Sólo entonces descendió junto a Karen, la pendiente que conducía a la Via Pré. La Via Pré era una callejuela estrecha de transeúntes y flanqueada por pequeñas tiendas que vendían de todo, desde zapatos a fruta y verdura, artículos de punto, relojes, fiambres, caramelos y pescados. Había entradas a albergos, tiendas de fotografía y bares. En todas partes había una atmósfera de mercado. Los compradores bloqueaban las bocacalles por las que intentaba abrirse paso algún que otro carrito de tres ruedas o algún minúsculo automóvil. Era un crisol de especies humanas y culturas. Sujetos andrajosos e incalificables se mezclaban con personajes bien vestidos y de aspecto próspero. Había hombres, mujeres, turistas, estudiantes y marinos de los puertos más remotos. Era un sitio de reunión, un mercado público, pero también era un lugar habitado y las cuerdas con ropa se extendían a través de la calle, de ventana a ventana, como guirnaldas de banderas que flamearan a pocos metros sobre la cabeza de los transeúntes.
Hacia la derecha la Via Pré descendía hasta desembocar en un pequeño estacionamiento y una parada de taxi, próxima a la ancha y transitada Via Antonio Gramsci. Era hacia la izquierda por donde se prolongaba subiendo y bajando, siempre bullente. Hacia la izquierda estaba la multitud. Hacia la izquierda doblaron Peter y Karen, en busca de la Vico Tacconi.
La encontraron en seguida. Era la primera calleja que ascendía a mano izquierda, y el nombre aparecía pintado en la esquina. Era un pasaje empedrado, de poco más de metro y medio de ancho. A ambos lados se abrían algunas minúsculas tiendas y en el extremo opuesto se veía una escalera de piedra que conducía a la Via Balbi.
La calleja estaba vacía y en ella flotaba un olor ligeramente ácido. Peter tomó a Karen del brazo. A la muchacha le resultaba difícil caminar con los tacones de María por aquel empedrado. A mitad de camino entre la Via Pré y la escalinata de piedra, a mano izquierda, se veía la tienda de un zapatero remendón. Era la última puerta de ese lado y más allá no había más que un solar con unas ruinas cubiertas de hiedra y tres pequeños automóviles estacionados entre los escombros.
No había cartel sobre la puerta de la zapatería y nada indicaba quién era su propietario; pero Peter no vaciló. Miró una vez a su alrededor y condujo a Karen a través de la puerta, un viejo armazón de madera gris, con dos cristales en la parte superior.
El edificio era de piedra, y del mismo material era el diminuto recinto en el que entraron. Había un pequeño mostrador y encima una vitrina que exhibía cremas para limpiar, cepillos y cordones de zapatos. Detrás del mostrador había una silla, un banco de zapatero y herramientas. En los estantes sujetos a la blanqueada pared del fondo se amontonaban cajas de zapatos. A la derecha una cortina de harpillera ocultaba la angosta puerta que conducía a la trastienda. Delante del mostrador había una silla para los clientes y una rejilla con unos cuantos zapatos. En la pared, más arriba de la rejilla, un teléfono fuera de lugar en aquel ambiente.
La cortina de harpillera se abrió para dejar paso al remendón. Era un hombre pequeño, de edad avanzada, con pelo gris muy corto, gafas con montura de acero, un físico frágil, espeso bigote y un rostro -que aparentaba cien años. Avanzó hasta el mostrador, arrastrando los pies y miró a Karen y a Peter con aire inquisidor. Luego murmuró algo en italiano.
– ¿Signore Celotto? -preguntó Peter.
– Sí -dijo el hombre.
– ¿Habla inglés?
El hombre asintió con la cabeza.
– Sí. Un poco.
– ¿Conoce la frase «La Agencia Brandt tiene una red muy amplia»?
El anciano parpadeó una vez detrás de las gafas y observó a Peter con mirada firme. Por fin dijo, lentamente:
– Creo que sí.
– ¿Sabe cómo termina?
– Y recoge muchos peces.
Peter sacó la cartera y entregó al hombre una tarjeta. El anciano se la acercó a los ojos y murmuró el nombre una o dos veces. Miró hacia la puerta y luego volvió los ojos a Peter.
– Adelante -dijo y apartó la cortina.
La habitación en la que entraron Karen y Peter era más amplia que la tienda propiamente dicha, pero no mucho. Junto a la pared del fondo había una cama -con una andrajosa colcha-, una cocinita en un rincón y una puerta trasera que daba a otra estrecha calleja, que desembocaba en el solar. También había un fregadero, una mesita, un sillón de aspecto confortable y un par de sillas de madera, un perchero y un W.C. Con tres personas, el cuarto parecía atestado.
El anciano indicó las sillas con un gesto, echó todavía una mirada en dirección a la tienda y dejó caer la cortina. Arrastrando los pies llegó hasta la puerta trasera, la cerró y corrió el cerrojo. Luego abrió una alacena que había sobre la cocina.
– ¿Tienen hambre? -preguntó-. ¿Les sirvo algo?
– No, gracias.
El hombre hizo un gesto afirmativo con la cabeza, cerró la puerta de la alacena y se sentó en la cama. Los alimentos tenían un aspecto poco tentador, la habitación era deprimente y su dueño parecía al borde del colapso. Aquél era el contacto de Brandt en Génova, y se suponía que sabía elegir a sus colaboradores; sin embargo, aquel hombre parecía no haberse asomado nunca fuera de
– la Via Pré y de su propia callejuela. Peter se sorprendió de que supiera leer y más aún de que hablara inglés.
El anciano se restregó la mal afeitada barbilla y miró nervioso a sus visitantes. Era como si Peter fuera el primer agente de Brandt que le visitaba.
– Supe que estaba en Italia -dijo con voz ronca y apenas audible-. ¿Necesita algo? ¿Quiere ayuda?
Peter asintió, pero no alentaba muchas esperanzas. Vittorio Del Strabo, el contacto de Brandt en Roma, era un hombre en buena posición, tratable, capaz de conseguir lo que se necesitaba. Este hombre ni siquiera les podía ofrecer una comida decente.
– Necesitamos pasaportes -dijo, y esperó una expresión desolada y un gesto de impotencia.
Pero Celotto ni siquiera parpadeó.
– ¿De qué país? -preguntó.
– Estados Unidos, si hay elección. Cualquier cosa que nos permita salir de Italia.
– ¿Estados Unidos? -murmuró el hombre, clavando la mirada en el suelo.
Luego levantó la vista.
– ¿Regresan a Estados Unidos?
– Allí vamos.
– ¿Y le parece que en ese caso conviene un pasaporte estadounidense? Controlan la numeración al llegar. Se puede entrar en cualquier país con un pasaporte falso; en cualquiera menos en Estados Unidos.
Los conocimientos del anciano eran impresionantes. Peter ignoraba ese dato.
– No tenemos necesidad de entrar en Estados Unidos con ese pasaporte -explicó-. Sólo lo necesitamos para salir de Italia. ¿Nos puede conseguir pasaportes?
El hombre tosió.
– Puedo -dijo, aclarándose la garganta-. Pero se necesita dinero.
– Tenemos dinero.
– Se necesita dinero norteamericano.
– También tenemos. ¿Cuánto?
– No lo sé aún. Averiguaré.
El anciano se puso en pie y pasó con esfuerzo entre sus dos visitantes, mientras se metía un dedo en la oreja.
– Telefonearé -explicó-. Ellos me dirán.
Abrió la cortina de harpillera y se dirigió al teléfono.
Fue una larga conversación. El viejo hablaba en un murmullo, pero de cuando en cuando su voz se alzaba como si regateara por algo.
– ¿Problemas de precio?-preguntó Peter a Karen-. ¿Piden la luna?
– Problemas de tiempo. Su amigo los quiere inmediatamente y su interlocutor protesta.
La conversación se prolongó; se prolongó bastante, y en el tono del viejo zapatero apareció un matiz de autoridad. Parecía estar dando órdenes y no era tan débil como parecía.
Por fin colgó el teléfono con energía y regresó a la trastienda.
– ¿Con qué urgencia los necesitan?-preguntó, deslizándose junto a ellos y volviendo a sentarse en la cama-. Tardarán un poco. Los pedí para ahora, pero me dicen que no podrán estar antes de las seis. Lo siento. Es todo lo que pude obtener.