Karen corría y corría, jadeando, enganchándose los tacones en las piedras, pero forzada a seguir por el acicate que significaba la presencia de Peter a sus espaldas. Llegaron al final de la Via del Campo y a la intersección con la Via Gramsci, y las piernas de la chica comenzaron a vacilar.
– Peter…
– A la Via Pré -indicó él-. Siga corriendo.
– No puedo. Nos perseguirán hasta que caiga.
– No. En la Via Pré no podrán.
Cruzaron y comenzaron a correr por la Via Pré. Los hombres les siguieron.
– No puedo correr más -jadeó Karen.
– Acérquese a la pared. Camine.
Ella se aproximó a los portales y miró hacia atrás atemorizada.
– Tranquilícese -le dijo Peter-. No se acercarán como para ponerse a tiro.
Karen siguió andando, a la carrera cuando podía, al paso cuando no daba más de sí. Cuando había gente, disminuía la marcha y se sentía más segura. Peter había guardado ahora la automática en el cinturón y marchaba tres o cuatro pasos detrás de ella. Ahora que no había armas a la vista, los perseguidores habían vuelto al centro de la calzada. Mantenían la distancia, pero se movían con más audacia.
Se mantuvieron así, a distancia prudencial, sin arriesgarse. Habían acorralado a la presa y les bastaba con cansarla.
Peter tenía otras ideas.
– Los taxis -murmuró al oído de Karen, mientras se agachaban para perderse detrás de algún grupo de transeúntes reunidos en torno de las canastas anaranjadas de los vendedores ambulantes-. En el extremo de la calle. Subiremos a un taxi.
Karen asintió con la cabeza, sin hablar. Necesitaba todo su aliento para seguir andando.
La Via Pré era larga -casi interminable-, y a Karen le pareció que transcurría una eternidad hasta que pasaron junto a la rampa vecina al hotel y comenzaron a descender la pendiente hasta el estacionamiento de taxis. La gente había quedado atrás y los perseguidores habían vuelto a sacar las armas y comenzaban a acortar la distancia. Peter también tenía la automática en la mano, pero los individuos morenos no parecían intimidados ahora. Estaban dispuestos a ponerse a tiro.
Casi estaban al alcance del arma de Peter cuando éste y Karen llegaron al final de la pendiente y a la esquina del último edificio. En el estacionamiento vecino a la Via Gramsci había dos taxis estacionados. Los conductores charlaban despreocupados.
– Suba al más próximo -murmuró Peter e hizo un movimiento tendente a desorientar a los perseguidores-. Suba y agáchese.
– ¿Y usted?
– Los mantendré a raya hasta que podamos salir.
Los hombres no se dejaron engañar. Se abrieron hacia ambos lados de la calle, aprovechando las sombras y acortaron la distancia.
– Corra -dijo Peter, y le dejó sacar ventaja.
Luego dobló la esquina y se lanzó tras ella. A sus espaldas oyó el ruido de pies que bajaban la pendiente a toda carrera.
Dieron la vuelta a la esquina con toda precaución, con sus revólveres preparados; pero Peter y Karen estaban detrás del taxi más próximo, en el refugio que separaba el estacionamiento del rugiente tránsito de la avenida. Los hombres se detuvieron y Peter dijo a Karen:.
– Diga al conductor que nos saque de aquí lo antes posible.
Ella jadeaba y trataba de abrir la portezuela, manteniéndose agachada. Pero no tuvo oportunidad de decir nada al conductor, los taxistas habían visto las armas y corrían en busca de refugio.
Peter miró a su alrededor para decidir el próximo paso y entonces descubrió el sedán. Aún estaba lejos, apenas asomaba por la última curva de la Via Gramsci. Su tamaño tampoco llamaba la atención. Lo curioso era su marcha excesivamente lenta, la forma en que se mantenía sobre el lado de la calzada, la forma en que frenaba en la desembocadura de cada callejuela que llegaba de la Via Pré, mientras el resto de los vehículos pasaban como exhalaciones. No era de sorprender que los otros dos individuos se hubieran contentado con permitir que Peter corriera hacia allí. Era una emboscada.
Tenía que actuar de prisa. Al otro lado de la Via Gramsci, bajo la sopraelevata -la carretera elevada que cruza Génova-, un cerco de gruesa tela metálica separaba la estrecha acera de un barranco que descendía unos seis metros hasta las vías del tren. Más allá de las vías se encontraban los depósitos, los estacionamientos y las instalaciones del Porto Vecchio. No había más salida que una abertura en el cerco, desde donde descendían unos escalones hasta una plataforma que cruzaba las vías y desembocaba en una escalinata iluminada que llevaba a la zona de los depósitos.
Peter no se detuvo a pensar. Tomó a Karen del brazo y señaló.
– ¡Corra hacia allí cuando diga «ya»! ¡Corra como loca…! ¡YA!
La arrastró a través de la calzada, aprovechando un claro en el tránsito y corrieron hacia la escalera.
Atrás, los dos pistoleros corrían hacia los taxis y preparaban sus armas, pero se interpuso un autobús. Peter y Karen habían llegado a la otra acera y, sorteando a un marinero, se dirigían a la abertura.
El sedán aceleró, se detuvo junto a los pistoleros, y del asiento trasero saltó un hombre. El automóvil se abrió paso entre el tránsito y enfiló hacia una rampa que descendía al nivel de los muelles. Los tres hombres que habían quedado en la avenida corrieron detrás de los fugitivos.
La escalinata era amplia y larga y terminaba en una ancha calle, en la que había unos veinte vehículos estacionados. Peter, que bajaba a saltos la escalera detrás de Karen, había pasado el descansillo cuando los tres hombres llegaron a lo alto de la escalinata. Había desenfundado la automática y los pistoleros retrocedieron al ver el arma. Volvieron a asomarse a la escalera, esta vez echados de bruces en el suelo; pero Peter y Karen ya estaban detrás del primer automóvil estacionado.
Al ver que desaparecían, los hombres se incorporaron e iniciaron el descenso. Peter apuntó la automática y disparó. Su intención había sido dar al hombre de en medio; pero no era su revólver y la bala pasó a un centímetro de la mandíbula del individuo. Aquello les detuvo. Los dos de los extremos corrieron hacia arriba, el del medio se agachó.
Peter aprovechó la confusión. Tomó a Karen de la mano y la arrastró detrás del siguiente automóvil y luego del siguiente. Avanzaba hacia el extremo del depósito. Era lo que Brandt llamaba «maniobra de cucaracha». Según él, la cucaracha es tan difícil de cazar porque corren detrás de un objeto, no para ocultarse -como lo hacen los ratones- sino para ocultar su trayecto y así mantener en secreto el siguiente refugio y el siguiente y el siguiente. La orden de Brandt en materia de huidas era: «Cuando se pongan a cubierto ¡muévanse!»
En la esquina del otro depósito, un sereno salió de una garita para investigar la causa de la explosión. Peter avanzó hacia el siguiente automóvil. En lo alto de la escalinata, uno de los pistoleros hacía señas al sedán. Reclamaba ayuda.
Más allá de los depósitos había un amplio estacionamiento para camiones y trenes, que terminaba en el enorme edificio de mercancías y en la Stazione Marítima. Después de aquellos edificios estaba el mar. Peter arrastró a Karen dos automóviles más, para alejarse de la escalera, pero los escondites se les estaban terminando.
Se oyó el pitido de un tren y una pequeña locomotora avanzó a través del espacio abierto, arrastrando unas veinte vagonetas de cuatro ruedas, en el preciso instante en que el sedán aparecía en dirección opuesta. El automóvil se desvió y dobló por la calle que separaba los dos depósitos. Pasó a toda velocidad junto al escondite de Peter y Karen y se detuvo al pie de la escalinata donde estaban los primeros automóviles. Hombres armados descendieron del lado de la escalera, se parapetaron detrás del sedán y buscaron el blanco.