– Entretenido para ti, tal vez -susurré.
El perro me mordió la pierna para hacerme volver en mí. Ella lo miró.
– Mi querido Sam -murmuró-. Cariño, te tengo que dejar.
El perro la miró con ojos cargados de inteligencia.
«Hemos pasado noches estupendas corriendo entre los bosques -dijo, sin dejar de agitar la cabeza-. Cazando conejos, mapaches…
El perro agitó la cola.
«Haciendo otras cosas.
El perro puso cara de felicidad y jadeó.
»Pero es hora de que me vaya, cariño. El mundo está lleno de bosques y de gente que necesita aprender la lección. Debo recibir mi tributo. No han de olvidarme. Me lo deben -dijo con voz hastiada-, me deben la locura y la muerte.
Se marchó en dirección al lindero del bosque.
»A fin de cuentas -dijo por encima del hombro-, la temporada de caza no dura siempre.
Capítulo 11
Aunque me lo hubiera propuesto, no podría haber caminado hasta la cubierta para comprobar lo que había ocurrido. Bill y Eric parecían impactados, y cuando eso ocurre lo mejor es que no vayas a investigar.
– Tendremos que quemar la cabaña -dijo Eric a unos metros de mí-. No hubiera estado mal que Calisto se hubiera ocupado de su destrozo.
– Nunca lo hace -dijo Bill-. Eso es lo que he oído. Es la locura. ¿Crees que a la locura le importa esto?
– Ni idea -dijo Eric. Por el ruido que hacía diría que estaba arrastrando algo. Algo pesado. Sé de unos cuantos locos como cabras que son bastante astutos.
– Cierto -convino Bill-. ¿Dejamos un par en el porche?
– ¿Tú qué crees?
– Tienes razón de nuevo. Es una noche extraña; estamos de acuerdo en demasiadas cosas.
– Me llamó y me pidió ayuda. -Eric respondía más al sentido implícito de la frase que a la afirmación de Bill.
– De acuerdo. Pero recuerda nuestro acuerdo.
– ¿Cómo iba a olvidarlo?
– Sabes que Sookie no está oyendo.
– Por mí no hay problema alguno -dijo Eric, y rió. Contemplé la noche y me pregunté, con no mucho interés, de qué demonios hablaban. Ni que yo fuera Rusia, esperando a ser dividida por algún dictador. Sam descansaba a mi lado, de nuevo en forma humana y desnudo. Hasta entonces no me había preocupado. El frío no lo molestaba, ya que era un cambiaforma.
– Hey, uno vivo -gritó Eric.
– Tara -gritó Sam.
Tara descendió por la cubierta. Me rodeó con los brazos y rompió a sollozar. Con toda la fatiga del mundo, la sujeté y dejé que se desahogara. Yo aún estaba vestida con las ropas de antes, y ella con su lencería cachonda. Parecíamos dos lirios en un estanque helado. Me enderecé y la apreté.
– ¿Habrá una manta en la cabaña? -le pregunté a Sam.
Trotó en dirección a la cubierta y me di cuenta de que la perspectiva desde detrás no era nada mala. Tras un minuto, volvió de nuevo (esta vista era aún mejor) y nos rodeó con una manta.
– Debo vivir -musité.
– ¿Por qué dices eso? -quiso saber Sam. No daba la impresión de estar muy alterado por los sucesos de aquella noche.
No podía decirle que era porque lo había visto correr en pelotas, así que cambié de conversación.
– ¿Cómo están Huevos y Andy?
– Parece un programa de radio -dijo Tara de súbito, y rió de manera estúpida. No me gustó mucho cómo sonó aquello.
– Están donde los dejaron -informó Sam-. Ahí quietos.
Eric y Bill estaban a punto de encender el fuego. Vinieron hasta nosotros para la comprobación de última hora.
– ¿En qué coche viniste? -le preguntó Bill a Tara.
– Oooh, un vampiro -dijo-. Eres el cariñito de Sookie ¿verdad? ¿Por qué estabas la otra noche con la perra de Portia Bellefleur?
– Es una mujer simpática -dijo Eric. Miró a Tara con una sonrisa condescendiente, como un criador de perros que considera a un cachorro mono, pero inferior.
– ¿En qué coche viniste? -preguntó Bill de nuevo-. Si aún te queda algo de sensatez, dímelo.
– Vine en un Camaro blanco -contestó, un poco más seria-. Conduciré hasta casa. O tal vez sea mejor que no. ¿Sam?
– Claro, yo te llevo. Bill, ¿me necesitas aquí?
– Creo que Eric y yo nos bastamos. ¿Te puedes llevar al flaco?
– ¿Huevos? Voy a ver.
Tara me dio un beso en la mejilla y comenzó a dirigirse hacia su coche.
– Me dejé las llaves puestas -gritó.
– ¿Y tu bolso? -La policía haría unas cuantas preguntas si encontrara el bolso de Tara en una cabaña repleta de cadáveres.
– Oh, está allí.
Miré a Bill sin decir nada y fue a coger el bolso. Volvió con un gran bolso de mano, lo suficientemente grande como para contener no solo lo habitual, sino una muda de ropa.
– ¿Es el tuyo?
– Sí, gracias -dijo Tara, y cogió el bolso como si tuviera miedo de que sus dedos tocaran los del vampiro. No había sido tan tímida horas antes.
Eric transportó a Huevos al coche.
– No recordará nada de esto -le dijo Eric a Tara mientras Sam abría la puerta de atrás para que el vampiro metiera a Huevos dentro.
– Desearía poder decir lo mismo. -Su cara pareció contraerse bajo el peso del conocimiento de lo que había ocurrido aquella noche-. Desearía no haber sabido nada de esa cosa, sea lo que sea que fuera. Para empezar, desearía no haber venido aquí jamás. Odiaba esto. Pensé que Huevos valía la pena. -Echó un vistazo a la forma inerme que descansaba en la parte de atrás-. Y no lo vale. Nadie.
– Puedo hacer que olvides -comentó Eric.
– No -dijo-. Necesito recordar esto, y de alguna manera soportar la carga del resto. -Me dio la impresión de que Tara había envejecido veinte años. A veces maduramos en un minuto; yo lo había hecho cuando tenía siete años y mis padres murieron. Tara lo había hecho esa noche.
– Pero con todos muertos salvo yo, Huevos y Andy, ¿no tenéis miedo de que hablemos? ¿Pensáis ir a por nosotros?
Eric y Bill intercambiaron miradas. Eric se colocó algo más cerca de Tara.
– Mírame, Tara -dijo con voz calmada, y ella cometió el error de mirar hacia arriba. Una vez que Eric fijó sus ojos en los de ella, comenzó a borrar lo que había pasado aquella noche. Ella estaba muy cansada para protestar, aunque tampoco hubiera servido de mucho. Si Tara era capaz de preguntar eso, es que no debía soportar la carga de tal conocimiento. Esperé que no repitiera los mismos errores, ahora que iba a olvidar las consecuencias de los mismos; pero no se podía permitir que se fuera de la lengua.
Huevos y Tara, en el coche de Sam (que había tomado prestados sus pantalones), ya estaban de camino a la ciudad para cuando Bill encendió el fuego que consumiría la cabaña. Eric contó los huesos de la cubierta para asegurarse que los cuerpos estaban más o menos completos, y así no despertar las sospechas de los investigadores. Cruzó el patio para estudiar a Andy.
– ¿Por qué Bill odia tanto a los Bellefleur? -pregunté otra vez.
– Es una vieja historia -aseguró Eric-. De antes de que Bill cambiara. -Pareció satisfecho con el estado de Andy y marchó de vuelta al trabajo.
Oí un coche aproximarse, y Eric y Bill se plantaron en el patio de inmediato. Oí un chisporroteo en el extremo más lejano de la cabaña.
– No podemos prender el fuego en varios lugares, o sabrán que no fue natural -le dijo Bill a Eric-. Odio a la policía científica.
– Si no hubiéramos decidido salir a la palestra, tendrían que culpar a uno de ellos -dijo Eric-. Pero nos hemos convertido en cabezas de turco muy atractivas… Es irritante, sobre todo cuando piensas en que somos mucho más fuertes que ellos.
– Hey, chicos, no soy un marciano. Soy una humana y os puedo oír la mar de bien -les aclaré. Estaba mirándolos cuando en sus caras se dibujó una expresión de vergüenza casi imperceptible, justo en el momento en que Portia se bajó del coche y corrió hacia su hermano.