Había llegado junto al mostrador y se agachó, mirando con atención. Lo primero que vio fue el rostro del hombre muerto. Se quedó tan inmóvil como el cadáver, y por un instante sólo se movió la llama del encendedor. Luego su mirada se apartó del muerto y se dirigió a la cortina y a la rendija oscura por donde espiaba Peter. Las pupilas se movieron en otras direcciones, pero la cabeza permaneció inmóvil. Su mano izquierda se apoyó en el mostrador lenta y silenciosamente dio un pequeño paso atrás y luego otro. Retrocedió así hasta el vano de la puerta, apagó la llama del encendedor y salió cerrando cuidadosamente la puerta hasta que se oyó el suave clic del pestillo.
Desde fuera llegaron voces, pero el hombre no respondió. Peter tomó a Karen del brazo.
– Es el tipo de la mafia -susurró-. Cree que todavía podemos estar dentro. Más vale que salgamos rápidamente por detrás.
Buscó el camino entre las sillas y tanteó la pared lateral. Su pie chocó contra una de las piernas de Giuseppe.
Abrió la puerta y atisbo la calleja del fondo. No se veía a nadie. Era un pasaje estrecho, de menos de un metro de ancho, cerrado a la izquierda por un muro. A la derecha desembocaba en el solar en que se levantaban las ruinas y los montones de escombros.
Peter, con el revólver preparado, se ciñó contra la pared y avanzó hacia la desembocadura del pasaje. Karen se movía detrás de él, apoyando una mano en su brazo. Desde el lugar en que estaban podían ver la totalidad del solar, los automóviles estacionados, las tiendas al otro lado de la calleja, los edificios que se levantaban más allá del solar y todo el Vico Tacconi, desde la tienda de Giuseppe hasta la escalinata de piedra del extremo.
Tres de los curiosos regresaban a las tiendas y uno de los carniceros había vuelto a su tarea. Pero aquella gente no le interesaba a Peter. Su atención se había concentrado en la escalinata, donde dos hombres conversaban con animación.
Uno de ellos era el individuo flaco. Por primera vez Peter lo veía hacer gestos vivos. El otro era un tipo grande, con un clavel en la solapa.
Miércoles 19.30-20.00 horas
La discusión fue breve. Luego los dos hombres descendieron la escalinata y avanzaron hasta el límite del solar. Conferenciaron otra vez, por unos instantes, y el hombre del clavel echó a andar entre los escombros, buscando un camino entre los ladrillos, piedras, maderas y trozos de vidrio. El solar estaba en tinieblas y cuando se internó entre los restos de muros que aún quedaban en pie, resultaba difícil distinguirlo. Mientras tanto el flaco bajaba por la calle. Los estaban cercando. El flaco que descendía el Vico Tacconi no tardaría en desaparecer de su vista y podría colarse al oscuro pasaje, entrando por el costado del edificio o -peor aún- podía atacarlos por la espalda, pasando por la tienda de Giuseppe.
Peter condujo a Karen. Halló la puerta y la hizo entrar, luego cerró la hoja y corrió el cerrojo. Subió a la cama y probó los postigos, para asegurarse de que estaban echados.
– ¿Karen?
– Aquí estoy.
Peter extendió la mano y la tocó. Estaba en el centro de la habitación y tenía un revólver en la mano.
– Póngase junto a la cortina -susurró-. Por si entra el tipo flaco.
– ¿Por qué no cierra la puerta de delante?
– Porque así sabrían que estamos dentro. Espero que crean que hemos huido.
Encontraron el vano de la puerta y Peter se agachó junto al muchacho muerto, allí donde estaba la abertura de la cortina. Karen se quedó en pie, al otro lado de Peter.
– Si algo me sucede no pierda el tiempo -dijo él-. Tire a matar.
– No se preocupe.
Prestaron atención a los ruidos. Al otro lado de la calleja echaron un cierre metálico. Inmediatamente se cerró otro, al lado del primero, y dos hombres cambiaron unas frases. A lo lejos se oyó el ruido de otros treinta cierres que se echaban. Eran las diecinueve treinta y las tiendas de la Via Pré cerraban.
Karen se sentó, apretándose contra las piernas de Peter. Se estremeció y susurró:
– Tengo miedo.
– No se preocupe. Si tratan de entrar seré el primero en disparar.
– No les tengo miedo a ellos. Me asusta estar aquí. Con estos muertos.
Buscó su brazo y lo apretó.
– Tenemos que cuidarnos de los vivos.
Uno de los automóviles estacionados en el solar arrancó y pasó lentamente frente a la tienda. Luego se oyó otro rumor al fondo, furtivo, ligero, casi incorpóreo. El pestillo de la puerta posterior se movía suavemente. Karen aferró el brazo de Peter con su mano libre y le clavó las uñas.
El sonido se repitió, un poco más claramente. Luego se oyó un suave pero pesado golpe sobre la madera, como si un hombro estuviera probando la firmeza del cerrojo. Hubo un comentario en voz muy baja y una respuesta también en un murmullo. Fue imposible distinguir las palabras. Después de un breve silencio alguien probó los postigos. Casi al mismo tiempo giró el pestillo de la puerta de delante y la hoja se abrió.
Peter, con una rodilla en tierra, logró ver a través de la rendija, por encima del mostrador, la negra silueta de la cabeza de un hombre. Era otra vez el flaco.
Peter apuntó a través de la rendija de la cortina y esperó.
El flaco no entró esta vez. Permaneció largo rato junto a la puerta, como olfateando. Luego, lenta y cautelosamente, retrocedió y volvió a cerrar la puerta.
Hubo otro ruido, el de alguien que caminaba sobre los escombros junto al edificio. Luego todo fue silencio.
Peter esperó inmóvil y los minutos pasaron. La mano de Karen se extendió y tocó su pierna.
– ¿Peter?
– ¿Qué?
– ¿Qué hace?
– Espero.
– ¿Qué espera?
– A ellos.
– ¿No cree que se han ido?
– Pueden estar apostados esperándonos. Todo depende de si han decidido que estamos aquí o no.
– Peter, no aguanto más. No puedo quedarme más tiempo aquí. Me voy a volver loca.
– Tenemos que quedarnos.
– Oh, Peter.
– Déme la mano. Eso la reconfortará.
– No. No quiero que me dé la mano.
– Como quiera.
Peter volvió a su actitud alerta.
– ¿Peter?
– ¿Qué?
– ¿Cómo nos encontró la mafia?
– Sospecho que fue nuestro amigo el fotógrafo. Deben de haber corrido la voz y reconoció mi nombre en los cheques de viaje. Por eso alargó el plazo y hubo un cambio de planes. Telefoneó a alguien. Y esos dos hombres que ha visto fuera han venido desde Florencia. Probablemente llegaron pisándonos los talones… inmediatamente después del tiroteo.
– ¿Cuánto tiempo nos tendremos que quedar aquí?
– Suponga que anda persiguiendo a alguien y cree que ese alguien está aquí dentro. ¿Cuánto tiempo vigilaría el lugar hasta convencerse de que se ha equivocado?
– Unos quince minutos.
Peter suspiró.
– Impaciencia femenina.
Miró la esfera luminosa de su reloj de pulsera.
– Son casi las veinte. Ya hace media hora que estamos aquí. Les daremos una hora más.
– ¿Una hora más? Aquí, con…
– Así es. También estoy deseando salir de aquí. Odio permanecer inmóvil. Pero dominaremos nuestros impulsos y esperaremos lo necesario para que los de fuera se convenzan de que no podemos estar aquí, porque no podríamos soportarlo.
Miércoles 20.40-21.45 horas
– Peter. ¿Dónde está? ¿Peter?
– Aquí. No me he movido.
– ¿Oyó?
– ¿Si oí qué?
– Está vivo.
– ¿Quién? ¿Qué?
– Giuseppe. Lo oigo. Lo oigo respirar.