, acababa de leer su aura, a falta de una expresión mejor.
– En serio -respondí-. Trabajo para un cambiaforma de mi zona -añadí, para seguir conversando.
– ¿Sí? ¿En qué?
– Un bar. Tiene un bar.
– Así que estás lejos de casa, ¿eh?
– Muy lejos -respondí.
– ¿De verdad te ha salvado esta ratita voladora la vida esta noche?
– Sí. -Fui sincera-. Luna me ha salvado la vida. -Lo de ratita voladora lo dirían de forma literal. Eso significaba que Luna se transformaba en… Oh, Dios.
– Buen trabajo, Luna. -Había una ligerísima fracción más de respeto en su rasposa voz.
Luna agradeció la alabanza y me palmeó la mano. Ya en un silencio más agradable, conducimos unos cinco minutos más, hasta que el conductor volvió a hablar.
– Próxima parada, Silent Shore.
Suspiré aliviada.
– Hay un vampiro ahí enfrente, esperando.
Casi me quito la venda de los ojos, antes de darme cuenta de que sería una grosería.