– Basta, Karen. Está muerto.
– No. Lo oí moverse. Está tratando de arrastrarse.
– Cállese. Es su imaginación.
– ¡Ay, Peter, Peter, déjeme salir de aquí!
– Aguante veinte minutos más.
– Ahora mismo, Peter, por favor.
– A las nueve.
– ¡Usted es un sádico! Le odio. ¡Le odio!
– Karen, tengo que protegerla. Tengo que hacer lo que me parece mejor y no puedo permitir que nadie me persuada de otra cosa.
– No me importa que la mafia esté fuera. Que me maten. No me importa. Pero no soporto más estar aquí con estos cadáveres. Todo el tiempo me parece que se están moviendo. Todo el tiempo creo que se van a poner en pie.
– Están muertos. No se pueden mover. Nunca más volverán a moverse.
– Le odio.
En el preciso instante en que las agujas
del reloj marcaron las nueve, Peter se incorporó.
– Está bien -susurró-. El plazo se cumplió.
Karen había permanecido en silencio durante diez minutos, después de sus reiterados gimoteos y súplicas.
– ¿De veras?-dijo ahora con tono acre-. Por fin. Nunca se lo perdonaré, míster Peter Congdon. Nunca olvidaré esto y jamás le perdonaré.
– ¿Qué quiere que haga? ¿Qué me ponga a llorar? Tengo una misión y la cumplo. Todo lo que le pido es que trate de no traerme más complicaciones.
– No se preocupe, míster Congdon. No le complicaré la vida. Hágase cuenta de que no existo.
Peter no respondió. Apartó la cortina y cruzó en silencio la tienda, en dirección a la puerta. Al salir de la oscuridad de la trastienda, la calleja de enfrente le pareció brillantemente iluminada a través del cristal. Karen le siguió y esperó un poco más atrás, mientras él atisbaba todos los ángulos de la calleja, a través del cristal.
Abrió la puerta con el revólver preparado y se deslizó fuera. La calle estaba desierta. Guardó el arma e hizo una seña a Karen para que saliera, luego la tomó del brazo y la arrastró con paso vivo hacia la Via Pré, en donde se apresuró a doblar la esquina. Habían salido de la trampa.
La Via Pré tenía ahora un aspecto diferente y más siniestro. Las tiendas habían cerrado y los comerciantes se habían retirado, pero los bares permanecían abiertos. También funcionaban los cafés y las pizzerías. La gente que recorría aquel gris empedrado era distinta a esta hora. Las únicas mujeres que se veían eran jóvenes y con figura provocativa. Estaban solas, de pie en los portales, y charlaban entre sí, mientras esperaban. Los vendedores ambulantes también habían cambiado. Ahora eran individuos de rostro duro y voz áspera, o jovencitos esbeltos. Ofrecían cigarrillos, transistores, máquinas de afeitar eléctricas y otros artículos difíciles de obtener. Los exhibían en grandes cajas de cartón, dentro de grandes canastas anaranjadas.
Peter se detuvo y fumó un cigarrillo en un portal, mientras miraba a su alrededor. Karen, con los labios apretados, permitió que le encendiera otro y esperó a su lado en silencio. Al otro extremo de la calle un hombre arengaba a otros veinte, mientras extendía unas cartas sobre una manta y hacía que alguien extrajera un número de una bolsa de papel. Peter no conocía el juego, pero preveía el desenlace.
Junto a él, Karen fumaba impaciente. Por fin rompió el silencio.
– Y bien, míster Congdon. ¿Tiene planes para el futuro? ¿O quiere que- nos quedemos aquí llenándonos los pulmones de impurezas?
– Lo he estado meditando -dijo Peter-, En primer lugar completaremos esta etapa de las impurezas.
– ¿Y cuál es el paso siguiente?
– Hemos pagado doscientos cincuenta dólares por unos pasaportes. Iremos a ver a ese hombre y conseguiremos los pasaportes.
– No los tendrá.
– ¿Qué se apuesta a que si le ponemos un revólver en la sien nos consigue unos?
– ¿Y sus amigos? Esos dos tipos. ¿Cree que dejarán de buscarnos?
Peter se encogió de hombros.
– Me han visto sin bigote y a usted sólo la conocen a través de una fotografía en la que aparecía rubia. Puede ser que el fotógrafo no les haya transmitido nuestra descripción y sólo les haya dicho que nos encontrarían en la tienda de Giuseppe. No tiene idea de lo distintos que parecemos; sobre todo a los ojos de gente que apenas nos conoce.
– Supongo que podemos caminar junto a ellos sin que nos reconozcan.
– Apostaría a que es así. Sobre todo si les hace ojitos.
Ella dejó caer el cigarrillo, lo pisó y murmuró:
– Desgraciado.
Tres soldados de uniforme caqui pasaron junto a ellos, y uno se detuvo y dijo algo a Karen. Ella respondió riendo, hizo un gesto negativo y señaló a Peter. Después le sonrió y le hizo una inclinación de cabeza, y el soldado se alejó conforme.
– ¿Qué diablos quería?
– Se quería acostar conmigo. Creyó que estaba trabajando. Le dije que primero tenía que acostarme con usted, pero que era tan inepto que me iba a ocupar media noche. Me vendrá a buscar a las doce.
Quizá estuviera mintiendo, pero era probable que hubiera dado esa respuesta. Era indudable que con ese vestido, que asomaba bajo el abrigo abierto, podía pasar por cualquiera de las chicas que esperaban de pie en los portales… aunque infinitamente más atractiva que las demás, infinitamente más sexy. La tomó del brazo.
– Vamos antes de que olvide en qué andamos.
– Vamos.
Recorrieron la Via Pré hasta el extremo y cruzaron el arco para entrar en la Via del Campo. Allí había menos público, era más andrajoso y más peligroso. Al llegar al tramo final de la calle se habían acabado- los vendedores, las prostitutas y casi había desaparecido la gente. Peter avanzaba con decisión, llevando a Karen del brazo. Eran una pareja más que pasaba por allí, preocupados por sus propios asuntos; pero Peter observaba a los rezagados que iban dejando atrás, el cojo, el jovencito de pelo ensortijado y pantalones demasiado ajustados que echó una mirada furtiva, antes de salir de un callejón; el hombre caído en un portal.
La ventana que se abría sobre la peluquería, cerca del cartel Fotografía, tenía las persianas cerradas y la escalera estaba oscura.
– No creo que esté -susurró Karen.
– Si no está esperaremos.
Peter se acercó a la puerta, hizo girar el pomo y empujó. La puerta se abrió sobre las tinieblas de la escalera. Dentro reinaba un silencio de muerte, y Peter se quedó paralizado en el vano, con una mano aún en el pomo y la otra apoyada en el marco. Luego retrocedió rápidamente, volvió a cerrar la puerta y aplastó a Karen contra la vidriera de la peluquería.
– Es una trampa.
– ¿Una trampa?
– Nadie puede dejar la puerta abierta en un lugar como éste. Y sin luz. Están ahí dentro esperándonos.
– ¿Quiénes?
– Esos dos hombres. Y sus amigos. Nos han perdido y confían en que vengamos a buscar los pasaportes.
La aferró de un brazo.
– Venga. Salgamos de este agujero infecto.
Echaron a andar con paso vivo y, de pronto, el hombre que estaba tirado en el portal se puso en pie y les bloqueó el camino. Se tambaleaba como un borracho y barbotaba algo. Quizá pidiera una lira para una copa; pero era mucho más alto que Peter y sus pies estaban demasiado bien plantados, estaba demasiado en el camino y sus brazos se parecían demasiado a los de un pulpo.
Peter le aplicó un uppercut de izquierda en el estómago y un cross de derecha en la mandíbula. El hombre cayó, pero no se alejó y comenzó a gritar cuando Peter arrastró a Karen calle abajo.
Peter echó a correr arrastrando a la muchacha de la mano, y sacó la automática del cinturón. De la Fotografía habían salido dos hombres a toda carrera y el hombrón borracho les señalaba desde el suelo. Los hombres estaban armados, pero vieron la automática de Peter y se mantuvieron a distancia.
Peter empujó a Karen y la obligó a correr delante de él, escudándola con su cuerpo, y no apartó la vista del enemigo obligando así a los dos hombres a conservarse a distancia. Los perseguidores avanzaron pegados a las paredes. Habían ocultado los revólveres en el bolsillo, pero no permitían que la pareja aumentara la distancia que los separaba.