– No te vayas lejos -dije y fui a hacer una visita al baño. Cuando volví, Bill me estaba esperando en la cama, apoyado sobre un codo.
– ¿Has visto lo bien que me queda la ropa que me conseguiste? -Di una vuelta para que me apreciara en su justa medida.
– Encantador, pero creo que llevas demasiada ropa para la ocasión.
– ¿Qué ocasión es esa?
– El mejor sexo de tu vida.
Una ola de lujuria me recorrió, pero no dejé que mi cara lo reflejara.
– ¿Estás seguro de que será el mejor?
– Por supuesto -dijo él, con una voz tan fría y suave que era casi como si el agua fluyera entre las rocas-. Estoy seguro, y te lo voy a demostrar.
– Adelante -lo invité con una sonrisa en los labios.
No veía sus ojos, pero sí advertí que me devolvía la sonrisa.
– Encantado -dijo.
Poco tiempo después yo trataba de recuperarme y él estaba tirado sobre mí, con un brazo sobre mi estómago y una pierna sobre mi brazo. Tenía la boca tan cansada que apenas podía besarle el hombro. La lengua de Bill se dedicaba a lamerme las pequeñas marcas de mordiscos con suma delicadeza.
– ¿Sabes lo que necesitamos? -dije, demasiado perezosa para moverme siquiera.
– ¿Qué?
– Un periódico.
Después de un largo silencio, Bill se desenrolló de mí y se acercó a la puerta principal. La chica de los periódicos se para en el camino de mi casa y me lanza el periódico al porche, ya que le pago una muy buena propina.
– Mira -dijo Bill, y abrí los ojos. Sostenía un plato recubierto de papel de aluminio. Llevaba el periódico bajo el brazo.
Salí de la cama y fuimos a la cocina. Me puse la bata rosa y lo seguí. Él aún estaba desnudo, y disfruté del espectáculo.
– Hay un mensaje en el contestador -advertí mientras preparaba café. Lo más importante ya estaba hecho. Después, desenvolví el papel de aluminio y vi un pastel recubierto de chocolate y tachonado de pacanas que se agrupaban en forma de estrella.
– Este es el pastel de chocolate de la señora Bellefleur -dije, impresionada.
– ¿Sabes de quién es solo con mirarlo?
– Claro. Es un pastel famosísimo. Una leyenda. Nada está tan bueno como el pastel de la señora Bellefleur. Cuando participa con él en la feria del condado siempre se lleva el premio. Y siempre lo hace cuando una persona muere. Jason dice que vale la pena morirse solo para conseguir un pedazo del pastel de la señora Bellefleur.
– Huele a las mil maravillas -dijo Bill, para mi sorpresa. Se inclinó y olisqueó. Bill no respiraba, así que no me imaginaba cómo era capaz de oler, pero lo hacía-. Si lo llevaras como perfume, te comería sin dudarlo.
– Ya lo has hecho.
– Otra vez.
– No me lo puedo creer. -Me serví otra taza de café. Miré el pastel, aún extasiada-. Ni siquiera tenía idea de que supiera dónde vivo.
Bill pulsó el botón del contestador.
– Señorita Stackhouse -dijo la voz de una anciana aristócrata sureña-. Llamé a la puerta, pero debía usted de estar muy ocupada. Le dejé un pastel de chocolate, ya que no sabía cómo agradecerle lo que Portia me ha dicho que usted hizo por mi nieto Andrew. Algunas personas me han comentado que el pastel está muy bueno. Espero que usted lo disfrute. Si en algún momento le puedo ser de ayuda, dígamelo.
– No ha dicho su nombre.
– Caroline Holliday Bellefleur espera que todo el mundo sepa quién es.
– ¿Quién?
Eché una mirada a Bill, que estaba junto a la ventana. Yo estaba sentada sobre la mesa de la cocina, bebiendo café en una de las tazas adornadas con flores de mi abuela.
– Caroline Holliday Bellefleur.
Bill no podía empalidecer más, pero su turbación me resultó igual de obvia. Se sentó de golpe en la silla de enfrente.
– Sookie ¿me haces un favor?
– Claro, cariño. Dime.
– Ve a mi casa y tráeme la Biblia que tengo en la librería acristalada del pasillo.
Parecía muy molesto, así que agarré las llaves del coche y conduje vestida aún con mi albornoz, con la esperanza de no encontrarme a nadie conocido por el camino. Poca gente vivía por la zona, y menos gente aún estaría fuera a las cuatro de la mañana.
Llegué a la casa de Bill y encontré la Biblia justo en el lugar donde había dicho. La saqué de la librería con mucho cuidado. Era muy antigua. Estaba tan nerviosa que casi tropecé con los escalones de casa. Bill seguía donde lo había dejado. Cuando deposité la Biblia delante de él, la contempló durante largo tiempo. Comencé a dudar si la cogería. Pero no pidió ayuda, así que aguardé. Por fin colocó la mano sobre ella, y los níveos dedos acariciaron la cubierta de cuero. El libro era enorme, y la letra dorada de la cubierta muy elaborada.
Bill abrió el libro con delicadeza y giró la página. Miraba un árbol genealógico, escrito con tinta desvaída y diferente letra en cada entrada.
– Estas son mías -susurró-. Estas de aquí. -Señaló unas pocas líneas.
Tenía el corazón en la garganta cuando rodeé la mesa para mirar por encima de él. Puse la mano sobre su hombro con la intención de recordarle el presente.
Apenas lo podía leer.
«William Thomas Compton», había escrito su madre, o tal vez su padre. «Nacido el 9 de abril de 1840». Otra entrada indicaba: «Fallecido el 25 de noviembre de 1868».
– Tienes un cumpleaños -comenté antes de darme cuenta de la estupidez que había soltado. Nunca había caído en la cuenta de que tuviera uno.
– Fui el segundo hijo -dijo Bill-. El único que creció.
Recuerdo que Robert, el hermano mayor de Bill, había muerto cuando tenía doce años o algo así, y otros dos niños habían muerto en la infancia. Todos estos nacimientos y muertes habían quedado registrados en la página que descansaba bajo los dedos de Bill.
»Sarah, mi hermana, murió sin hijos. -Ya me lo había dicho-. Su marido, un hombre joven, murió en la guerra. Todos los hombres jóvenes morían en la guerra. Pero yo sobreviví, solo para caer después. Esta es la fecha de mi muerte, al menos en lo que respecta a mi familia. Está escrita con la letra de Sarah.
Apreté los labios para no emitir ni un sonido. Había algo en la voz de Bill y en la forma en que tocaba la Biblia que emanaba un profundo pesar. Los ojos se me llenaron de lágrimas.
»Aquí está el nombre de mi esposa -dijo, con voz más queda a cada segundo que pasaba.
Me incliné una vez más para leer: «Caroline Isabelle Holliday». Por un segundo, la habitación empezó a dar vueltas a mi alrededor, hasta que me di cuenta de que no podía ser.
»Y tuvimos hijos -continuó-. Tres hijos.
Sus nombres también estaban allí. «Thomas Charles Compton, n. 1859». Había quedado embarazada justo después de casarse.
Nunca tendría un hijo con Bill.
«Sarah Isabelle Compton, n. 1861». Llamada así por su tía y por su madre. Había nacido justo cuando Bill había marchado a la guerra. «Lee Davis Compton, n. 1866». Nació justo cuando él volvió a casa. «Muerto en 1867», había añadido una mano diferente.
»Los bebés morían como moscas por entonces -susurró Bill-. Tras la guerra no teníamos nada, ni siquiera medicinas.
Estaba a punto de largarme de la cocina, pero me di cuenta de que si Bill era capaz de aguantarlo, yo debía hacerlo también.
– ¿Y los otros dos niños? -inquirí.
– Vivieron -dijo, y la tensión de su cara disminuyó un poco-. Entonces fue cuando los abandoné. Tom solo tenía nueve años cuando morí, y Sarah contaba con siete. Era rubia, como su madre. -Bill sonrió un poco, una sonrisa que nunca había visto antes reflejarse en su cara. Tenía un toque muy humano. Era como ver a una persona diferente sentada allí, en la cocina, alguien que no era el mismo con quien había hecho el amor hacía una hora. Saqué un pañuelo de papel de la caja y me limpié la cara. Bill estaba llorando; le alargué otro. Me miró con sorpresa, como si hubiera esperado ver algo diferente…, tal vez un pañuelo de algodón con iniciales. Se lo pasó por las mejillas. El pañuelo se volvió rojo.