Regresó al dormitorio, halló una de las maletas de la señorita Botticelli y metió en ella la cartera de Marchesi, el revólver del otro hombre y añadió un poco de ropa de cama para darle peso y volumen, liaren volvió ya maquillada y dijo:
– ¿Qué hace? ¿Le está robando todo lo que tiene a la pobre chica?
– Es sólo un préstamo. No podemos ir de visita a casa de nuestros parientes sin llevar una maleta.
Cerró la maleta, ayudó a Karen a ponerse el abrigo y la tomó del brazo.
– Su nombre es María Botticelli -dijo señalando la tarjeta adherida a la maleta-. Yo soy su esposo, Antonio. ¿Lo recordará?
– Lo recordaré, pero, ¿por qué quiere salir ya? Falta casi una hora para la salida del tren.
– ¿Por qué esperar? Si las cosas van a salir mal, más vale que lo sepamos cuanto antes.
– Pero tendremos que esperar en la estación. Delante de toda la gente.
– ¿Y a quién se le va a ocurrir que una pareja fugitiva haga semejante cosa? ¿No le parece? Y no olvidemos que es peligroso permanecer aquí. No podemos estar seguros de que Vittorio no vaya a ceder.
– Ojalá no tuviéramos que abandonarle. ¿Qué le ocurrirá?
– Se las va a arreglar. Está en mejor situación que yo, aunque parezca todo lo contrario.
– ¿Porque no tiene que cargar conmigo? ¿A eso se refiere?
– No, no me refiero a eso. Lo digo porque Brandt se encargará de sacarle una vez que se entere de lo ocurrido. Pero el mismo Brandt me va a desollar vivo por haberle dejado encerrar. Quizá con esto Vittorio se convenza de que lo mejor es que se dedique a su tienda de artículos de cuero. Bueno, ¿está lista? Recuerde que somos marido y mujer. Vamos a Génova a visitar a la familia de su hermana. Llevamos tres años casados. Estamos enamorados. Vaya convenciéndose de todo eso.
– ¿Incluyendo lo del amor? -preguntó ella con acritud.
– Claro. Es la prueba para una buena actriz. Hágase a la idea de que soy buen mozo y deslumbrante… como Vittorio.
Ella lo miró de reojo.
– Haré cuenta de que es Joe Bono -dijo y abrió la puerta.
Miércoles 9.10-9.40 horas
Fuera no tuvieron el menor contratiempo. Doblaron la esquina al llegar al Ponte San Trinità y encontraron una parada de taxis a menos de una manzana, junto a un alto monumento. Subieron a un Fiat amarillo, el conductor colocó la maleta en el portaequipaje, bajó la bandera y se mezcló con el tránsito. Fue así de simple.
El viaje fue breve y rápido. Doblaron esquinas de ángulo muy acentuado, recorrieron calles atestadas y así llegaron a la Piazza della Stazione, desde donde se divisaba el edificio ancho y bajo de la terminal ferroviaria. Finalmente se detuvieron ante un enorme pórtico de cristal. El conductor saltó a la acera, pero para bajar la maleta, no para abrir la portezuela de Karen. Aquel gesto de cortesía quedó a cargo de un hombre uniformado de azul, con guantes blancos, una gorra chata con visera y un reluciente escudo de la policía. Más atrás, junto a la puerta de entrada, otros tres policías vigilaban el movimiento de pasajeros.
El corazón de Peter se detuvo. Estaba seguro de que, con el susto, Karen echaría todo a perder.
Pero no conocía a Karen. Lo que hizo fue poner en acción su sonrisa de mil watios y posar su mano en la del policía, como si los representantes de la ley le hubieran abierto las portezuelas desde su más tierna infancia.
Y cuando salió, no sólo le agradeció, sino que le hizo una caída de ojos. Karen Halley no había salido dispuesta a eludir a la policía, había salido a cobrar presas. Y con aquel policía fue tan efectiva que el hombre ni siquiera vio a Peter, cuando bajaba tras ella. Estaba demasiado ocupado escoltando a aquel sabroso exponente del sex-appeal hasta la entrada.
El taxímetro marcaba 260 liras, y cuando el conductor dejó la maleta en el suelo, Peter le entregó tres monedas de 100 liras. El hombre se limitó a mirarlas, luego dijo algo y esperó. Peter no sabía qué quería. Luego decidió tomar una iniciativa para observar la reacción. Se volvió y comenzó a levantar la maleta. El taxista señaló la maleta y dijo algo más, esta vez en voz más alta. Peter se sintió atrapado.
Pero en ese instante apareció Karen y dejó otra moneda en la mano del hombre. Su gesto fue acompañado por una amplia sonrisa y una observación jocosa. Luego condujo a Peter a la estación.
– Son cincuenta liras por la maleta, pedazo de zopenco. ¿Está dispuesto a estropearlo todo?
Al pasar junto al policía le aplicó nuevamente el tratamiento de mil watios y señalando a Peter, hizo un comentario que hizo reír al hombre.
– Más vale que finjamos que tiene encefalitis, no laringitis -murmuró al oído de Peter.
Sonrió a los tres policías de la puerta y les dijo algo que los hizo reír también. Condujo a Peter al interior de la estación tomándolo firmemente del brazo, como si guiara a un abuelo lelo. El bullía de impotente indignación.
El reluciente vestíbulo estaba vacío, a excepción de unas seis o siete personas que hacían cola en la segunda y tercera ventanillas de la fila sobre las que se leía BIGLIETTERIA. Un vigilante solitario daba vueltas en torno de los grandes maceteros que decoraban el centro del vestíbulo y un anciano de cabellos grises cambiaba los affiches de las carteleras vecinas a cuatro de los pilares de mármol verde que soportaban el alto techo de cristal.
Karen apenas sí miró al policía. Detuvo a Peter y extendió la mano.
– Déme su cartera -dijo-. Sacaré los billetes.
– ¿Qué dirán al ver que la esposa saca…?
– ¿Qué dirán al oír al esposo que trata de sacar los billetes?
Peter le entregó la cartera sin objeciones y la observó mientras se dirigía a la cola de la segunda ventanilla. Era buena, tenía que admitirlo. Era una verdadera profesional. No trataba de abrirse paso. No forzaba las cosas. Se comportaba como si jamás se le hubiera cruzado la idea de que alguien podía detenerla e interrogarla. Era una mujer de agallas, no cabía duda. Era de hielo.
Sobre el cartel de BIGLIETTERIA, dos grandes rectángulos indicaban la hora. Eran las 9.22. Karen hablaba con el hombre que estaba tras la ventanilla' y le daba dinero. Luego se apartó sonriente y Peter la miró acercarse. Observó el paso elástico y liviano, la figura armoniosa, el vestido escotado que lucía bajo el abrigo abierto. Verla era desearla y ni siquiera Peter era inmune a sus encantos. Eso era lo que la hacía peligrosa. Uno sabía que le traería problemas, pero la deseaba lo mismo. Era preciso mantenerse a distancia.
Le dijo algo en italiano, cuando aún estaba a bastante distancia. Era para que el policía que andaba por allí la oyera. El hombre la miraba… pero con admiración, no con sospecha… y ella estaba actuando para él.
Cuando llegó hasta donde estaba Peter, le entregó la cartera y los billetes, lo tomó firmemente del brazo y lo dirigió hacia los andenes. En la pizarra de TRENI IN PARTENZA, figuraba el tren Pisa-Livorno, Génova-Turín, que partiría a las diez horas del andén ocho.
El vestíbulo era un espacio amplio, frente al cual se extendían doce vías y seis andenes, con entradas en los extremos. Allí se había congregado la gente. Había un activo ir y venir entre los kioscos de comida y de souvenirs; había gente de pie esperando o haciendo llamadas telefónicas. El centro del vestíbulo estaba ocupado por otro montón de plantas. Era un enorme cuenco central, rodeado por siete maceteros más pequeños, idénticos al grande. También había más policías. Dos vigilaban las entradas de los extremos y otros tres caminaban entre los pasajeros.
El andén ocho estaba cerca del centro, pero el tren no había entrado aún, de modo que Peter apartó a Karen de los policías circulantes y concentró todo su interés en un gran modelo de trasatlántico italiano Cristo- foro Colombo de siete metros de largo exhibido en una vitrina. Estaba en la parte central del vestíbulo, pero lejos de los kioscos de souvenirs y de revistas y lejos de la gente.