– ¿No es muy bonito? -comentó Del Strabo, observándolo.
– Está bromeando -dijo Peter-. ¿Por ventura cree que puedo pensar en la belleza en un momento como éste?
– ¿Y de qué se preocupa? Aquí estoy yo.
– Esa es una de mis preocupaciones.
– La suya es la actitud de un hombre con dolor de cabeza, amigo Peter. ¿Sabe dónde está la Via dei Saponai? ¿Tiene un mapa de Florencia? ¿Qué haría si estuviera solo…? Que según dice es lo que querría…
– ¿Sabe dónde queda? -preguntó Peter con mansedumbre.
– Sí, pero es un lugar muy recoleto y lo conozco porque amo Florencia. En algunos aspectos la amo más que a Roma, y Roma es mi ciudad -declaró ampulosamente-. Roma es para los poderosos. Roma es para la carne. Pero Florencia es para el alma. ¿Se da cuenta? Estoy pensando en su alma.
– Y yo estoy pensando en el alma de esa chica… y tratando de que se conserve dentro de su cuerpo.
– Y para eso me necesita. ¿Está o no de acuerdo?
– Está bien. Estoy de acuerdo -admitió Peter con un suspiro.
Giraron para cruzar el puente llamado Ponte alie Grazie, y Del Strabo dijo:
– Estamos muy cerca. Pero todo está muy cerca en Florencia.
Pasaron junto a dos policías con uniformes oscuros y gorras planas con visera. Parecían encaminarse juntos a su puesto. Peter consultó el reloj. Eran las cinco y cuarto. Echó una ojeada al cielo oscuro.
– ¿A qué hora aclara por aquí?
Del Strabo rió.
– ¿Espera que esté enterado de eso, amigo mío? Desde que tenía trece años no me levanto al amanecer.
Al salir del puente apoyó una mano sobre el brazo de Peter y su tono cambió bruscamente.
– Bueno, ahora estamos cerca. Es a la izquierda, detrás de esos edificios de piedra. Se puede decir que hemos llegado.
Entraron por una estrecha calleja, en la que apenas cabía el Mercedes. A ambos lados había angostísimas aceras y altos edificios de piedra, cuyas plantas superiores sobresalían amenazadoras sobre sus cabezas.
Luego emergieron a una pequeña plazoleta empedrada en la que había varios automóviles estacionados y una estatua cerca del Lungarno Generale Díaz, que bordeaba el margen norte del río. A lo lejos se oía el ruido de otro automóvil, pero todo lo demás estaba en silencio.
Peter conservaba la mano dentro de la chaqueta. El contacto con la automática le daba confianza. Esperó que Del Strabo le diera instrucciones.
El Mercedes cruzó la plazoleta y se internó en la callejuela opuesta.
– Y aquí estamos, amigo Peter. Via dei Saponai, y sin enemigos a la vista.
El tono de Del Strabo era ligero, pero alerta.
– ¿Dónde es el número dieciséis? -preguntó Peter.
– Debe estar un poco más delante. Podemos estacionar delante.
– Delante no. Nunca se estaciona delante de donde va. Es lo mismo que poner un letrero anunciando su presencia.
Del Strabo rió.
– Disculpe. Soy un principiante.
Sin vacilar dio marcha atrás y se detuvo junto a uno de los automóviles estacionados en la plazoleta.
– ¿Qué le parece aquí?
– O.K., pero ahora andando. Y no golpee la portezuela al cerrarla.
– Relájese un poco, amigo Peter.
– Cuando el senador me firme un recibo contra entrega de esa damisela podré relajarme. Me relajaré como nadie lo ha hecho hasta ahora. Pero hasta entonces no.
Peter salió del automóvil; al ponerse de pie un vahído lo obligó a aferrarse a la portezuela, para que Vittorio no advirtiera el bamboleo. Cuando recuperó el equilibrio, cerró la portezuela con cuidado y avanzó resueltamente. Mientras cruzaba la plazoleta, rumbo a la Vía dei Saponai, se sintió más fuerte.
– Este es el número dos -dijo indicando el primer portal enmarcado por una gran arcada y con un pequeño número pintado en un rectángulo blanco, a un lado.
– ¿Se siente bien, amigo Peter?
Peter palmeó el brazo de Vittorio.
– Bárbaro -respondió-. Busquemos el número dieciséis.
Se adelantó con paso más firme y comenzaron a recorrer la callejuela, bajo la luz de grandes focos con tulipas de vidrio que asomaban a más de cinco metros sobre sus cabezas y proyectaban semielipses de luz ambarina sobre las paredes adyacentes. A la derecha se alineaban edificios de apartamentos, con enormes puertas de madera y tiendas con los cierres metálicos cerrados. A la izquierda había andamios sobre un gran edificio comercial e industrial y signos aún visibles de los daños causados por la inundación.
En algún sitio sonó la campanilla de un despertador, que fue rápidamente silenciada. A lo lejos se oían los motores de dos motocicletas, y un hombre cruzó la Piazza dei Giudici, al final de la calle, empujando un carrito. El cielo estaba oscuro como a medianoche, pero Florencia comenzaba a despertar.
Encontraron el portón que tenía el número dieciséis y no hubo necesidad de tocar el timbre para entrar. Las dos hojas de la puerta estaban abiertas de par en par y la de la izquierda estaba apuntalada. El corredor de suelo de mármol también mostraba los daños de la inundación. Las aguas habían carcomido el revoque hasta un metro de altura y los ladrillos habían quedado a la vista. Una simple bombilla iluminaba el pequeño hall en que terminaba el corredor. De allí partía una escalera que ascendía primero hacia la izquierda y luego doblaba hacia la derecha. Más allá de la escalera, tres peldaños descendían a un oscuro y estrecho corredor que conducía a un patio interior. La puerta de entrada tenía unos dos metros de altura, arrimada a una de las paredes, y junto a ella, una bolsa semivacía de Casal Bosca, un montoncito de arena y algunas herramientas.
– Y bien -dijo Del Strabo, señalando las puertas abiertas-. Esto facilita las cosas.
– Espero que sólo nos las facilite a nosotros -comentó Peter, mientras trataba de cerrarlas.
No lo logró. Faltaban los goznes. Corrió entonces hacia la escalera y trepó los peldaños de dos en dos. En el primer piso había otra bombilla que iluminaba el pallier, y dos apartamentos. La puerta de la derecha estaba próxima a la escalera y tenía timbre, pero ninguna placa que indicara el nombre de sus moradores. Peter oprimió el timbre en el instante en que Del Strabo lo alcanzaba. El débil campanilleo les llegó desde alguna habitación interior. Esperaron. Peter movía la automática dentro de la cartuchera con mano nerviosa. Volvió a oprimir el timbre insistentemente; luego apoyó el oído contra la puerta, tratando de detectar algún movimiento en el interior. El dolor de cabeza había desaparecido; todo había desaparecido, salvo su concentración en los signos de vida detrás de aquella puerta.
Pero nada pudo oír.
Del Strabo observó a Peter y trató de escuchar también.
– Malo, malo, ¿eh?-susurró, meneando la cabeza-. Quizá no hayamos sido los primeros en llegar, después de todo.
– Tenemos que saberlo y no tengo con qué abrir la cerradura -gruñó Peter.
Volvió a tocar el timbre. Esta vez fue un largo timbrazo y esperó con el oído alerta durante medio minuto. Probó el picaporte, pero la puerta no cedió. No esperaba que estuviera abierta.
– Por aquí no hay nada que hacer -dijo, volviendo hacia la escalera-. Intentemos por atrás.
El estrecho corredor trasero se abría sobre un patio de modestas dimensiones y suelo empedrado que dejaba sitio para algunos alcorques con arbusto^. Allí no había luz y la oscuridad les impidió distinguir nada en un principio. La única claridad era la que se filtraba a través de unas persianas del segundo piso de una casa vecina.
Luego sus ojos se acostumbraron y pudieron distinguir una alta ventana con las persianas cerradas, a la derecha de la puerta. Sobre esa ventana, a unos seis metros del suelo, se veía otra, más pequeña, cuyas persianas estaban abiertas.
– Es esa de arriba -susurró Peter.
– Qué amable -comentó Del Strabo, también en un susurro-. Deja abierta la puerta de la calle y ahora la ventana.