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– Está bien -dijo, y dio a Meisel su nombre, anunciándole que esperaría la llamada en la pensión San Giovanni.

– Estaré allí dentro de una hora. Desde entonces me encontrará en cualquier momento. Si pasara antes por aquí pídale que espere mi llamada. Le llamaré en cuanto llegue a la pensión San Giovanni.

– Muy bien. Se lo diré.

Todo seguía siendo normal cuando Peter terminó con sus llamadas. Nadie le miraba, nadie se había detenido en las proximidades. Aquella normalidad debía serenar a Peter; pero, lejos de eso, le excitaba. Las cosas no eran lo que parecían. Era imposible.

Fuera ya de la cabina, respiró hondo y miró a su alrededor. Aún había luz, pero las sombras habían comenzado a filtrarse. Para llegar a la ciudad tenía taxis o un autobús a medio llenar. Bastaba una experiencia con taxistas mafiosos. Prefirió el autobús y se sentó atrás. Allí observó a los pocos que habían subido antes que él y estudió a los que subieron después, hasta que el autobús se puso en marcha. Recorrieron la larga calle de salida del aeropuerto y tomaron la carretera que conducía a Roma.

La noche había caído cuando el vehículo se internó en los suburbios de la ciudad. Ahora llovía. Recorrieron calles atestadas de automóviles, minúsculos Nuova 500, los pequeños 600 y los 124, un poco más grandes. Bloqueaban las aceras, estacionados en apretada línea; inundaban las calzadas, moviéndose junto con el autobús. Se detenían y arrancaban con las luces de los semáforos, y en los espacios libres correteaban como ratones, al son de sus musicales bocinas. Peter los observaba, pero ninguno de ellos parecía perseguir un propósito siniestro. Estudió a sus compañeros de viaje, pero todos ellos miraban por la ventanilla.

Pasaron junto a unas ruinas oscuras, mojadas por la lluvia, que se levantaban sobre una loma cubierta de césped. Luego llegaron al Coliseo, brillantemente iluminado, lo bordearon un trecho y se apartaron para subir una cuesta. Era el primer vistazo que echaba Peter a aquellas imponentes ruinas después de siete años; era la primera vez que las veía de noche, pero no se volvió a mirar los muros bañados de luz que quedaban a sus espaldas.

La lluvia había amainado hasta transformarse en una blanca llovizna, cuando el autobús se detuvo en las oficinas de la compañía de aviación, próximas a la estación ferroviaria. No eran aún las dieciocho y Peter volvió a llamar al 4674. El recepcionista Breslin estaba aún en su puesto, pero Herndon Tolliver no había vuelto.

Compró un plano de la ciudad y localizó los lugares que le interesaban. El resultado no le hizo muy feliz. La Via Liguria, donde estaba la tienda de artículos de cuero, la Via Emilia, donde estaba la pensión San Giovanni, la Via Ludovisi, donde estaba el Savoy Albergo, y la Via Vittorio Veneto, donde estaba la embajada, eran las cuatro calles que encuadraban una pequeña manzana, y todos esos puntos estaban a pocos pasos unos de otros. Y bien, haría lo que pudiera.

Salió y tomó un taxi verde y negro; pero esta vez se aseguró de que era él quien escogía el taxi y no el taxi a él.

– Savoy Albergo -dijo al conductor, y siguió el recorrido en el plano.

El conductor le llevó bien.

Cuando bajó frente al hotel vio que un Simca rojo, en el que viajaban dos muchachos, aparcaba en doble fila unos veinte metros más atrás. Peter había estado buscando el automóvil que le seguía. Era ése. Era el momento de librarse de él y de los hombres que lo conducían.

Ascendió los escalones de piedra y atravesó las puertas de cristal del hotel. Cruzó el vestíbulo y, como había hecho en el Shoreham, salió por la puerta a otra calle. Caminó una manzana más, controlando la gente y los automóviles; luego regresó a la Via Emilia y entró en la pensión San Giovanni a las dieciocho y quince para ocupar su habitación.

Martes 18.15-22.25 horas

La Pensione San Giovanni era un hotel familiar, que en otro tiempo había sido una elegante residencia privada. Era un edificio de cuatro pisos, que asomaba su estrecha fachada sobre la Via Emilia, encajonado entre otros dos edificios similares. La fachada estaba cubierta de hiedra y ante ella se extendía un pequeño aparcamiento circular, atestado de automóviles.

Dentro dos habitaciones con suelo de losas constituían el vestíbulo. A la izquierda estaban la gerencia y la mesa de recepción; a la derecha el escritorio del conserje, junto a la puerta del comedor. Peter se presentó al gerente, un hombre joven de pelo claro y espeso bigote, que hojeó su pasaporte y entregó la llave a un muchacho flaco, vestido con guardapolvo y delantal.

– Habitación cincuenta y siete -anunció a Peter-. ¿Sabe por cuánto tiempo va a permanecer entre nosotros?

Peter le dijo que no lo sabía.

– ¿No ha habido llamadas para mí? -preguntó, antes de alejarse.

– No, señor. Todavía no. ¡Ah!, el alojamiento es con media pensión. Desayuno y una comida. Si usted desea almorzar aquí, el almuerzo se sirve de doce a catorce; si desea cenar puede hacerlo de diecinueve a veintiuna.

Peter le dio las gracias y siguió al muchacho flaco. Después de doblar un recodo desembocaron en un pequeño hall de mármol y subieron a un minúsculo ascensor con estrechas puertas de dos hojas y paredes de madera. Adosados a la pared posterior había un espejo y un banco plegable rojo, y en uno de los laterales se habían fijado los menús del día. El ascensor sólo llegaba hasta el tercer piso y el muchacho condujo a Peter a través de un hall alfombrado y ascendió un tramo de escalera hasta el cuarto piso. Allí abrió la puerta de la izquierda e hizo pasar a Peter a una amplia habitación color crema con vista a la calle. Había un armario a la derecha de la puerta; camas gemelas contra la pared; veladores y un teléfono, tres sillas, una mesa y varias alfombras pequeñas distribuidas sobre el suelo. El baño era amplio y los accesorios no diferían mucho de los del Emerson de Washington.

Una vez que despachó al muchacho, con la correspondiente propina, Peter echó la llave, se sentó en la cama más próxima al teléfono y llamó una vez más a la embajada. Eran las dieciocho y treinta y cinco y lo atendió el centinela de guardia. Herndon Tolliver no estaba y el edificio ya estaba cerrado. Llamó al número particular de Tolliver y no obtuvo respuesta. Lanzó una maldición y se acercó a la ventana, levantó las persianas, corrió las cortinas y abrió las dos hojas. Ya era noche cerrada y el cielo estaba veteado de nubes. Letras de neón amarillo anunciaban el Capriccio Night Club en la esquina. Al nivel de la calle fulguraban otras luces. Más arriba las ventanas permanecían cerradas y todo estaba oscuro. Pasó un automóvil y otro estacionado junto a la acera se puso en marcha y abandonó la fila; pero las aceras estaban desiertas.

Peter fumó un cigarrillo mientras estudiaba la escena. Luego arrastró la mesa y una silla hasta que quedaron bajo la luz central y pasó una hora redactando un informe para Brandt. En él detallaba el vuelo y sus sospechas sobre el hombre del diente negro y su esbelto acompañante. Si algo le ocurría por lo menos tendría fichados a los sospechosos.

Llamó dos veces más al número particular de Tolliver, mientras trabajaba, pero con los mismos resultados. No hubo respuesta. Terminó de cifrar el informe, lo controló y lo puso en uno de los sobres especiales de Brandt. Luego lo llevó al escritorio del conserje para que saliera en el primer correo.

Pidió la cena y le sirvieron puré de guisantes, pollo frito a la Florentina y una jarra de vino blanco no muy bueno. Dio al camarero el número de su habitación, se cercioró en la mesa de recepción de que no había llamadas para él, recogió su pasaporte y volvió a la habitación. Eran las veinte y quince.