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– Está bien. Basta con que los tengamos a las seis.

– Los dos pasaportes le costarán quinientos dólares.

– Realmente piden la luna.

– ¿Eh?

– Nada. Está bien. Quinientos dólares norteamericanos.

Peter se puso de pie.

– ¿Adónde hay que ir? -preguntó.

– Vengan -dijo el anciano.

Los condujo a través de la tienda y salió a la calleja.

– Aquélla es la Via Pré -dijo apuntando con un dedo-. Doble a la izquierda. Hacia allá. Llegue al final. Allí encontrará una calle. Es la Piazza della Darsena. Verá una torre grande, como un castillo. Con un arco. Es la Porta dei Vacca. Atraviese el arco y entrará en la Via del Campo, ¿sí? Y siga, y cerca del extremo, a la derecha… -hizo un gesto para indicar la derecha-. Allí encontrará una tienda de barbiere; al lado hay una puerta que conduce a un estudio fotográfico, que está en el primer piso. Vaya y diga que Giuseppe lo envía. Y todo andará… andará bien.

Peter dijo que entendía y el anciano sonrió y le estrechó la mano.

– Les irá bien -dijo.

Regresaron a la Via Pré y la recorrieron hasta llegar a la intersección con una calle que arrancaba de la vecina Via Gramsci. La torre y la arcada estaban enfrente y pasaron bajo el arco, rumbo a la Via del Campo. Era la contrapartida de la Via Pré, aunque con características propias. También había tiendas a ambos lados, la calzada empedrada era la misma, pero el gentío no era el mismo y faltaba el colorido. Era la trastienda, los límites del mercado, y mientras más avanzaban tanto más disminuían los transeúntes.

El estudio fotográfico estaba situado a dos tercios del largo total de la calle. La puerta, vecina a una peluquería, se abría sobre una escalera de piedra, de escalones desgastados. En una vitrina rajada, junto a la puerta, había una fotografía descolorida de un marinero genovés con una muchacha sobre las rodillas. Arriba, suspendido de una varilla de hierro, había un letrero triangular que ostentaba una sola palabra: Fotografía. Peter abrió la puerta y subieron. En un estrecho corredor, al final de la escalera, había una puerta con un panel de cristal opaco en el que se leía nuevamente Fotografía, y abajo, Entrare. Peter giró el pomo y se encontraron en un sórdido cuarto, equipado con una cámara apoyada en un trípode, un banco y unas burdas pinturas que pretendían reproducir barcos y el mar. Dos reflectores sostenidos por trípodes flanqueaban la cámara y miraban la nada con profundos ojos sin luz.

Como no se veía a nadie en la habitación y nadie entraba, Peter regresó a la puerta y la cerró ruidosamente.

La acción dio resultado; un instante después se abrió otra puerta que había en un ángulo y entró un hombre desmesuradamente gordo y alto, con uñas negras, un gastado pantalón y una camiseta que nunca había sido lavada. A juzgar por su aspecto y el tufo que despedía, parecía tan falto de higiene como su ropa. El olor a ajo y otros aromas menos estimulantes formaban un aura a su alrededor, que llegaba a más de un metro en todas las direcciones. Se aproximó más de lo que hubieran deseado. Llevaba casi medio cuerpo a Karen y era un poco más alto que Peter. Los observó con ojillos astutos, que brillaban en una cara por lo demás inexpresiva y sin vida, y murmuró algo que Peter no entendió. Tenía los dientes rotos y manchados y el rostro cubierto por una barba gris de varios días.

Karen le respondió brevemente y el hombre se volvió con lentitud hacia Peter.

– ¿English?-preguntó con una voz ronca que parecía surgir con esfuerzo-. O.K. ¿Qué quiere?

– Giuseppe nos envía -dijo Peter.

– Ahá -gruñó el hombre-. ¿Tienen los dólares?

– Tengo cheques de viaje.

– Da lo mismo. Quinientos dólares norteamericanos.

El hombrón sacó un cigarrillo del bolsillo del pantalón, se lo puso entre los labios y extendió una mano.

– Cuando nos entregue los pasaportes.

– Por adelantado -rugió el gordo-. ¿Tiene fuego?

Peter estuvo tentado de decir que no, pero se contuvo y sacó el encendedor. El hombre dio una chupada que consumió un cuarto del cigarrillo y luego se lo apartó de los labios con sus gruesos dedos. Un centímetro y medio del extremo estaba empapado en saliva, y el hombrón no exhaló el humo. Siguió hablando y dejó que el humo brotara de la nariz y la boca mientras hablaba.

– Quinientos dólares norteamericanos por adelantado -dijo con voz bronca, reforzando sus palabras con un gesto de la mano que sostenía el cigarrillo, y casi golpeando el pecho de Peter.

– Le daré la mitad -dijo Peter-, La otra mitad contra entrega.

– Adelantado -repitió el hombre-. Siempre adelantado.

Volvió a dar una chupada y se desprendió un centímetro de ceniza.

– Me arreglaré de otra manera -dijo Peter y condujo a Karen hacia la puerta.

Karen estaba saliendo cuando el hombre se movió.

– Espere -dijo.

Peter se volvió.

– ¿Sí?

– ¿Tiene los quinientos dólares?

– Ya le dije que sí.

– Vuelva.

Peter entró y Karen le siguió. Esperaron junto a la puerta abierta.

– Está bien -dijo el hombre-. Es para un amigo de Giuseppe. Mitad ahora, mitad después.

Volvió a extender la mano con el cigarrillo a la espera del dinero.

Peter extrajo su talonario y arrancó cinco de cincuenta. Luego se acercó a la ventana, en donde las persianas abiertas y las andrajosas cortinas dejaban pasar algo de luz, y los firmó apoyándose en el antepecho. El hombrón le siguió y espió por encima del hombro de Peter mientras firmaba. Cuando se los entregó los examinó uno por uno, como un cajero atento a las falsificaciones.

– Muy bien -dijo y sonrió por primera vez-. Ahora quiere un pasaporte.

Guardó los cheques en el bolsillo de su pantalón, dio una chupada más a lo que restaba del cigarrillo y aplastó la colilla con un pie.

– Primero les sacaré una foto.

Acomodó primero a Karen, después a Peter en el banco que había colocado en un espacio libre de la sucia pared próxima a la ventana. Hizo girar la cámara y sacó la fotografía. Cuando terminó abrió las persianas y apagó las luces.

– ¿Qué nombres quieren? -preguntó.

– Greer -dijo Peter y lo deletreó-. Charles Greer.

Deletreó el nombre Charles, y el hombre lo anotó trabajosamente en una libreta que sacó de un bolsillo.

– ¿Y la dama?

– Evelyn Greer.

Peter deletreó el nombre de pila y el hombre lo anotó.

– ¿Fechas de nacimiento?

Peter inventó unas fechas razonables y dio la ciudad de Nueva York como lugar de nacimiento de ambos.

El gordo lo escribió y como datos personales anotó cabellos y ojos castaños para Peter y cabellos y ojos castaños para Karen. Luego les preguntó la estatura, y tomó los datos correspondientes.

– Está bien. Con eso basta. ¿Qué fecha quiere para el pasaporte?

– El quince de septiembre de este año.

– ¿Sello de ingreso en Italia?

– Veintisiete de octubre, en el aeropuerto de Roma.

El hombrón hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

– Esperen aquí.

Se volvió y salió por donde había entrado, cerrando la puerta.

Fue una espera larga. Transcurrieron quince minutos y Karen y Peter aguardaron en silencio, pasando el peso de un pie a otro, caminando un poco por el sombrío recinto, observando la gente que se movía en la calleja visible desde la ventana. Por fin el hombrón regresó y cerró la puerta con expresión solemne. Se detuvo no bien entró y contempló a la pareja.

– Muy bien -dijo-. Estarán listos a las siete y media. Giuseppe se los entregará a las siete y media.