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– ¿Y ahora adónde vamos? -preguntó, después de guardar su libreta.

– Más lejos de lo que creía. Necesito el automóvil para ir a Florencia. ¿Puede dejarme en la carretera correspondiente y regresar a su casa por sus propios medios?

– ¿Florencia? -Del Strabo rió y puso el automóvil en marcha-. Eso queda lejos.

– Y tengo que llegar rápidamente.

Peter se tragó dos aspirinas juntas y guardó el resto en un bolsillo.

– ¿Consiguió todo lo demás?

– ¡Oh, sí! El pasaporte está en blanco. Es una réplica de un pasaporte norteamericano, pero tendrá que llenarlo usted mismo. Tiene el sello de una entrada en Italia y tengo el sello para su fotografía. ¿No tiene alguna encima?

– No tengo nada encima. Me aporrearon y me desvalijaron.

– ¿Algún delincuente compatriota mío o alguien vinculado con sus negocios?

– Fue por mis asuntos. ¿Trajo un recibo por el dinero, el automóvil, el arma y demás? Se lo firmaré.

– Todo está en orden. Ya nos ocuparemos de eso a su debido tiempo.

– Tengo prisa, Vittorio.

– Por supuesto. Y yo lo llevaré con toda rapidez.

– ¿Usted? -Peter se irguió en su asiento-. Usted no va…

– Sí que voy. Este es mi automóvil y estoy muy orgulloso de él. No lo dejaría en manos de alguien que tiene aspecto de no poder conducirlo durante más de cien metros.

– Vittorio, su compromiso con Brandt se limita a Roma. Soy yo quien debe correr el riesgo. Usted no puede ir.

– Mi estimado amigo -dijo Del Strabo, mientras doblaba por la Via Veneto y se confundía con el tránsito, bastante activo aún-: hace cuatro años que soy representante de Brandt en Roma. He recibido órdenes, he recogido información, he actuado como anfitrión de los agentes como usted, satisfaciendo sus necesidades… algunas de ellas ilegales, como las suyas; corriendo toda clase de riesgos, pero perdiéndome siempre el placer de la cacería. Eso parece estar reservado para usted. Esta es mi oportunidad de escapar por un momento al espantoso tedio de una organización comercial de corte familiar. Cuando supe que estaba en dificultades me dije: he ahí un hombre que necesita ayuda. He ahí mi oportunidad de divertirme un poco. Disculpe, amigo, pero si este automóvil va a Florencia, lo conduciré yo.

– Mire, no voy a discutir con usted -dijo Peter-. Esto no va a ser divertido; va a ser peligroso. No permitiré que corra el riesgo.

– Permite que corra el riesgo de falsificar pasaportes… Además estoy de acuerdo en que no quiera discutir. No parece estar en forma para una discusión.

– Escúcheme, Del Strabo -dijo Peter con acento fatigado-: no conoce este trabajo. Es sólo un contacto, alguien de la subestructura de nuestra organización. No tiene el entrenamiento que se requiere para la verdadera labor que se cumple en ella. Nadie le ha enseñado a disparar, a pelear. No tiene la preparación física, los reflejos…

Del Strabo rió.

– No es muy lisonjero que digamos, ¿eh?

Pero en este momento diría que estoy bastante menos endeble e indefenso que usted. En cuanto a disparar, amigó, tengo mis buenas medallas. Tiro al pichón, al blanco, rifle, pistola. Es un deporte que practica toda mi familia. Me he criado manejando armas.

– Y apostaría a que también se crió con una gobernanta inglesa.

– ¡Qué buen detective es usted!-celebró Del Strabo-. Pero mírese, amigo. ¿Es capaz de llegar desde aquí hasta la autostrada? ¿Tiene carnet internacional de conductor? ¿Siquiera sabe cómo se maneja este automóvil? Si la velocidad y la seguridad son fundamentales, le soy indispensable. Conmigo al volante estará allí a las cinco de la mañana. Conozco muy bien el camino.

– Usted es un inconsciente, Vittorio. Puede que lo maten en este asunto.

– ¿Y qué? No concedo ninguna importancia al momento en que uno muere. Lo que importa es cómo vive uno. Me contará de qué se trata durante el viaje. Luego dormirá un poco y llegará a Florencia descansado. Le aseguro que es la única salida.

– Mi negocio es con la mafia. ¿Qué le parece?

Del Strabo rió.

– Imperdonables pecadores esos mafiosos. Una mancha sobre Sicilia y sobre el pueblo italiano. ¿Vamos a matar a alguno? Por suerte traje un revólver para cada uno.

– Quizá ellos nos maten a nosotros.

– Por supuesto. No pretendo que se queden quietos mientras hacemos puntería. Esto promete ser muy estimulante. Cuénteme algo más.

Miércoles 5.10-5.35 horas

Eran las cinco y diez y el cielo estaba densamente nublado, cuando el veloz Mercedes de Del Strabo entró en Florencia por la Via Donato Giannotti y cruzó como una exhalación la Piazza Gavinana. Junto a él, Peter Congdon dormía. Llevaba dos horas y media durmiendo; dormía desde el instante en que abandonaron el tránsito de Roma, para internarse en la autostrada y Peter terminó su relato sobre el asunto entre manos y su exposición de lo que podía ser la recepción en Florencia. A Del Strabo le había parecido fascinante. Una película norteamericana, caramba.

Pero al llegar a la ribera sur del Amo, el italiano extendió una mano y sacudió al detective dormido.

– ¡Eh, amigo Peter! Estamos llegando.

Peter se movió en su asiento y luego se irguió de un salto e introdujo la mano bajo la chaqueta. La nueva automática no calzaba muy bien en una cartuchera destinada a otra arma.

– ¿Qué? ¿Dónde?

– ¡Qué despertar tan dramático!-rió Del Strabo-. ¿Siempre se despierta así?

Peter recorrió con la vista la calle vacía, iluminada aún por los faroles eléctricos, los edificios que desfilaban por el lado de Del Strabo y los árboles, paredones y cercas que pasaban junto a él. La claridad de los faroles era fantasmal y todo resultaba silencioso y extraño. Una motocicleta que cruzaba un puente, a lo lejos, era la única fuente de ruido o movimiento. Peter no respondió a la pregunta de Del Strabo ni quitó la mano de la culata del arma.

– ¿Esto es? -preguntó.

– Esta es la bella Florencia, la joya de Italia. Pensé que le gustaría contemplarla antes de llegar a destino. El Amo corre a su lado, detrás de esos muros, aunque no lo vea. Pasa por debajo de aquel puente.

– ¿No me diga?

Peter se enderezó. Del Strabo había echado la negra capota del Mercedes al llegar a la autostrada y el detective tuvo que asomarse a la ventanilla para contemplar la ciudad.

– El cuatro de noviembre, hace un año -dijo Del Strabo-, el Amo llegaba a un metro por encima de nuestras cabezas en este sector. Ahora está muy bajo. El último mes de noviembre llovió bastante aquí y los florentinos se pusieron muy nerviosos. Pero el río está bajo. Y lleno de barro.

Peter no tenía interés por el Amo. Estudiaba el terreno y trataba de detectar otros automóviles con los ojos y los oídos.

– Sí, supe que tuvieron una inundación -fue todo su comentario.

Del Strabo le sonrió.

– Pasaremos sobre el río -dijo-. Pero no por este puente.

Bordearon la rotonda de césped, próxima a la entrada del puente, y siguieron bordeando la margen sur rumbo al próximo.

– Entre paréntesis, ¿cómo anda su cabeza? -se interesó Del Strabo.

– Mejor. Pero todavía la siento.

Peter abrió la caja de aspirinas y se tragó dos más.

– ¿Sólo la siente? Lo dejan inconsciente de un golpe y ya está de pie persiguiéndolos. Debe tener un cráneo de piedra.

– Y además tengo piedras dentro del cráneo.

El paredón que bordeaba el Amo era bajo, ahora, con postes de alumbrado como soporte de los tramos reparados. Peter bajó el cristal de su ventanilla y contempló los edificios que se levantaban sobre la otra margen del río, a unos doscientos metros de distancia, envueltos en el sereno nimbo de las luces callejeras.