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– Me alegro por ti -terminé diciendo. Si hubiera sido mi amiga Arlene, podría haber guiñado y sonreído, pero no iba a discutir mi vida sexual con una extraña, y tampoco quería conocer los detalles sobre la relación entre ella y Joseph.

Trudi fue en busca de otra cerveza y se quedó charlando con el camarero. Cerré los ojos, aliviada, y sentí cómo el sofá se hundía a mi lado. Miré de reojo para ver cuál era mi nuevo compañero. Eric. Oh, genial.

– ¿Qué tal? -preguntó.

– Mejor de lo que parezco -mentí.

– ¿Has visto a Isabel y Hugo?

– Sí. -Me miré las manos, que descansaban sobre el regazo.

– Algo apropiado, ¿verdad?

Eric trataba de provocarme.

– En cierto modo sí -dije-. Asumiendo que Stan se atenga a su palabra.

– Espero que no le dijeras eso. -Pero Eric parecía solo divertido.

– No. No con esas palabras. Sois todos unos orgullosos de mierda.

Puso cara de sorprendido.

– Sí, supongo que eso es cierto.

– ¿Has venido solo para tenerme bajo control?

– ¿A Dallas?

Asentí.

– Sí. -Se encogió de hombros. Vestía una camisa con motivos de color tostado y azul, y al mover los hombros me dio la impresión de que eran enormes-. Es tu primera vez. Quería comprobar que todo iba bien, sin tener que recurrir a mi posición oficial.

– ¿Crees que Stan sabe quién eres?

Le interesó la idea.

– Improbable -dijo al final-. Hubiera hecho lo mismo en mi lugar.

– ¿A partir de ahora me podré quedar en casa y nos dejarás en paz a Bill y a mí? -pregunté.

– No. Eres demasiado útil -respondió-. Además, espero que de tanto verme te acabes por acostumbrar a mí.

– Como si fueras un hongo, ¿no?

Se rió, pero sus ojos estaban fijos sobre mí, de modo que sabía justo lo que él quería decir. Mierda.

– Estás especialmente atractiva con ese vestidito que no lleva nada debajo -dijo Eric-. Si dejas a Bill y te vienes conmigo por propia voluntad, no se opondrá.

– Pero no pienso hacer tal cosa -dije, y entonces algo llamó mi atención. Algo no físico.

Eric comenzó a decirme algo, pero le puse la mano en la boca. Moví la cabeza de un lado a otro y traté de captarlo de la mejor forma posible; no puedo explicarlo de manera más clara.

– Ayúdame a ponerme en pie -exigí.

Sin decir una palabra, Eric se irguió y me levantó. Frunció el ceño.

Estaban alrededor de la casa. Nos rodeaban.

Sus cerebros ardían. Si Trudi no hubiera estado parloteando conmigo antes, los habría oído mientras se acercaban.

– Eric… -dije, a la par que trataba de captar tantos pensamientos como me era posible. Oí una cuenta atrás. ¡Oh, Dios!

– ¡Al suelo! -grité a todo pulmón.

Todos los vampiros obedecieron.

Así que cuando la Hermandad abrió fuego, fueron los humanos los que murieron.

Capítulo 8

A un metro de mí, un disparo de escopeta partió por la mitad a Trudi.

El rojo oscuro de su pelo adquirió una tonalidad aún más intensa, y sus ojos se quedaron clavados en mí por última vez. Check, el camarero, solo estaba herido, ya que la estructura de la barra le había proporcionado algo de protección.

Eric estaba encima de mí. Dado mi estado resultaba muy doloroso, así que comencé a empujarlo. Entonces me di cuenta de que si nos disparaban con cartuchos, él sobreviviría sin muchos problemas. Pero yo no. Así que acepté su escudo durante los horribles minutos de la primera oleada del ataque, cuando los rifles, las escopetas y las pistolas se oían por todos lados de la mansión.

De manera instintiva, cerré los ojos mientras se producía el tiroteo. Los cristales volaron por los aires, los vampiros rugieron y los humanos gritaron. El ruido me ensordeció tanto como la descarga emocional de las decenas de cerebros que me rodeaban. Cuando decreció en intensidad, miré a los ojos de Eric. Lo vi excitado. Me sonrió.

– Ya sabía yo que acabaría sobre ti de uno u otro modo -dijo.

– ¿Intentas enloquecerme para que me olvide del miedo que siento?

– No, solo me aprovecho de las oportunidades.

Me revolví, en un esfuerzo por salir de debajo de él.

»Oh, hazlo de nuevo. Me encanta -aseguró.

– Eric, esa chica con la que acababa de hablar está a un metro de nosotros sin parte de su cabeza.

– Sookie -dijo, serio de repente-. Llevo muerto unos cuantos cientos de años. Me he acostumbrado. Pero aún no está muerta del todo. Le queda una chispa. ¿Quieres que la traiga a la vida?

Me quedé sin habla. ¿Cómo podía tomar esa decisión?

»Se fue -me anunció Eric, mientras aún pensaba en ello.

En el momento en que lo miré, el silencio se hizo total. El único ruido de la casa era el de los sollozos de la cita de Farrell, que estaba herido; presionaba ambas manos contra el muslo. Desde fuera llegaron los sonidos lejanos de los vehículos al recorrer a toda velocidad la carretera. El ataque había finalizado. Tenía problemas para respirar, y también para saber qué hacer a continuación. Seguro que se organizaba algo, pero, ¿debería participar?

Esto era lo más cerca a una guerra que había estado alguna vez.

Los gritos de los supervivientes y los rugidos de ira de los vampiros llenaban la habitación. Trocitos del sofá y de las sillas flotaban en el aire como nieve. Había cristales rotos por todas partes, y el calor de la noche había invadido la sala. Varios vampiros ya se habían puesto de pie y habían iniciado la persecución. Joseph Velasquez estaba entre ellos.

– Ya no me queda ninguna excusa para quedarme encima de ti -dijo Eric con una mueca de decepción, y se levantó. Miró hacia abajo-. Mis camisas siempre se echan a perder cuando estás cerca.

– Mierda, Eric. -Me coloqué sobre las rodillas con rapidez, aunque de forma algo torpe-. Estás sangrando… Te han dado. ¡Bill! ¡Bill! -El pelo me golpeó en los hombros cuando me di la vuelta. La última vez que lo había visto estaba hablando con una vampira de cabello oscuro adornado con un pronunciado pico de viuda. Me recordaba a Blancanieves. Cuando volví a mirar a ras de suelo la vi al lado de una ventana. Algo le sobresalía del pecho. La ventana había sido alcanzada por un disparo de escopeta, y algunas astillas habían aterrizado dentro de la habitación. Una de ellas le había atravesado el pecho y la había matado. Bill no estaba a la vista, ni entre los vivos ni entre los muertos.

Eric se quitó la camisa y se estudió el hombro.

– El cartucho aún está dentro, Sookie -dijo con los dientes entrecerrados-. Extráela chupando.

– ¿Qué?

– Si no la sacas, al sanarme se quedará dentro de mi cuerpo. Si te da asco, coge un cuchillo y corta.

– Pero no puedo… -Mi diminuto bolso de fiesta contenía una pequeña navaja, pero no tenía ni idea de dónde lo había puesto y tampoco tenía ganas de buscar.

Desnudó los colmillos.

– Recibí la bala por ti. Ahora sácala por mí. No eres ninguna cobarde.

Me obligué a calmarme. Utilice su camisa como algodón. El flujo de sangre estaba cesando, y si miraba entre la carne era capaz de situar el cartucho. Si tuviera unas largas uñas como Trudi podría sacarlo, pero mis dedos son cortos y gruesos, y casi no tengo uñas. Suspiré, resignada.

La frase «morder la bala» tomó un nuevo significado cuando me incliné sobre el hombro de Eric.

Este exhaló un largo quejido cuando extraje el cartucho con la boca y lo sentí caer junto a mi lengua. Estaba bien. La alfombra no podía mancharse más de lo que ya estaba, y aunque hacerlo me hizo sentir como una auténtica pagana, escupí el cartucho sobre el suelo junto con algo de sangre. Pero fue inevitable que también tragara una parte. El hombro ya se estaba curando.

– Esta habitación hiede a sangre -susurró.

– Allí -dije, y levanté la vista-. Esa parte se llevó lo peor…