– Ven aquí, chica -me gritó Mike Spencer-. ¿Cómo estás?
Me encontraba sobre un montículo del terreno junto a Dean, que me lamía la cara con entusiasmo. Desde ese punto de vista, observé el serpentino brazo de la ménade alrededor de la cintura de Andy, que se pasó la pistola a la mano izquierda para poder devolver el cumplido.
– ¿Y qué es lo que quieres saber? -le preguntó ella. Su voz sonaba calmada y razonable. Levantó la larga vara con el penacho en su extremo. Se llamaba thyrsis; había buscado «ménade» en la enciclopedia. Ahora ya podía morir sabiendo que rebosaba de conocimientos.
– Una de estas personas mató a un hombre llamado Lafayette, y quiero saber quién -dijo Andy con la vehemencia de un borracho.
– Por supuesto que sí, cariño -canturreó la ménade-. ¿Lo averiguo para ti?
– Por favor -rogó.
– De acuerdo. -Escudriñó a la gente y señaló con el dedo a Huevos. Tara se agarró a su brazo para mantenerse junto a él, pero Huevos se encaminó hacia la ménade sin dejar de sonreír.
– ¿Eres una mujer? -preguntó.
– No, ni remotamente -dijo Calisto-. Has bebido mucho vino. -Lo tocó con el thyrsis.
– Sí -convino él. Ya no sonreía. Miró a los ojos a Calisto y comenzó a temblar. Los ojos de ella brillaban. Miré a Bill; tenía la mirada fija en el suelo. Eric miraba al capó de su coche. Ignorada por todo el mundo, repté hacia Bill muy despacio.
Era una situación muy complicada.
El perro me siguió, golpeándome con la nariz de manera ansiosa. Quería que me moviera más rápido. Llegué hasta las piernas de Bill y las abracé. Sentí su mano en mi pelo. Estaba tan asustada que ni me puse en pie.
Calisto envolvió con sus delgados brazos a Huevos y comenzó a susurrarle. Él asintió y le susurró algunas palabras. Después la besó y se quedó rígido.
Ella se paró ante Eric, que estaba más cerca de la cubierta que nosotros. Lo miró de arriba abajo y sonrió con aquella horrible sonrisa suya. Eric la miró a la altura del pecho, sin pasar la vista por sus ojos. Cuando Calisto lo dejó volver a la cubierta él se quedó totalmente quieto, con la mirada perdida en los bosques.
– Encantador -dijo-, encantador. Pero no para mí, trozo de carne muerta.
Entonces se dirigió a la gente de la cubierta. La ménade inspiró con fuerza e inhaló los olores de la bebida y el sexo. Olisqueó como si estuviera siguiendo un rastro, y luego se giró para encararse con Mike Spencer. Su cuerpo de mediana edad no resistía bien el frío de la noche, pero Calisto pareció encantada con él.
– Oh -dijo con tanta felicidad como alguien que acaba de recibir un regalo-. ¡Qué orgulloso eres! ¿Eres un rey? ¿Un gran soldado?
– No -respondió Mike-. Regento una funeraria. -No parecía muy seguro de sí-. ¿Qué es usted, señorita?
– ¿Alguna vez has visto algo como yo?
– No -dijo él, y los demás sacudieron la cabeza.
– ¿No recuerdas mi primera visita?
– No, señora.
– Pero ya me has hecho una ofrenda antes.
– ¿Yo? ¿Una ofrenda?
– Sí, cuando mataste al hombrecillo negro. El guapo. Era uno de mis servidores inferiores, y un adecuado tributo. Te agradezco el que lo dejaras fuera del bar; los bares son unos de mis lugares favoritos. ¿No me pudiste encontrar en los bosques?
– Señora, no hicimos ninguna ofrenda -dijo Tom Hardaway, con la piel oscura llena de pelillos erizados y el pene encogido.
– Yo te vi -dijo ella.
El silencio descendió sobre nosotros. Los bosques alrededor del lago, siempre llenos de pequeños ruidos y movimiento, enmudecieron. Muy, muy despacio, me puse de pie al lado de Bill.
»Me encanta la violencia del sexo, me encanta la temeridad del alcohol -dijo, soñadora-. Puedo recorrer kilómetros y kilómetros solo para no perderme el final.
El miedo que brotaba de los presentes comenzó a afectarme. Me cubrí la cara con las manos. Levanté los escudos más fuertes que fui capaz, pero apenas contenían el terror. Se me arqueó la espalda y me mordí la lengua para no hacer ningún ruido. Sentí a Bill girarse hacia mí, y de repente Eric apareció al otro lado; entre ambos me estrujaban. No era muy erótico el ser aplastada por dos vampiros en aquellas circunstancias. Su deseo de que guardara silencio me atemorizaba aún más, ya que, ¿qué podía asustar a un par de vampiros? El perro se apretó contra nuestras piernas, como si nos ofreciera su protección.
– Lo golpeaste durante el sexo -dijo la ménade a Tom-. Lo golpeaste porque eres orgulloso, y su servilismo te disgustaba y excitaba. -Extendió su mano huesuda para acariciar la cara oscura de Tom. Pude verle el blanco de los ojos-. Y tú -golpeó con suavidad a Mike con la otra mano-, tú también lo golpeaste, abrumado por la locura del momento. Entonces él amenazó con contarlo todo. -La mano de la ménade soltó a Tom y acarició a su mujer, Cleo. Esta se había puesto un jersey antes de salir, pero no lo llevaba abotonado.
Ya que aún no había atraído la atención de nadie, Tara comenzó a retroceder. Era la única que no estaba paralizada por el miedo. Capté una diminuta chispa de esperanza en su interior, el deseo de sobrevivir. Se metió bajo una mesa de hierro de la cubierta, se hizo un ovillo y apretó los ojos con fuerza. Estaba haciéndole un montón de promesas a Dios sobre su futura conducta si conseguía salir de aquella. El hedor del miedo de los otros llegó al paroxismo y me invadieron unos temblores al tratar de resistir tal avalancha de emisiones. No era yo misma. Solo existía el miedo. Eric y Bill se agarraron de los brazos para mantenerme inmóvil entre ambos.
Jan, desnuda, había sido ignorada por completo por la ménade. Supuse que no había nada en ella que llamara la atención de la criatura; Jan no era orgullosa, solo patética, y no se había tomado ni una copa aquella noche. Utilizaba el sexo para olvidarse de sí misma…, lo que nada tenía que ver con dejarse llevar en mente y cuerpo en un momento de maravillosa locura. Esforzándose, como siempre, en ser el centro del grupo, Jan cogió la mano de la ménade con una sonrisa coqueta. De repente empezó a convulsionarse; los ruidos de su garganta eran horribles. Echaba espumarajos por la boca y los ojos se le pusieron en blanco. Cayó sobre la cubierta y escuché sus tacones repiquetear contra la madera.
El silencio volvió. Pero algo crecía a unos pocos metros del grupo de cubierta: algo terrible, algo puro y espantoso. Su miedo aminoró un tanto y mi cuerpo se calmó. La tremenda presión de mi cabeza cedió. Pero una nueva fuerza ocupó su lugar, y era indescriptiblemente bella y malvada hasta la médula.
Se trataba de locura en estado puro. Locura sin sentido. De la ménade manaba la rabia berserker, la lujuria del saqueo, el orgullo más puro. Las sensaciones me arrollaron cuando la gente de la cubierta se vio abrumada. Me agité con violencia cuando la locura se vertió desde Calisto y se coló en los cerebros de los reunidos. Solo la mano de Eric sobre mi boca evitó que gritara como ellos. Lo mordí y saboreé su sangre, y lo escuché gruñir de dolor.
El griterío siguió y siguió y siguió, y entonces se produjeron sonidos horrorosos y húmedos. El perro, apretado contra nuestras piernas, gruñó.
De repente, todo acabó.
Me sentía como una marioneta a la que le hubieran cortado las cuerdas. Me dejé caer. Bill me cogió y me colocó una vez más sobre el capó del coche de Eric. Abrí los ojos. La ménade me miraba. Sonreía de nuevo y estaba bañada en sangre. Era como si alguien le hubiera vaciado un cubo de pintura roja sobre la cabeza; su pelo estaba empapado, así como cada rincón de su cuerpo desnudo, y hedía a ese olor cobrizo hasta un límite insoportable.
– Estuviste cerca -me dijo con una voz tan dulce como el sonido de una flauta. Se movió con pesadez, como si se hubiera atiborrado de comida-. Estuviste muy cerca. Quizá tanto como jamás estarás. O tal vez no. Nunca he visto a nadie enloquecer por la locura de otros. Un pensamiento entretenido.