– ¿Algún problema con los billetes? -murmuró Peter.
– Ninguno.
– ¿Qué clase sacó?
– Primera, por supuesto.
– Tendría que haber sacado segunda. Pasaríamos inadvertidos entre el montón.
– ¿Cuándo viajó por última vez en tren en Italia?
– Recuerde que está representando un papel.
– No se preocupe.
Repentinamente Karen cambió de actitud. Apoyó la mano en el brazo de Peter y comenzó a hablar italiano. Un policía se acercaba a la vitrina junto a la que estaban. La muchacha dejó a Peter y salió al encuentro del policía. Un instante después el representante de la ley le guiaba hacia uno de los kioscos de revistas. Allí se detuvieron juntos a observar el material de lectura.
Era todo un espectáculo. Ella reía, le dirigía miradas coquetas, apoyaba una mano sobre su brazo, con ese gesto tan lisonjero que hace pensar al hombre que la dama lo encuentra muy atractivo, y hasta lo incitaba a atisbar el escote de su vestido.
Cuando la hubo equipado Con suficiente material de lectura para todo el viaje, una de las manos enguantadas del policía se apoyaba ya en la cintura de la chica y los demás representantes de la ley prestaban más atención a su afortunado camarada que a la cacería de los fugitivos. Peter tuvo que admitir que, hiciera lo que hiciera, o fuera lo que fuera en otros terrenos, en éste era insuperable. Por otra parte era evidente que le complacía despertar admiración. Se regodeaba con esa admiración.
El tren de Génova ya estaba en el andén, cuando Karen se separó del agente; pero al regresar junto a Peter aún coqueteaba con él y sus compañeros. Dejó las revistas sobre la vitrina y ametralló a Peter con una historia narrada en italiano. Hablaba rápidamente, en tono excitado. Evidentemente le explicaba la razón de la presencia de aquellos policías. Ilustraba su narración con abundantes gestos: señalaba en dirección a la Via dei Saponai, se apuntaba al corazón con un dedo y se disparaba, se golpeaba en la cabeza con la palma de la mano. Luego tomó a Peter del brazo y lo llevó hacia el tren. Al pasar junto a los policías que controlaban la entrada les saludó con la mano y con una inclinación de cabeza. Ellos, por su parte, la contemplaron con la expresión de un niño que mira el escaparate de una juguetería.
Subieron al segundo coche de primera clase y hallaron un compartimento vacío. Tenía un cartel de occupato sobre los asientos junto a la ventanilla, un guante sobre un sitio próximo a la puerta y equipaje en las rejillas, pero les ofrecía un temporal aislamiento y lo aprovecharon. Peter colocó la maleta en la rejilla y cerró la puerta. Karen se sentó en el asiento de en medio, extendió los brazos sobre la cabeza y dirigió a Peter una sonrisa de superioridad.
– ¿Cómo estuve, jefe?
Los ojos de Peter descendieron al profundo escote en V. No pudo evitarlo y comprendió que ella se alegraba de que no pudiera evitarlo. No soportaba que los hombres se le resistieran.
– Estuvo bien, sí. Estuvo muy bien. Lo mejor que he visto -respondió Peter, mirando otra vez su rostro.
– No lo diga con ese tono tan amargo -comentó abriendo el bolso y sacando los cigarrillos-. Me dijo que fuera desenfadada. No hay como el desenfado, dijo. ¿Tiene fuego?
Peter le aproximó la llama del encendedor, sin sentarse. Luego cerró la tapa del encendedor y lo guardó en el bolsillo.
– Veo que no tenía por qué preocuparme en ese aspecto. No le falta desenfado. Se metió a la policía en un bolsillo.
Se desperezó nuevamente y le sonrió burlona:
– Y dio resultado, ¿no? Los engañé a todos, ¿no? ¿No es una ventaja que sea de ese tipo de chica que le gustaría azotar en la plaza pública?
– Le dije que hiciera el papel de esposa amante.
– Me pareció más fácil representar a una esposa casquivana.
La puerta se abrió para dejar paso a una mujer esbelta, que tendría aproximadamente la edad de Peter. Llevaba a una niña llorosa de dos años en brazos y a una de cuatro de la mano. Recogió el guante, se sentó junto a la puerta y trató de calmar a la pequeña. Peter se sentó junto a Karen, en el asiento próximo a la ventanilla y encendió un cigarrillo. Karen se había burlado muy bien de él. Lo había puesto en ridículo ante los policías de la estación de Florencia.
Los chillidos de la niña alcanzaron un nivel irritante. ¡Las mujeres!, pensó Peter. Chicas y grandes. Todas eran un dolor de cabeza. Exhaló con furia una nube de humo y miró por la ventanilla.
Miércoles 10.05-14.30 horas
Cuando el tren comenzó a salir lenta y silenciosamente de la estación, había paz en el compartimento. La madre tenía a la niña de dos años en el regazo y le mostraba las figuras de una revista llamada Tempo. La mayor de las niñas, sentada junto a ellas, echaba de tanto en tanto una ojeada a las ilustraciones. Karen leía una de las revistas que su rendido policía le había ayudado a elegir. Como todo el material de lectura estaba en italiano a Peter no le quedó otro remedio que mirar por la ventanilla, viendo cómo se deslizaban los vagones estacionados en las vías muertas, los bloques de las afueras de Florencia y, finalmente, los campos.
El vagón se mecía suavemente y el único sonido era el zumbido de las ruedas, que de tanto en tanto se convertía en suave traqueteo, cuando pasaban sobre algún empalme. Era sedante y reconfortante y Peter estaba exhausto. Se arrellanó en la seguridad de su asiento y se dejó deslizar por la pendiente del sueño. Se movió una vez, cuando Karen extrajo los billetes de la cartera, pero ése fue su último recuerdo.
Despertó renovado, pero también con la sensación de que algo no andaba bien. Las luces del vagón estaban encendidas y fuera todo era tinieblas. Las ventanillas sólo mostraban el reflejo del compartimento. Se irguió bruscamente; ahora estaba alerta. Todo era serenidad a su alrededor. La señora del asiento del rincón se había dormido y, junto a él, Karen mostraba un aspecto diferente. Le estaba contando un cuento a la niña de cuatro años, que parecía absolutamente entregada a ella. La más pequeña dormía en sus brazos.
Peter consultó el reloj. Era la una y media. Se lo acercó al oído. La una y media. Pero ¿la una y media de qué? ¿Cuánto había dormido? ¿Cuánto llevaban viajando? De pronto ni siquiera supo qué día era.
Pero, de repente, el tren se hundió en la brillante luz del mediodía. Acababan de salir de un túnel y ahora cruzaban un valle muy verde, bajo un cielo seminublado. Pasaron muy cerca de un cementerio, una pequeña y apretada colección de lápidas, que descendía la ladera rodeada por un muro. Peter observó el paisaje, procurando orientarse. Se acercaban a una ciudad. Comenzaban a aparecer edificios y las laderas estaban cultivadas en terrazas. El tren disminuyó la marcha.
– ¿Dónde estamos? -preguntó, interrumpiendo a Karen en su relato.
– No sé -respondió ella volviéndose-. Alguna pequeña ciudad de la costa. ¿Quiere un sandwich?
– ¿Un sandwich?
Karen extrajo de su bolso un sandwich prolijamente envuelto.
– ¿Dónde lo compró?
– En Pisa.
– ¿En Pisa?
– Mientras dormía -explicó con tono paciente-. Lo compré en un carrito que recorría el andén.
– ¿Bajó del tren? No debió hacerlo.
– Y usted no debió haberme dejado hacerlo, ¿no? Podrían haberme raptado y ni siquiera se habría enterado.
Peter ya lo había pensado y estaba bastante contrito.
– Cómaselo -dijo y se volvió-. Yo ya me comí uno. Además beba vino. Coma.
Y sin decir más le dejó el sandwich sobre las rodillas y prosiguió con su historia.