Karen se acercó a él.
– Aquí está mi bolso -dijo en voz baja-. Déme unos minutos para cambiarme de ropa.
– Póngase cualquier cosa, pero rápido.
La muchacha acababa de entrar en el baño cuando se oyó el aullido de una sirena. Peter se volvió.
– Karen.
Ella también la había oído y salió en camisón.
– Coja un abrigo. Póngase un abrigo. Tenemos que salir.
Karen corrió al armario y descolgó un abrigo. Vittorio la ayudó a ponérselo. La chica trepó a la cama, en donde Peter estaba probando los nudos de la cuerda.
– ¿Mi bolso?
– Yo lo tengo.
– ¿Qué vamos a hacer?
– Agárrese a mi cuello.
Peter se arrodilló en el antepecho de la ventana.
– Acuéstese sobre mi espalda y deje colgar los pies para fuera. Hay una escalera de mano apoyada contra la pared. E! primer travesaño está como a un metro y medio por debajo de la ventana. Si puede alcanzarla será más fácil. Si no siga colgada de mi cuello.
– No, baje usted primero -dijo ella-. Encuentre la escalera y yo bajaré después por la cuerda.
– ¿Podrá…?
– ¿Cree que una mujer no es capaz de descolgarse por una soga? Es mucho más seguro que colgarse de su cuello.
Las sirenas se aproximaban y Del Strabo dijo:
– Me gustaría que se pusieran de acuerdo. Voy a ser el último en abandonar el barco y no me gustaría bajar cuando ellos estén aquí.
– Muy bien. Intentémoslo.
Peter aferró con los dientes la correa del bolso de Karen, y se dejó deslizar por la cuerda hasta la escalera. Ella le siguió. Se arrodilló sobre el antepecho y probó la cuerda. Pero cuando se dejó caer, sus manos se deslizaron muy rápidamente por la cuerda. Peter extendió los brazos para atajarla, pero pudo controlar sola el descenso justo a tiempo.
– ¡Ay, Dios mío! -murmuró.
– ¿Está bien?
– Ahora sí. Dése prisa; su amigo quiere abandonar el barco.
Peter descendió la escalera y ella le siguió de cerca. Por encima de sus cabezas Vittorio se aferraba a la soga e iniciaba el descenso. Peter devolvió el bolso a Karen y se apresuró a sostener la escalera.
Las sirenas estaban ahora muy próximas. Una de ellas acababa de detenerse junto a la fachada. Vittorio pisó el último peldaño y se unió a la pareja sonriendo.
– Por un pelo. ¿Salimos?
Se abrieron camino a través de unos arbustos y encontraron una puerta sin cerrojo al otro lado del patio. Arriba se habían encendido luces en tres ventanas. Pero nadie abrió las persianas para mirar hacia abajo.
Cruzaron el vestíbulo del otro edificio, descorrieron el cerrojo de la gran puerta de la fachada y salieron a otra calleja. Pasaron una motocicleta y dos automóviles, luego la calle quedó momentáneamente en silencio. Corrieron en dirección de los automóviles, encabezados por Peter.
– Ahora tenemos que buscar dónde escondernos -dijo éste a Karen-. ¿A quién conoce en esta ciudad?
Ella hizo un gesto negativo con la cabeza.
– A nadie.
– Quizá yo les pueda ser útil -dijo Vittorio-. ¿No le dije que conocía bien el camino a Florencia? Aquí hay una señorita que quiere ayudarnos. Venga, síganme.
Miércoles 5.50-7.50 horas
Vittorio se adelantó para indicarles el camino. Salieron de la calleja, junto a un cine- teatro, y se internaron en otra que corría junto a uno de los lados del Palazzo Vecchio. Vittorio los hizo cruzar a la acera del palacio, para eludir un café lleno de obreros que charlaban y reían en torno de una copa antes de iniciar la jornada. Más adelante, a la entrada de la Piazza della Signoria, los enfrentaba la Loggia dei Lanzi. Sus fantasmales estatuas semejaban una reunión de jóvenes gigantes en un porch exterior.
Cuando llegaron a la plaza, se mantuvieron cerca de la escalinata de la Loggia dei
Lanzi y apresuraron' el paso para cruzar la callejuela que la separaba de los restaurantes al aire libre. Allí, Vittorio se detuvo y tocó un brazo a Peter.
– Mire para atrás -le dijo.
Peter se volvió y su mano se deslizó al interior de su chaqueta. Pero no había policías, ni automóviles o motocicletas que se aproximaran. Sólo estaba la silenciosa torre del viejo palacio, negra, contra un cielo casi negro. Venus y Júpiter brillaban encima de ella. Por debajo de la torre, donde la fachada estaba iluminada, las grandes estatuas brillaban con una claridad pálida, que contrastaba con la ambarina luz de los focos callejeros.
En ese instante aparecieron dos motocicletas por la calleja vecina al palacio y cruzaron la plaza, alejándose del trío.
– ¿Se refería a ellos? -preguntó Peter.
– No, no -protestó Vittorio-. Al palacio. Esa maravillosa torre.
Meneó la cabeza.
– Si no fuera por mí, habría cruzado la plaza sin mirarla. ¡No me diga que se quería ir de Florencia sin ver el Palazzo Vecchio!
Peter le miró fijamente.
– Pero dígame, ¿es una especie de guía de turismo? ¿Sabe para qué estamos aquí?
Vittorio rió y prosiguió la marcha por la calleja.
– Sólo un poco de alimento para el alma. Temo por su alma, amigo Peter.
– Y yo temo por la seguridad de la chica. No quiero hacer turismo, quiero ocultarla.
– No se preocupe. Estamos llegando.
Vittorio entró en una calleja un poco más ancha, dobló unos pocos pasos a la izquierda y luego a la derecha, bordeando el Palazzo dei Uffizi, en dirección al río. Volvió a doblar por otra estrecha callejuela. Esta era más breve, corría en diagonal y de cuando en cuando la cruzaban arcos de poca altura. Pasaron junto a las miasmas de un mingito- rio abierto y Vittorio les hizo arrimarse a la pared.
– Allí delante está el Ponte Vecchio -murmuró-. Puede haber bastante tránsito.
No acababa de pronunciar estas palabras cuando un auto-patrulla verde y negro con un deslumbrante faro azul cruzó la intersección de aquella calleja con la Lungarno Generale Diaz, bordeando el río en dirección a la Via dei Saponai.
– ¿Ven? La policía de Florencia es muy activa.
Llegaron a la calle, cruzaron el paseo que se extendía sobre el margen del río y se acercaron al Ponte Vecchio. Un automóvil los alcanzó y el conductor se volvió para mirar a liaren.
– Tiene buen gusto -comentó Vittorio, y los condujo a través de la bocacalle hacia la Lungarno Acciaioli, que corría junto al río hasta el próximo puente. La calle estaba cerrada por reparaciones y sólo había un estrecho sendero para peatones.
– Ven -dijo Vittorio con orgullo-. Aquí no hay peligro de que nos alcance ningún auto-patrulla. ¿No es una buena idea?
– Muy buena. ¿Dónde vive la chica?
– Por aquí seguido, al final de esta calle.
Eran las seis de la mañana cuando llegaron al apartamento. El cielo era todavía una abigarrada combinación de parches negros y nubes en variados matices, pero río arriba, más allá del Ponte Vecchio, una franja comenzaba a aclarar bajo las nubes. El día estaba asomando.
El edificio de apartamentos se hallaba próximo a la esquina más distante y una de las hojas de la gran puerta de entrada estaba apuntalada. Vittorio les hizo subir dos tramos de una amplia escalera de piedra que doblaba en un ángulo de 180 grados en cada descansillo. Al llegar al segundo piso extrajo una llave del bolsillo y explicó, un poco avergonzado:
– Es una gran amiga.
Entraron en una sala de estar pequeña, pero lujosamente amueblada, y Vittorio encendió las luces y echó la llave a la puerta de la calle.
– Ahora les ruego que me disculpen un instante -dijo-. Explicaré nuestra presencia a la dueña de la casa.
Desapareció a través de una puerta, y Peter quedó a solas con Karen.