– Tus labios están llenos de sangre. -Me sujetó la cara con ambas manos y me besó.
Es difícil no responder cuando un maestro en el arte del besar te está mostrando sus capacidades. Y podría haberme abandonado al disfrute (bueno, haberme abandonado un poco más) si no hubiera estado tan preocupada por Bill; porque, afrontémoslo, las experiencias con los muertos tienen ese efecto. Quieres reafirmar el hecho de estar vivo. Aunque los vampiros no lo están, se ven aquejados de este síndrome en igual medida que los humanos, y la libido de Eric estaba por las nubes debido a toda la sangre que inundaba la habitación.
Pero yo estaba preocupada por Bill y traumatizada por la violencia, por lo que tras un momento al rojo vivo, en el que olvidé el horror que me rodeaba, me aparté. Los labios de Eric estaban llenos de sangre. La lamió despacio.
– Busca a Bill -me apremió con voz carrasposa.
Le miré el hombro de nuevo para comprobar que el agujero había comenzado a cerrarse. Cogí el cartucho de la alfombra, aún pegajoso debido a la sangre, y lo enrollé con un jirón de la camisa de Eric. Sería un buen recordatorio, a su debido tiempo. Seguía sin tener las ideas claras. Aún había muertos y heridos por todo el suelo, pero la mayoría de los que estaban vivos recibía ayuda del resto de los humanos o de los dos vampiros que no se habían unido a la persecución.
Oí las sirenas a lo lejos.
La bonita puerta principal tenía un montón de agujeros. Me puse al lado para abrirla en caso de que hubiera alguien fuera vigilando, pero no pasó nada. Miré a través del umbral.
– ¿Bill? -grité-. ¿Estás bien?
Justo entonces apareció en el patio. Mostraba un aspecto saludable; muy sonrosado.
»Bill -repetí, sintiéndome cansada y vieja. Un horror sordo, que más bien era una profunda desilusión, me golpeó en el estómago.
Se detuvo de inmediato.
– Nos dispararon y matamos a unos cuantos -dijo. Le brillaban los colmillos y exudaba excitación.
– Acabas de matar.
– Para defendernos.
– Para vengaros.
Había una clara diferencia entre ambas cosas, al menos para mí, y en ese momento. No pareció importarle.
»Ni siquiera esperaste a ver si me encontraba bien. -Los vampiros no podían negar su naturaleza. Genio y figura hasta la sepultura. No le puedes enseñar nuevos trucos a un perro viejo. Presté atención a todas las advertencias con las que me educaron al calor del hogar.
Me giré y me dirigí a la casa, pasando por encima de las manchas de sangre y el caos reinante como si conviviera con él el día a día. Algunas de las cosas que vi ni siquiera llegué a asimilarlas hasta la siguiente semana, cuando el cerebro me lanzaba una instantánea sin previo aviso: tal vez un primer plano de un cráneo roto, o una arteria que escupía sangre. Lo importante para mí en ese momento era encontrar mi bolso. Lo encontré a la segunda. Mientras Bill ayudaba a los heridos (para no tener que hablar conmigo), salí de la casa y me metí en el coche de alquiler. A pesar de la ansiedad que me sacudía de arriba abajo, conduje. Estar en esa casa era peor que el miedo al intenso tráfico de la ciudad. Me largué de la propiedad antes de que se presentara la policía.
Después de haber pasado unas cuantas manzanas, aparqué enfrente de una librería y saqué el mapa del salpicadero. Me llevó mucho más tiempo de lo normal entenderlo, ya que mi cerebro estaba tan afectado que casi no funcionaba, pero me hice una idea de cómo llegar al aeropuerto.
Y ahí es adonde fui. Seguí las señales que indicaban «Coches de alquiler», aparqué el vehículo, dejé allí las llaves y me largué.
Conseguí un billete para el siguiente viaje a Shreveport, que salía en una hora. Di gracias por tener mi propia tarjeta de crédito.
Ya que nunca lo había hecho antes, me llevó unos pocos minutos utilizar el teléfono público. Tuve suerte de pillar a Jason, que me dijo que iría a recogerme al aeropuerto.
Estaba en mi cama a la mañana siguiente.
No comencé a llorar hasta el día después.
Capítulo 9
Bill y yo ya nos habíamos peleado otras veces. Ya me había hartado, estaba cansada de todo lo que tuve que aprender acerca de la cultura vampírica para lograr encajar, y también estaba asustada de meterme tan dentro en todo eso. A veces, quería estar rodeada de humanos.
Así que durante tres semanas eso fue lo que hice. No llamé a Bill; él tampoco a mí. Sabía que había vuelto de Dallas porque dejó mi maleta en el porche delantero. Cuando la abrí, encontré un joyero de terciopelo negro en una de las bolsas laterales. Habría deseado tener la suficiente fuerza de voluntad como para no abrirlo, pero no la tenía. Dentro había un par de pendientes de topacio y una nota que decía: «Van a juego con tu vestido marrón». Se refería al vestido que había llevado en el cuartel general de los vampiros. Le saqué la lengua a la caja, y esa misma tarde me acerqué a su casa para dejar el joyero en su buzón. Por fin se había animado a comprarme un regalo, y ahora iba yo y se lo devolvía.
Ni siquiera traté de «pensar antes de actuar». Imaginé que mi cabeza se aclararía en breve, y entonces sabría qué hacer.
Leí los periódicos. Los vampiros de Dallas y sus amigos humanos eran ahora mártires, lo que probablemente obligara a Stan a esconderse por un tiempo. La Masacre nocturna de Dallas fue referida en todos los periódicos como el ejemplo perfecto de un crimen aborrecible. Se presionó a las cortes para que aprobaran toda clase de leyes que nunca jamás serían recogidas en un código, pero a la gente le hacía sentirse bien el hecho de plantear tales absurdos. Por ejemplo, leyes que proporcionaban edificios protegidos por los federales a los vampiros, leyes que permitían a los vampiros ser elegidos para ciertos cargos políticos (aunque nadie sugería que un vampiro pudiera presentarse a senador o congresista). Incluso había una propuesta en la Cámara de Texas para designar a un vampiro como verdugo del estado. Un tal senador Garza había dicho: «la muerte por mordisco de vampiro se supone que es indolora, y además el vampiro se alimenta».
Tenía noticias para el senador Garza: los mordiscos de los vampiros solo son indoloros si así lo desean. Si el vampiro no te hechiza primero, un mordisco que no sea de broma (como podría serlo un mordisquillo juguetón) duele como el mismísimo Infierno.
¿Estaría relacionado el senador Garza de alguna manera con Luna? Lo más seguro es que no; Sam me dijo que «Garza» era un nombre común entre los mexicanos, como «Smith» lo era entre los americanos de ascendencia inglesa.
Sam no me preguntó por qué quería saberlo. Eso me hizo sentir un tanto desamparada, ya que creía ser alguien importante para él. Pero esos días estaba preocupado, fuera y dentro del trabajo. Arlene decía que en su opinión estaba saliendo con alguien, lo que era una total sorpresa, ya que nadie recordaba cuándo fue la última vez. Nadie la había visto, lo que nos resultaba extraño de por sí. Traté de hablarle sobre los cambiaformas de Dallas, pero solo sonrió y encontró una excusa para ponerse a hacer otra cosa.
Mi hermano, Jason, se pasó por casa a comer un día. No era lo mismo que cuando vivía mi abuela. La abuela siempre tenía preparada una comida excelente a todas horas, y ahora cenábamos sándwiches. Por aquel entonces, Jason venía más a menudo; la abuela era una cocinera fuera de serie. Preparé sándwiches de carne y ensalada de patata (aunque no le dije que era comida precocinada), y para terminar algo de té de melocotón. Tuvo suerte de que me quedara.
– ¿Qué os pasa a Bill y a ti? -preguntó de sopetón. Había tenido el buen gusto de no hacer preguntas en el camino de vuelta del aeropuerto.
– Estamos enfadados -dije.
– ¿Por qué?
– Rompió una promesa -respondí. Jason se esforzaba por actuar como un hermano mayor, y yo debería aceptar su preocupación en lugar de enfadarme. Se me ocurrió pensar, y no por primera vez, que igual tenía un temperamento muy fuerte. En determinadas circunstancias. Apagué mi sexto sentido para oír solo lo que Jason me decía.