Peter condujo a Karen detrás del último automóvil y le señaló la esquina del depósito, que estaba a unos quince o veinte metros de allí.
– Corra agachada -le susurró-. Vamos.
Se agacharon y corrieron juntos. Pero la buena suerte no les duró. Estaban llegando cuando un hombre que vigilaba desde lo alto de la escalinata gritó.
Lograron ponerse a cubierto y Peter arrastró a Karen a toda velocidad hasta colocarse detrás de la última vagoneta del tren. Corrieron a la par, parapetados por ella. Corrían todo lo que podían pero el tren iba tomando velocidad. En aquel momento pasó cerca un camión-cisterna, que arrastraba un remolque-cisterna y se dirigía hacia el edificio de mercancías. Se ocultaron tras él. Peter procuró que Karen se colgara del remolque, pero la muchacha no logró agarrarse bien y cayó. Peter la levantó, pero habían quedado ya sin resguardo. Estaban solos en terreno abierto, y el grito de alarma proveniente de la escalera fue inmediato.
Pero la «maniobra de cucaracha» había dado resultado. Los perseguidores se habían desorganizado. El más próximo estaba cien metros atrás; el sedán cien metros más lejos aún y avanzando en dirección equivocada.
Pero la presa había quedado a la vista y los cazadores volverían a concentrarse. El primer hombre echó a correr en dirección a ellos, otro gritó y el distante sedán giró con un chirrido de neumáticos.
Peter y Karen alcanzaron el edificio de mercancías, dieron la vuelta a la esquina y corrieron bordeando la fachada, pero no pudieron llegar más allá. El enorme edificio sobresalía sobre una vía férrea y estaba abierto a ambos lados. Los portones de carga estaban cerrados y los grandes pilares que sostenían el voladizo descendían en la misma línea que los bloques de hormigón del muelle, perdiéndose bajo el nivel del agua, dos metros y medio más abajo.
La Stazione Marítima estaba a unos cincuenta metros de allí, a la derecha, con el trasatlántico Augustus amarrado al muelle. Pero estaba demasiado iluminado y la distancia era demasiado grande para que Karen y Peter pudieran escapar sin ser vistos. Cerca del lugar en que se habían detenido había dos barcas, sujetas con un ancla de popa y un cabo de proa; pero no había tiempo de acercarse. También había un lanchón amarrado contra el muelle, pero su cubierta plana, a nivel de tierra firme, no ofrecía el menor reparo. En cuanto a los portales y pilares, sólo brindaban a la pareja un refugio temporal. Era cuestión de instantes y los pistoleros aparecerían por ambos lados del edificio y los obligarían a salir.
Peter arrastró a Karen hasta uno de los pilares, cerca de la proa del lanchón.
– ¿Sabe nadar?
– Sí.
Sin más explicaciones le dio un empellón, enfundó la automática y se arrojó tras ella.
Miércoles 21.45-22.35 horas
Karen escupía agua cuando Peter emergió a su lado, pero no protestó.
– Métase acá -le susurró y la guió hacia la angosta brecha que quedaba entre la pared de hormigón del muelle y la curva del casco del lanchón.
Esperaron, moviendo los pies en el agua y buscando algún saliente o algún boquete abierto por el agua en el cemento para sostenerse mejor. Estaban fuera del alcance de su vista y podían mantenerse a flote, pero no podían cambiar la temperatura del agua. Sentían frío, un frío que se iba acentuando minuto a minuto.
Al comienzo no llegaron a ellos más que sonidos distantes: el pitido y el jadeo del tren, el rumor del tránsito en la Via Gramsci, el zumbido de los automóviles que pasaban por la sopraelevata. Luego se oyó ruido de pisadas sobre las piedras, justamente sobre sus cabezas. Una voz dijo algo, casi en sus oídos, y otra voz, un poco más distante, respondió. Alguien saltó a la cubierta del lanchón, cruzó hasta la otra banda y volvió a hablar. Luego llegaron otras voces desde el extremo opuesto del edificio. Los hombres avanzaban con cautela, seguros de que la presa estaba acorralada.
Registraron pilar por pilar, portal por portal, y las voces se hicieron más altas, más frecuentes, más quejosas. Los cazadores estaban desconcertados. Los fugitivos no estaban allí. Pero ¿dónde podían haber ido? No podían haber llegado a las barcas… estaban inmóviles, nadie las había tocado. Tampoco se los veía en el agua. Los rayos de las linternas se reflejaron sobre el manso oleaje.
La búsqueda se prolongó quince minutos y luego las voces apesadumbradas e irritadas se alejaron. Un motor se puso en marcha, se oyó el ruido de portezuelas que se cerraban y el ruido del motor se perdió en la distancia.
– Gracias a Dios -dijo Karen-. Estoy congelada. Salgamos de aquí.
– Todavía no.
– Se fueron.
– Puede ser una treta.
– Déjese de bromas, Congdon. Los he oído. Dijeron que debíamos habernos ido al trasatlántico o a la estación marítima.
– Por supuesto. Lo dijeron para que nos sintiéramos seguros.
– Pero, caramba, oí cómo lo decían. No era una treta. Están desorientados. No podían saber que estábamos escuchando.
– De todos modos esperaremos… porque puede ser una trampa. Y la forma de eludir las trampas es aguantando lo inaguantable, resistiendo lo irresistible.
– Como en la tienda del remendón.
– Exactamente. Como en la tienda del remendón.
– ¡Y lo hicimos sin necesidad! Me obligó a permanecer una hora y media con los pelos de punta junto a dos cadáveres. Me parecía oírlos respirar, moverse. Por un momento creí que me desmayaría. Y ahora quiere que me muera congelada, sádico de mierda. No le haré caso. No le haré caso.
– La oí decir que nunca me traería problemas.
Karen apretó los dientes.
– Hijo de puta. Usted me dice eso.
– Soy responsable de su vida. ¿No puede convencerse? No intente persuadirme de que la deje correr riesgos.
– ¿Responsable de mi vida? No sólo se muere de un disparo. También se puede morir de neumonía, por ejemplo.
– Siga enfadada. La furia le dará calor.
La joven se volvió en la oscuridad y soportó el frío en silencio tres minutos más. Luego susurró:
– Peter, por favor. No aguanto. No podré mantenerme más a flote.
Los dientes le castañeteaban.
Peter, que tenía una resistencia espartana para esas cosas, también estaba aterido.
– Está bien -concedió-, pero muévase con cuidado. No sé si nuestras armas funcionan ahora.
– ¡Ay, gracias a Dios! ¿Adónde vamos? ¿Cómo vamos a salir de aquí?
Peter emergió detrás del lanchón, no vio a nadie que vigilara sobre sus cabezas y siguió nadando junto al paredón. Cuando Karen le siguió, hizo un gesto en dirección a la barca más próxima. Era una embarcación de siete metros de eslora, con una pequeña cabina y una alta timonera, que tenía la forma y el tamaño de una cabina telefónica.
– ¿Ve esa barca roja, tan pintoresca?
– ¿Vamos a subir? -preguntó ella nadando con movimientos rígidos junto a él.
– Subiremos a bordo y nos ocultaremos allí.
Nadaron sin hacer ruido en el agua oscura hasta llegar a la barca. Karen se agarró a la popa; pero fue todo lo que pudo hacer. Sus dedos apenas se doblaron para aferrarse y ya no le quedaban fuerzas. El propio Peter tuvo que hacer un gran esfuerzo para izarse sobre la lona que protegía el sector de popa y la entrada a la timonera. Tomó las manos de Karen, se afirmó y entre los dos lograron que franqueara la borda. Se tendió sobre la lona, tiritando, exhausta.
Peter sacó su cortaplumas y cortó parte de los cabos que mantenían la lona en su sitio. Levantó un ángulo y entraron. En la oscuridad interior buscaron a tientas el camino hasta la pequeña y absurda timonera. Sin embargo, no había posibilidad de hacerse a la mar. No sólo faltaba la llave de arranque, sino que la rueda del timón estaba sujeta con cadena y candado.