– ¿Qué le habéis hecho a Andy? -gritó, con voz dura y seca-. Malditos vampiros… -Le apartó el cuello de la camisa y comenzó a buscar marcas de mordiscos.
– Le han salvado la vida -le expliqué.
Eric miró a Portia durante largo tiempo, evaluándola, y luego comenzó a buscar los coches de los celebrantes. Había conseguido las llaves, aunque no quería imaginar cómo.
Bill fue hasta Andy.
– Despierta -dijo con voz queda, tan queda que solo resultaba audible a pocos centímetros.
Andy parpadeó. Me miró a mí, confundido ante el hecho de que no me estuviera sujetando. Miró a Bill, que estaba pegado a él, y parpadeó, con la impresión de que se iba a vengar de él. También se dio cuenta de que Portia estaba a su lado. Luego fijó la vista en la cabaña.
– Está ardiendo -observó, despacio.
– Sí -dijo Bill-. Todos están muertos, salvo los dos que se han marchado a la ciudad. No saben nada.
– Entonces…, ¿estas personas mataron a Lafayette?
– Sí -dije-. Mike y los Hardaway, y supongo que Jan también lo sabía.
– Pero no tengo ninguna prueba.
– Oh, creo que sí -apostilló Eric. Estaba mirando dentro del maletero del Lincoln de Mike Spencer.
Todos fuimos allí. Para la visión mejorada de Eric y Bill no fue difícil descubrir los rastros de sangre, ropas manchadas y una cartera. Eric cogió la cartera y la abrió con cuidado.
– ¿De quién es? -preguntó Andy.
– Lafayette Reynold -dijo Eric.
– Así que si dejamos los coches como están y nos largamos, la policía sabrá lo que hay en el maletero y quedaré libre de sospecha.
– ¡Gracias a Dios! -dijo Portia, suspirando. Su cara plana y el denso pelo castaño brillaron al ser alcanzados por un rayo de luz de luna que se filtraba entre los árboles-. Andy, vámonos a casa.
– Portia -dijo Bill-, mírame.
Ella lo miró, y luego apartó la vista.
– Siento haberte metido en esto -se excusó ella con rapidez. Estaba avergonzada por disculparse ante un vampiro-. Solo quería que uno de estos me invitara, para así averiguar lo que había pasado.
– Sookie lo hizo por ti -añadió Bill con suavidad.
La mirada de Portia se clavó en mí.
– Espero que no lo pasaras muy mal, Sookie -dijo, sorprendiéndome.
– Fue horrible -admití. Portia se encogió-. Pero se acabó.
– Gracias por ayudar a Andy.
– No estaba ayudando a Andy. Estaba ayudando a Lafayette -restallé.
Ella tomó aire.
– Por supuesto -dijo con cierta dignidad-. Era tu compañero de trabajo.
– Era mi amigo -corregí. Su espalda se envaró.
– Tu amigo -repitió.
El fuego devoraba la cabaña, y pronto acudirían la policía y los bomberos. Era hora de largarse.
Me percaté de que ni Eric ni Bill se proponían eliminar los recuerdos de Andy.
– Mejor que salgáis de aquí -le dije-. Vete a casa con Portia y decidle que jure que estuvisteis allí toda la noche.
Sin decir una palabra, hermano y hermana se subieron al Audi de ella y se marcharon. Eric se metió en el Corvette para volver a Shreveport, y Bill y yo nos fuimos en dirección a su coche, oculto en los árboles próximos a la carretera. Me llevó a cuestas, como le gustaba hacer. Tenía que admitir que a mí también me gustaba de cuando en cuando. Sin lugar a dudas, esta era una de esas veces.
No faltaba mucho para que amaneciera. Una de las noches más largas de mi vida estaba a punto de concluir. Me apoyé contra el asiento del coche, extenuada.
– ¿Adónde ha ido Calisto? -pregunté a Bill.
– Ni idea. Va de un sitio a otro. Son pocas las ménades que sobrevivieron a la pérdida de su dios; las que lo hicieron se dispersaron entre los bosques, y desde entonces vagan por ellos. Antes de que su presencia sea advertida, cambian de lugar. Se les da bien. Les encantan la guerra y su locura. Siempre están cerca de un campo de batalla. Creo que todas se irían a Oriente Medio si allí hubiera más bosques.
– Y Calisto estaba aquí porque…
– Solo pasaba por la zona. Se ha quedado dos meses, ahora se marcha. ¿Quién sabe adónde? A las Everglades, o tal vez siga el río hasta las Ozark.
– Me resulta difícil de creer que Sam…, eh, hiciera buenas migas con ella.
– ¿Así lo llamas? ¿Nosotros solo hacemos buenas migas?
Lo agarré del brazo, lo que se parecía bastante a apretar un tarugo de madera.
– Tú… -dije.
– Tal vez solo quisiera desmelenarse un poco -comentó Bill-. Para Sam es complicado encontrar a alguien que sea capaz de aceptar su auténtica naturaleza. -Bill hizo un alto significativo.
– Tienes razón. -dije. Recordé a Bill cuando volvía a la mansión de Dallas, todo rosado, y tragué saliva-. Pero la gente que se ama no se separa a la ligera. -Pensé en cómo me había sentido cuando supe que se le había visto con Portia, y también en cómo reaccioné cuando lo vi durante el partido. Extendí la mano sobre su muslo y le di un apretoncito suave.
Con los ojos fijos en la carretera, sonrió. Sus colmillos salieron un poquitín.
– ¿Qué pasó con los cambiaformas de Dallas? -pregunté tras un momento.
– Lo arreglamos en una hora, o más bien lo hizo Stan. Les ofreció su rancho las noches de luna llena durante los cuatro meses siguientes.
– Qué amable.
– Eso no le cuesta nada. Y además él no puede cazar a cierto ciervo, como Stan mismo señaló.
– Oh -dije al comprenderlo-. Oooooh -añadí después de un instante.
– Ellos sí lo pueden cazar.
– Lo pillo.
Cuando volvimos a casa, faltaba muy poco para que amaneciera. Eric ya estaría en Shreveport. Mientras Bill se duchaba, comí un poco de mantequilla de cacahuete y gelatina, ya que llevaba sin tomar nada desde ya no recordaba cuándo. Luego me cepillé los dientes.
Al menos Bill no tenía que irse corriendo. Había dedicado varias noches a crear un hueco para él en mi casa. Quitó el fondo del armario de mi antiguo dormitorio, el que había usado durante años antes de que mi abuela muriera y yo me mudara al suyo. Había transformado el suelo del armario en una trampilla, para así poder abrirla, trepar dentro y cerrarla después. Nadie lo sabía excepto yo. Si aún estaba despierta cuando él se iba a dormir, le colocaba un par de zapatos y una maleta en el armario para darle un aspecto más natural. Bill dormía dentro de una caja, lo que no era un lugar muy limpio. Aunque solo lo utilizaba de vez en cuando.
– Sookie -me llamó desde el baño-. Ven, voy a cepillarte.
– Pero si me cepillas me costará dormir.
– ¿Por qué?
– Porque me frustrarás.
– ¿Te frustraré?
– Porque estaré limpia pero… me sentiré falta de cariño.
– Amanecerá en breve -afirmó Bill, con la cabeza por fuera de la cortina del baño-. Tendremos más tiempo mañana a la noche.
– Si Eric no nos hace ir a algún sitio -musité cuando su cabeza se hallaba bajo el agua de nuevo. Como de costumbre, acababa con casi toda mi agua caliente. Me quité los pantalones cortos y decidí tirarlos al día siguiente. Me saqué la camiseta por la cabeza y me tendí en la cama para esperar a Bill. Al menos mi nuevo sujetador estaba intacto. Me giré hacia un lado y cerré los ojos para atenuar la luz que provenía de la puerta del baño.
– ¿Cariño?
– ¿Ya has salido de la ducha? -pregunté medio dormida.
– Sí, hace unas doce horas.
– ¿Qué? -Abrí los ojos de par en par. Miré a las ventanas. No era noche cerrada pero sí estaba muy oscuro.
– Te has quedado dormida.
Tenía una manta encima, y aún llevaba puestos el sujetador azul acero y las bragas de la otra noche. Me sentía como un trozo de pan enmohecido. Mire a Bill. Estaba desnudo.