– ¿Qué aspecto tiene?
– Alto, rubio. Un montón de pelo. ¿Amigo o enemigo?
Pensé en ello.
– Amigo -aseguré, y procuré no mostrar indicios de duda.
– Yum, yum -masculló la conductora-. ¿Tiene novia?
– Ni idea. ¿Quieres que se lo pregunte?
Luna y el copiloto imitaron el sonido de las náuseas.
– ¡No puedes salir con un cadáver! -protestó Luna-. ¡No me fastidies Deb… ugh, chica!
– Tranquilidad -dijo la conductora-. Algunos son buena gente. Estoy al lado del bordillo, ricura.
– Esa eres tú -me dijo Luna al oído.
Nos detuvimos y Luna alargó la mano por encima de mí para abrirme la puerta. Mientras salía, guiada por sus manos, escuché una exclamación que provenía de la acera. En menos de un segundo, Luna cerró la puerta de golpe tras de mí. El coche lleno de cambiaformas arrancó a toda prisa. En la calzada quedaron las marcas de los neumáticos al quemarse sobre el asfalto. Un aullido resonó en la noche cerrada.
– ¿Sookie? -preguntó una voz familiar.
– ¿Eric?
Traté de deshacerme de la venda, pero Eric se colocó por detrás y tiró sin más de ella. Ahora tenía un bonito pañuelo, sí bien algo sucio, gratis. El hotel de pesadas puertas negras relumbraba en la noche, y Eric parecía más pálido de lo normal. Vestía un traje azul marino, el súmmum de lo convencional.
Me alegré de verlo. Me agarró del brazo para evitar que trastabillara y me miró de forma inexpresiva. A los vampiros se les da bien.
– ¿Qué te ha pasado?
– Eh…, bueno, es difícil de explicar. ¿Dónde está Bill?
– Primero fue hacia la Hermandad del Sol para sacarte de allí. Pero por el camino oímos, gracias a uno de los nuestros, que es poli, que te habías visto involucrada en un accidente y que te habían llevado al hospital. Así que fuimos para allí. En el hospital comprobamos que te habías saltado los procedimientos habituales. Nadie nos decía nada de ti, y tampoco podíamos amenazarlos de forma eficaz. -Eric parecía muy frustrado. El hecho de tener que vivir bajo leyes humanas le resultaba tremendamente irritante, aunque disfrutara de sus beneficios-. Y no había rastro de ti. El botones solo captó tu emisión mental una vez.
– Pobre Barry. ¿Está bien?
– Sí, está bien y es cien dólares más rico -respondió Eric con hosquedad-. Ahora necesitamos a Bill. Eres una auténtica fuente de quebraderos de cabeza, Sookie. -Sacó un móvil de su bolsillo y tecleó un número. Después de transcurrido un tiempo considerable, alguien respondió.
– Bill, está aquí. Unos cambiaformas la trajeron al hotel. -Me miró de arriba abajo-. Un poco magullada, pero aún camina. -Volvió a escuchar-. Sookie, ¿tienes tu llave? -preguntó. La palpé en el bolsillo de la falda donde había guardado el rectángulo de plástico hace un millón de años.
– Sí -dije, y no pude creer que fuera capaz de haber hecho algo a derechas-. ¡Oh, espera! ¿Tienen a Farrell?
Eric alzó la mano para indicarme que esperara un momento.
– Bill, la llevaré a que la examinen. -Su espalda se puso rígida-. Bill -dijo, y su voz sonaba cargada de amenaza-. De acuerdo entonces. Adiós. -Se giró de vuelta a mí, como si no hubiera habido interrupción alguna.
– Sí, Farrell está a salvo. Han asaltado la Hermandad.
– ¿Ha resultado herida mucha gente?
– La mayoría estaba demasiado asustada como para acercarse. Se dispersaron y volvieron a casa. Farrell estaba en una celda del sótano junto a Hugo.
– Oh, cierto, Hugo. ¿Qué le ha pasado?
Mi voz debió de resultarle muy curiosa a Eric, ya que me miró de soslayo mientras nos dirigíamos al ascensor. Seguía mi paso, y eso que yo cojeaba de mala manera.
– ¿Te llevo?
– No creo que haga falta. Ya casi me he acostumbrado. -Si hubiera sido Bill ni me lo hubiera pensado. Barry, en el mostrador de recepción, me hizo un gesto con la mano. Hubiera corrido hasta mí si no hubiera estado con Eric. Le dediqué lo que esperé fuera una mirada inequívoca, una forma de decirle que hablaríamos después, y entonces la puerta del ascensor se abrió con un pitido y subimos. Eric pulsó el botón de nuestra planta y se apoyó contra la pared de espejo. Al mirarlo de frente, solo obtuve un reflejo de mi propia imagen.
– Oh, no -dije, horrorizada-. Oh, no. -Mi pelo se había aplanado por la peluca, y peinarlo con los dedos no había hecho más que agravar el resultado. Comencé a pasar las manos sobre el cabello en un gesto absurdo y patético, y mi boca tembló cuando reprimí las lágrimas. Y mi pelo era lo de menos. Tenía magulladuras por todo el cuerpo, y eso solo donde la ropa dejaba la piel al descubierto. La blusa había perdido la mitad de los botones y la falda estaba rasgada y cubierta de suciedad. El brazo derecho estaba cubierto de tolondrones rojizos.
Comencé a llorar; estaba horrible, y eso había terminado por hundirme.
Eric no se rió y dijo justo lo que necesitaba oír, lo que lo honró.
– Sookie, un baño y ropa limpia es lo único que te hace falta -aseguró con la voz que usaría con un niño. Si soy sincera, he de admitir que no me sentía mucho mayor.
– La mujer loba pensaba que eras mono -dije, y sollocé un poco más. Salimos del ascensor.
– ¿La mujer loba? Sí que has vivido aventuras esta noche, Sookie. -Me agarró como si fuera un fardo de ropa y me atrajo contra sí. Le dejé la preciosa chaqueta empapada y llena de mocos, y su camisa blanca impoluta dejó de serlo de repente.
– ¡Oh, cuánto lo siento! -Me eché hacia atrás y miré el estropicio. Lo froté con el pañuelo.
– Deja de llorar -se apresuró a decir-. No llores de nuevo. Llevaré esto a la tintorería. No te preocupes. O si no, me compraré otro traje. No me importa.
Era divertido que Eric, el vampiro entre vampiros, tuviera miedo de las mujeres llorosas. Reí con disimulo entre sollozo y sollozo.
»¿Qué te hace tanta gracia? -preguntó.
Sacudí la cabeza. Deslicé la llave en la puerta y entramos.
– Te ayudaré con la bañera si no te ves capaz, Sookie -propuso.
– Por ahora mejor no. -Un baño era lo que quería más que nada en el mundo, eso y no ponerme nunca más aquellas ropas, pero también estaba segura de que no iba a bañarme con Eric en las cercanías.
– Apuesto a que eres un caramelito desnuda -dijo Eric, solo para reafirmar mis pensamientos.
– Por supuesto. Soy tan sabrosa como el chocolate suizo -añadí, y me senté en una silla-. Aunque por el momento me siento más bien como boudain. El boudain es una salchicha cajún, hecha de todo un poco, aunque nada muy sofisticado. Eric empujó una silla y me levantó la pierna para que dejara en alto la rodilla. Puse la bolsa de hielo sobre ella y cerré los ojos. Eric llamó a recepción para que le trajeran unas pinzas, un cuenco, antiséptico y una silla de ruedas. Llegaron en diez minutos. El personal era bueno.
Había una pequeña mesa en una de las paredes. Eric la movió hasta ponerla al lado de la silla donde yo estaba, me levantó el brazo y lo colocó sobre la mesa. Encendió la lámpara. Después de limpiar la zona herida, empezó a tratar los tolondrones. Se trataba de los cristales del coche de Luna incrustados en mi piel.
– Si fueras una chica normal y corriente, te hechizaría y no sentirías nada de esto -comentó-. Aprieta los dientes. -Dolía como mil demonios, y las lágrimas me recorrieron el rostro durante todo el proceso. Me costó mucho guardar silencio.
Por fin escuché otra llave en la puerta y abrí los ojos. Bill me miró a la cara, se estremeció y luego echó un ojo a lo que Eric estaba haciendo. Asintió de manera aprobatoria.
– ¿Cómo te ha ocurrido esto? -inquirió, mientras me tocaba la cara con toda la dulzura del mundo. Acercó la silla que quedaba y se sentó. Eric continuó a lo suyo.
Comencé a explicárselo. Estaba tan cansada que la voz se me iba de cuando en cuando. En el momento en que conté lo de Gabe se me olvidó suavizar la escena, y advertí que Bill estaba al borde de perder el control. Me levantó la blusa para observar el sujetador rasgado y las magulladuras de mi pecho, a pesar de estar Eric allí (que aprovechó para mirar).