El timbre sonó por tercera vez, y cuando el ruido cesó, Karen, que hasta ese instante había permanecido silenciosa y pasiva, se acercó a la puerta y preguntó:
– ¿Quién es?
Del otro lado llegó una voz masculina:
– Peter Congdon. He venido a defenderla de la mafia.
Peter sintió un estremecimiento al escuchar su nombre. Eran ellos. Ya no cabía duda.
– ¿Qué quiere a esta hora? -exclamó Karen, sin que nadie se lo indicara, y se echó atrás.
Actuaba bien… Había puesto la nota precisa de fastidio en su pregunta. Peter levantó una ceja a guisa de felicitación.
– Déjeme entrar. La mafia está sobre su pista. Tengo que sacarla de aquí.
Karen miró a Peter a la espera de instrucciones. Había aumentado la presión de sus dedos sobre el brazo de la muchacha, pero ninguno de los dos lo advertía.
– Pídale el santo y seña -murmuró.
Ella se inclinó, obediente.
– ¿Cuál es el santo y seña?
– El Himno de Batalla de la República. Rápido. Abra.
Ella hizo una señal de asentimiento, y Peter le susurró:
– Pídale que pase su pasaporte bajo la puerta.
– Quiero ver su pasaporte -dijo ella-. Páselo por debajo de la puerta.
– Ya le he dado el santo y seña. Déjese de historias. La mafia llegará en cualquier momento.
– No me basta con el santo y seña -replicó ella con el mismo dejo de glacial autoridad con que les había dado órdenes en el dormitorio-. Quiero más pruebas. Si usted es Peter Congdon, muéstreme su pasaporte.
El hombre gruñó algo y hubo una pequeña demora. Luego vieron un pequeño rectángulo azul-grisáceo que se deslizaba bajo la puerta. Peter se apresuró a levantarlo. Era su pasaporte. Se lo mostró a la chica y señaló la fotografía y su rostro. Ella asintió con la cabeza.
– Dese prisa, ¿quiere? -urgió la voz de fuera-. Es cuestión de vida o muerte.
– Dígale que si -susurró Peter-. Luego vaya a buscar su revólver. Si consiguen pasar sobre nosotros, no les haga desnudarse. Mátelos.
– Está bien, Peter -dijo ella dirigiéndose al hombre de fuera, y se alejó en puntillas hacia el dormitorio. Peter señaló los cerrojos e hizo una seña afirmativa a Vittorio. Luego se ciñó a la pared, junto a la puerta, mientras Vittorio abría los cerrojos, hacía girar la llave y, cuidando de mantenerse bien atrás, abría la puerta.
La hoja no se había abierto más de quince centímetros cuando el hombre de fuera se lanzó contra ella y entró. La hoja se abrió bruscamente golpeando a Vittorio y lanzándolo hacia atrás. Peter tuvo que apresurar su maniobra y no logró descargar con suficiente fuerza la culata de su revólver sobre la nuca del hombre.
Sin embargo, bastó para que el intruso cayera de bruces y Peter se lanzó al pallier. Allí estaba un muchachón de ojos pequeños, rasgos gruesos y un rictus desagradable en la boca. Estaba listo para actuar y había avanzado un paso cuando su compañero cargó, pero ahora retrocedía sobresaltado. Levantó el revólver por instinto, pero no logró disparar. La automática italiana de Peter rugió y el sordo ruido del impacto se mezcló con la onda de la explosión.
El revólver voló de la mano del hombre y rodó por la escalera de mármol con un tableteo metálico. El hombre se estrelló contra la puerta de enfrente, se retorció y cayó de espaldas. El golpe de la cabeza contra el suelo de baldosas rojas retumbó contra las paredes.
Peter retrocedió al vano de la puerta y espió con precaución la escalera, cuando el revólver del caído se detuvo en el descansillo. A la luz mortecina de la bombilla pudo distinguir un rostro que miraba a Peter hacia arriba, desde el descansillo. El rostro desapareció al ver a Peter y unos pasos descendieron apresuradamente los peldaños del último tramo de escalera. Era el flaco de los ojos muertos que había viajado en jet desde Nueva York. Ahora corría a informar.
Peter bajó el revólver y se volvió. El hombre al que había derribado de un culatazo se había incorporado sobre las manos y las rodillas y Peter vio cómo Vittorio lo planchaba de otro culatazo. Vittorio levantó la vista y sonrió.
– Me gusta intervenir un poco, ¿sabe?
Peter lanzó una risita en la que había una nota áspera. No le gustaba el peligro, no le gustaba la tensión, no le gustaba matar. Guardó el revólver y se estremeció. Vittorio pasó por encima de su víctima y se asomó al pallier.
– Parece que usted tuvo sus emociones -comentó-. Está muerto, por supuesto.
– Muy muerto. Es un arma poderosa la que me dio usted.
– No sangra mucho.
– Por delante no. Quizá por la espalda o por dentro.
– ¿Son estos dos solamente?
– Hay más fuera, así que no podemos perder tiempo. Y supongo que alguien llamará a la policía.
– Vacíele los bolsillos a ese tipo -añadió señalando la sala de estar-. Yo me encargaré del otro.
Peter se acercó al muerto y le quitó la cartera, las llaves y los papeles. Todo lo que pudiera servir para identificarle. Comprobó que el hombre usaba el reloj de pulsera que le habían robado y se lo colocó en su muñeca. Sus movimientos eran silenciosos y rápidos y en ningún momento perdió de vista la escalera. No hubo interrupciones. La mafia no volvía y la gente del edificio no se atrevía a abrir las puertas.
Cuando regresó a la sala, Vittorio seguía revisando al individuo inconsciente, y Karen lo observaba, sosteniendo aún el revólver. Peter cerró la puerta con llave y corrió los cerrojos.
– Le dije que permaneciera en su dormitorio -dijo, dirigiéndose a la muchacha.
– Preferí cubrirlos desde el hall.
Era una mujer valiente, esbelta, bonita y eficaz. Había habido toda una carnicería por ella, y a ella no se le movió un pelo.
Peter la observó un instante. Quizá aquello no fuera nada para la amante de un mafioso. ¡Vaya a saber qué habría visto y hecho antes! Pero todavía le quedaba mucho camino por recorrer.
– Busque la cartera y lo que pueda llevar. Saldremos por la ventana.
– ¿Por la ventana?
– Ahora mismo. La mafia vigila la fachada y la policía llegará en cualquier momento. Saldremos por detrás a la calle que pasa más allá del patio. ¿Qué le parece, Vittorio? ¿Cómo anda su estado atlético?
– Muy bien. Y debo confesar que son las personas de ideas más originales que he conocido.
Se puso de pie con el producto de su búsqueda.
– ¿Lo dejamos así, simplemente?
– No pienso matarlo, si es que se refiere a eso. ¿Le quitó las armas y todo?
– El arma, la cartera; el arma de usted, la cartera de usted… Supongo que son suyos… Y un montón de papeles que no he tenido tiempo de mirar.
Peter tomó el revólver. Era el suyo. Lo guardó en la cartuchera y pasó la automática a un bolsillo lateral. Recogió su cartera y su certificado de salud, y Vittorio se guardó las demás cosas en un bolsillo. Regresaron al dormitorio y Peter se asomó a la ventana. El cielo estaba oscuro, a excepción de una estrella que titilaba entre las nubes. La luz de la habitación de Karen permitía distinguir las ventanas que rodeaban el patio. Todas tenían las persianas cerradas, pero podía haber ojos que espiaran a través de las rendijas.
Peter cerró también aquella persiana y comenzó a anudar las sábanas. Karen, que estaba sacando ropa del armario, le preguntó;
– ¿Qué hace?
– Confecciono una cuerda que nos permita llegar hasta la escalera que dejamos apoyada contra la pared.
– Tengo una soga -dijo la muchacha, y sacó del fondo del guardarropas un rollo de veinte metros de una cuerda de dos centímetros de diámetro.
– La compré por si acaso.
– Angel, piensa en todo.
Peter arrojó las sábanas a un lado y empujó la cama hasta la ventana. Luego ató la cuerda en torno del cuerpo central del mueble y apagó la luz. La habitación quedó a oscuras, pero la luz que llegaba de la sala de estar les bastaba para moverse. Peter volvió a abrir las persianas y arrojó el otro extremo de la cuerda a las tinieblas de fuera.