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– ¿Qué es lo que van a hacerle?

– Eso lo decidirá Stan.

– Recuerda el trato que tenemos con Stan. Si hay algún humano al que se descubre culpable gracias a mis pesquisas, no debe morir.

Bill no quería discutir eso conmigo ahora. Su cara se ensombreció.

– Sookie, tienes que dormir. Hablaremos mañana.

– Pero para entonces podría estar muerto.

– ¿Qué más te da?

– ¡Era el trato que teníamos! Hugo me importa una mierda, y lo odio, pero también me da pena, y no quiero pensar que su muerte pesa sobre mí.

– Sookie, seguirá vivo mañana. Hablaremos de esto entonces.

El sueño tiró de mí como la resaca del mar. Me resultaba difícil creer que solo fueran las dos de la mañana.

– Gracias por preocuparte por mí.

– En primer lugar no estabas en la Hermandad, y había rastros de sangre y de tu violador muerto. Cuando llegué al hospital, alguien te había sacado de allí…

– ¿Mmmmh?

– Estaba muy, muy asustado. Nadie sabía dónde estabas. De hecho, mientras hablaba con la enfermera que te atendió, tu nombre desapareció de la pantalla del ordenador.

Estaba impresionada. Los cambiaformas estaban muy bien organizados.

– Tal vez debería enviarle a Luna algunas flores -comenté. Me costó que las palabras salieran de mi boca.

Bill me besó, un beso muy satisfactorio, y eso fue lo último que recuerdo.

Capítulo 7

Me giré y observé el reloj de la mesilla de noche. Aún no había amanecido, pero no tardaría mucho. Bill ya estaba en su ataúd: la tapa estaba cerrada. ¿Por qué me había despertado? Ya me preocuparía de eso después.

Había algo que tenía que hacer. Parte de mí se maravillaba ante mi estupidez mientras me embutía en unos pantalones cortos y una camiseta, y me calzaba unas sandalias. La pinta que tenía era casi peor que la del día anterior, por lo que solo me dediqué una mirada de refilón en el espejo. Me sorprendí y alegré al mismo tiempo cuando reparé en que el bolso estaba sobre la mesa en el salón. Alguien lo había recuperado del cuartel general de la Hermandad la noche pasada. Guardé en él la llave de plástico y me encaminé por los silenciosos pasillos del hotel.

No era el turno de Barry, y su sustituto había sido bien preparado; no iba a preguntarme lo que estaba haciendo por allí con el aspecto de haber sido arrollada por un tren. Me consiguió un taxi y le dijo al conductor dónde necesitaba ir. El conductor me miró por el espejo retrovisor.

– ¿No debería ir a un hospital? -sugirió con brusquedad.

– No. Ya he ido a uno. -No sirvió para confortarlo.

– Si esos vampiros la tratan tan mal, ¿por qué sale con ellos?

– Los humanos me hicieron esto -rebatí-. No los vampiros.

Se puso en marcha. No había apenas tráfico; se trataba de un domingo por la mañana bien temprano. En quince minutos estábamos en el mismo lugar que la noche de ayer, el aparcamiento de la Hermandad.

– ¿Me puede esperar aquí? -pregunté al conductor. Era un hombre de alrededor de sesenta años, canoso y sin un diente.

Llevaba una camiseta a cuadros con broches en lugar de botones.

– Creo que soy capaz -respondió. Sacó una novela del oeste de Louis L'Amour de debajo de su asiento, y encendió la luz del coche para poder leer.

Bajo el brillo de los fluorescentes, el aparcamiento no mostraba ninguna señal de los acontecimientos acaecidos horas antes. Solo quedaba allí un par de vehículos, e imaginé que habían sido abandonados durante la confusión del momento. Uno de ellos sería de Gabe. ¿Tendría una familia? Espero que no. Por dos cosas. La primera, porque era un sádico que lo más seguro es que convirtiera sus vidas un infierno, y en segundo lugar, porque tendrían que preguntarse cómo y por qué había muerto. ¿Qué harían ahora Steve y Sarah Newlin? ¿Tendrían suficiente personal como para seguir adelante? Casi estaba segura de que las armas y las provisiones siguieran allí, en la iglesia. Tal vez las estuvieran acumulando para la llegada del Apocalipsis.

Desde las sombras oscuras cercanas a la iglesia emergió una figura. Godfrey. Aún no tenía pelo en el pecho y parecía un joven de dieciséis. Solo sus ojos y el carácter alienígeno de sus tatuajes traicionaban su edad.

– Vine a echar una mirada -dije cuando estuvo a mi lado, aunque «ser testigo» sería más acertado.

– ¿Por qué?

– Te lo debo.

– Soy un engendro del mal.

– Sí, lo eres. -¿Para qué dar rodeos?-. Pero hiciste algo bueno al salvarme de Gabe.

– ¿Hice bien al matar a un hombre más? Mi conciencia apenas capta la diferencia. Ha habido tantos… Al menos conseguí evitarte una humillación.

Su voz me impresionó. La creciente luz del día era tan débil que las luces de seguridad del aparcamiento continuaban encendidas, y bajo su halo examiné aquel rostro tan joven.

De súbito, y de forma absurda, comencé a llorar.

– Qué bello -reconoció Godfrey. Su voz sonaba lejana-. Alguien que llora por mí en mis últimos momentos. Jamás imaginé que pasaría.

Se alejó hasta situarse a una distancia prudencial.

Y entonces el Sol nos saludó.

* * *

Cuando volví al taxi, el conductor guardó el libro.

– ¿Estaban haciendo un fuego ahí? -preguntó-. Vi algo de humo. Estuve a punto de ir a ver qué sucedía.

– Ya no hay de qué preocuparse -respondí.

Me limpié la cara durante un kilómetro o así, y luego contemplé por la ventana cómo el contorno de la ciudad surgía de las tinieblas.

De vuelta en el hotel, volví a mi habitación. Me quité los pantalones, los dejé sobre la cama y, como si me estuviera preparando para un largo periodo de desvelo, caí en un profundo sueño.

Bill me despertó con la puesta de sol, de su forma favorita. Me levantó la camiseta y su pelo acarició mi pecho. Era como despertarse a medio camino; su boca chupaba lo que denominó el más bello par de pechos del mundo. Tenía mucho cuidado con los colmillos, que había sacado del todo. Esa era la única evidencia de su pasión.

– ¿Crees que disfrutarías de esto si lo hago con mucho, mucho cuidado? -me susurró al oído.

– Solo si me tratas como si estuviera hecha de cristal -murmuré. Sabía que era capaz.

– Pero esto no parece cristal -observó, mientras su mano no dejaba de moverse-. Está caliente. Y húmedo.

Boqueé.

»¿Te he hecho daño? -Movió la mano con más vigor.

– Bill… -fue todo lo que pude decir. Coloqué los labios sobre los suyos, y su lengua inició una coreografía conocida.

– Túmbate -susurró-. Me ocuparé de todo.

Y lo hizo.

* * *

– ¿Por qué estabas vestida a medias? -preguntó después. Se había levantado para coger una botella de sangre de la nevera y la estaba calentando en el microondas. Yo no estaba para muchos trotes.

– Fui a ver morir a Godfrey.

Sus ojos relumbraron.

– ¿Qué?

– Godfrey saludó al alba. -La frase, que una vez consideré excesivamente melodramática, fluyó con toda naturalidad de mi boca esta vez.

Hubo un largo silencio.

– ¿Cómo sabías que lo iba a hacer? ¿Cómo sabías que sería allí?

Me encogí de hombros tanto como puedes hacerlo sobre una cama.

– Imaginé que sería fiel a su plan original. Parecía muy decidido. Y me salvó la vida. Era lo mínimo que podía hacer.

– ¿Fue valiente?

Miré a Bill a los ojos.

– Murió de forma valerosa. Estaba ansioso por marchar.

No tenía ni idea de lo que estaba pensando Bill.

– Hemos de ir a ver a Stan -dijo-. Se lo tenemos que decir.

– ¿Por qué tenemos que ver a Stan de nuevo? -Si no hubiera sido una mujer madura, me habría puesto a hacer pucheros. Como lo era, Bill me echó una de sus miradas.