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– ¿Una bebida, Sookie?

No suelo ser muy amiga del alcohol, ya que veo sus resultados todos los días.

– No, gracias -contesté-. ¿Cómo te va, Huevos?

– Bien -dijo, tras pensarlo. Había bebido más que Tara, había bebido demasiado.

Hablamos sobre amigos mutuos y convencionalismos hasta la patada inicial, momento a partir del cual el único tema de conversación fue el partido. El partido en términos generales, ya que cada uno de los jugados en los últimos cincuenta años estaba grabado en la memoria colectiva de Bon Temps, por lo que se comparaba con el resto de los juegos, y estos jugadores con los que habían pasado por el equipo. En esta ocasión sí que pude disfrutarlo algo, ya que había desarrollado mi escudo mental y no «escuchaba» lo que estaban pensando, solo lo que en verdad querían decir.

J.B. se acercó más y más, después de dedicarme una ristra de piropos sobre mi pelo y mi cuerpo. La madre de J.B. le había enseñado de bien joven que las mujeres halagadas son mujeres felices, y era esta sencilla filosofía la que había mantenido a flote a J.B. cierto tiempo.

– ¿Recuerdas a la doctora del hospital, Sookie? -me preguntó de sopetón, en el segundo cuarto.

– Sí. La doctora Sonntag. Viuda. -Era joven para ser viuda, y también para ser doctora.

– Estuvimos saliendo juntos durante una temporada. La doctora y yo -aclaró.

– Genial. -Me lo esperaba. Me había dado la impresión de que la doctora Sonntag sabría aprovecharse bien de lo que J.B. tenía que ofrecer, y J.B. necesitaba…, bueno necesitaba que alguien se ocupara de él.

– Pero la destinaron a Baton Rouge -me dijo. Pareció un tanto afligido-. La echo de menos.

Una compañía de seguros médica había comprado nuestro hospital, y los doctores de urgencias rotaban con rapidez. Me echó el brazo por encima del hombro.

– Pero es genial volver a verte -me aseguró.

Dios lo bendiga.

– J.B., ¿por qué no vas a verla a Baton Rouge? -sugerí.

– Es una doctora. No tiene mucho tiempo libre.

– Te hará un hueco.

– ¿De verdad lo crees?

– A menos que sea una completa idiota -le dije.

– Supongo que sí. Hablé con ella por teléfono anoche. Me dijo que desearía que estuviera con ella.

– Es una buena pista, J.B.

– ¿Seguro?

– Seguro. Se alegró al oírme.

– Entonces lo arreglaré todo para ir a Baton Rouge mañana mismo -dijo de nuevo. Me besó en la mejilla-. Me haces sentir bien, Sookie.

– Bueno, J.B., lo mismo te digo. -Le di un besito en los labios, uno muy rápido.

Entonces vi a Bill, que me taladraba con la mirada.

Él y Portia estaban en la sección de al lado, cerca del final. Se había dado la vuelta y me estaba mirando.

Si lo hubiera planeado no me hubiera salido mejor. Era un momento «que-le-jodan» estupendo.

Pero no funcionó.

Yo solo lo quería a él.

* * *

Aparté los ojos y sonreí a J.B., aunque en todo momento lo único que anhelaba era reunirme con Bill bajo las tribunas y echar un buen polvo allí mismo. Quería bajarme los pantalones y tenerlo dentro de mí. Quería que me hiciera gemir.

Estaba tan traumatizada por mis pensamientos que no sabía lo que hacer. Sentí mi cara arder como una tea. Ni siquiera podía forzar mi sonrisa.

Después de un minuto, caí en la cuenta de que aquello era casi divertido. Había sido educada de forma bastante convencional, dada mi discapacidad poco usual. No tardé en aprender los misterios de la vida a edad muy temprana, ya que era capaz de leer mentes (y de niña no tenía forma alguna de controlar lo que absorbía). Siempre pensé en lo interesante que se me antojaba la idea del sexo, aunque la misma discapacidad que me había llevado a aprender tanto sobre la teoría había representado un serio problema en cuanto a la práctica. Después de todo, es complicado estar a lo que estás cuando sabes que tu pareja desea estar con Tara Thornton (por ejemplo) en lugar de contigo, o cuando espera que te hayas acordado de traer un condón, o cuando está criticando partes de tu cuerpo. Para practicar el sexo en condiciones has de concentrarte en lo que tu pareja hace, no en lo que piensa.

Con Bill, no oigo nada. Y es tan experimentado, tan dulce, tan dedicado… Creo que soy tan adicta como Hugo.

Me senté durante el resto del partido y sonreí y asentí cuando debía, esforzándome por no mirar abajo a la izquierda. Una vez que acabó el espectáculo del intermedio me di cuenta de que no había escuchado ni una de las canciones de la banda.

Ni tampoco las cabriolas del primo de Tara. Cuando la multitud comenzó a moverse despacio hacia el aparcamiento tras la victoria de los Halcones de Bon Temps por 28-18, accedí a llevar a J.B. a su casa. Huevos se había recuperado para entonces, así que no creí que tuvieran problemas en volver; aunque me alejé más aliviada cuando vi a Tara sentarse al volante.

J.B. vivía cerca del centro, en un dúplex. Me invitó a que entrara con toda la dulzura del mundo, pero le dije que tenía que regresar a casa. Le di un gran abrazo y le recomendé que llamara a la doctora Sonntag. Aún no sabía cuál era su nombre.

Dijo que lo haría, pero cuando se trata de J.B. nunca estás segura.

Entonces me paré para echar gasolina en la única gasolinera que abre por la noche, en la que tuve una larga conversación con el primo de Arlene, Derrick (que era lo suficientemente valiente como para trabajar en el turno de noche), así que llegué más tarde de lo que tenía pensado.

En cuanto abrí la puerta, Bill salió de la oscuridad. Sin decir una palabra, me agarró del brazo y me obligó a mirarlo; luego me besó. En cuestión de instantes me tenía apoyada contra la pared, con su cuerpo moviéndose rítmicamente contra el mío. Metí la mano detrás de mí hasta llegar a la cerradura, y tras intentarlo un par de veces, la llave terminó por girar. Nos metimos en la casa y él me puso en dirección al sofá. Lo agarré con las manos y, justo como había imaginado, me bajó los pantalones y en un segundo lo tuve dentro.

Grité con voz enronquecida como jamás antes había hecho. Bill emitía sonidos igual de primitivos. Aunque hubiera querido, me hubiera resultado imposible decir algo. Sus manos se metieron bajo mi jersey y mi sujetador se rompió. Era implacable. Casi me vengo abajo después de correrme la primera vez.

– No -gruñó cuando flaqueé, y no se paró. De hecho, aumentó la velocidad hasta que estaba a punto de sollozar, y entonces mi jersey se rasgó cuando hincó los dientes en mi hombro. De su garganta brotó un sonido horroroso, grave, y luego, tras unos segundos, todo terminó.

Yo boqueaba como si hubiera recorrido cinco kilómetros a toda carrera, y él también estaba exhausto. Sin molestarse en volver a vestirse, se dio la vuelta para mirarme e inclino la cabeza de nuevo sobre mi hombro para lamer la herida. Cuando dejó de sangrar y comenzó a curarse, me quitó todo lo que tenía, muy despacio. Me limpió debajo, y luego me besó.

– Hueles como él -fue lo único que dijo. Procedió a borrar ese olor y reemplazarlo con el suyo.

Luego fuimos al dormitorio. Me alegré, justo en el momento en que su boca se reconciliaba con la mía, de haber cambiado las sábanas por la mañana.

Si había tenido dudas hasta entonces, se disiparon de inmediato. No había dormido con Portia Bellefleur. No sabía lo que él tramaba, pero no era una relación seria. Deslizó los brazos bajo mí y se apretó contra mi cuerpo tan fuerte como era posible; me acarició el cuello con la nariz, me amasó las caderas, recorrió los muslos con sus dedos y besó la parte trasera de mis rodillas. Se estaba bañando en mí.

– Ábrete de piernas para mí, Sookie -susurró, con su voz fría y grave, y yo lo hice. Estaba preparado una vez más, y estaba decidido a continuar, como si deseara demostrar algo.

– Sé dulce -le rogué. Era la primera vez que yo decía algo.

– No puedo. Hace mucho tiempo que no estamos juntos. Pero la próxima vez sí seré dulce, te lo prometo -me dijo, mientras recorría con su lengua mi mentón. Sus dedos atenazaron mi cuello. Colmillos, lengua, boca, dedos, virilidad; era como estar haciendo el amor con el diablo de Tasmania. Estaba en todas partes, y en todas partes no se detenía más que unos segundos.