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Bajo el timón encontraron una puerta de entrada a la cabina. Estaba abierta. Descendieron dos escalones y encontraron un fregadero y una cocina a estribor, y una mesa de navegación con estantes para las cartas a babor. A proa había dos camastros, y sobre los camastros unas gastadas mantas.

– Mantas -dijo Peter, señalándoselas a Karen.

No podían navegar, pero podían entrar en calor.

La joven pasó a su lado y se acercó al camastro de estribor. Peter se dirigió al otro y ambos comenzaron a trabajar en silencio. Trataban de quitarse las ropas empapadas, con unos dedos congelados, que apenas les obedecían. Peter creyó que moriría de frío antes de quitarse la ropa y quedarse en calzoncillos, para envolverse en las dos mantas plegadas sobre el camastro. Aun así, envuelto en las mantas, tardaría mucho tiempo en entrar en calor. Karen seguía luchando en la oscuridad. Sus dientes castañeteaban.

– ¿Tiene algún problema? -preguntó Peter.

– Sí.

– ¿Quiere ayuda?

– No se acerque.

– Estaba tratando de ser útil.

– Útil -repitió con tono acre-. Trata de ser útil y me mantiene sumergida en agua helada hasta que el frío me impide flotar.

– El agua no estaba tan fría.

– Parecía hielo. Y si hubiera estado menos fría, me habría mantenido sumergida durante más tiempo.

– Ya le dije por qué lo hacía.

– Ya sé lo que me dijo. También sé cuáles son sus verdaderas razones para hacerlo.

– Lo hice para protegerla.

Se oyó el ruido de un montón de trapo empapado que caía al suelo, junto al camastro de Karen, y la joven siguió hablando, sin dejar de tiritar.

– ¿Para protegerme? ¿A eso le llama protección? No hago más que correr desde esta mañana a las cinco. Corro y corro. Siempre me dice que nos hemos salvado, pero ellos siempre nos están pisando los talones. Les permite que le arrebaten la clave. Después les da la pista con sus cheques de viaje. ¿Y para qué? Porque lo que es pasaportes… no vamos a conseguir. Nuestro avión sale para Niza mañana por la mañana y nosotros no estaremos a bordo.

Se envolvió en las mantas.

– Estoy cansada y hambrienta y helada. No tengo ropa. No sé cómo vamos a salir de aquí. ¡Y me dice que me está protegiendo! ¡Dios mío, qué ocurriría si no me protegiera!

– Sé lo que ocurriría -replicó Peter, herido en su orgullo-: estaría muerta.

– Preferiría estar muerta.

– No diga disparates. La sacaré de aquí.

– ¿Cómo?

– No importa cómo; pero la sacaré.

– Claro que me sacará. ¿Qué planes tiene? ¿Permanecer aquí hasta que hayamos entrado en calor y luego vestirnos otra vez con la ropa mojada y cruzar a nado hasta el trasatlántico y viajar como polizones? Esa es una de sus típicas ocurrencias de sádico.

– No estoy tratando de torturarla.

– Sí. No le gusta lo que soy y está tratando de castigarme por mis pecados. Peter Congdon es Dios y Karen Halley fango, y Dios ha condenado a la impura Karen a un pequeño infierno particular. La va a marcar para toda la vida, para que aprenda.

– Está hablando como una demente. No la estoy enjuiciando, ni siquiera pienso en usted. Tengo una misión que cumplir y la estoy cumpliendo, eso es todo. No me importa un bledo quién es usted o qué es usted. Usted para mí es una tarea.

– ¡Qué voy a ser una tarea!-siseó ella con furia-. Soy la muchacha que quiere azotar en una plaza pública. ¿Recuerda? ¡Y eso es lo que está tratando de hacer!

– No se haga ilusiones. Dije que la azotaría si fuera mi hermana. A usted no. Ni a usted ni a ninguna como usted. Usted no es mi hermana, de modo que no tiene por qué aplicarse mis palabras. ¿Que yo quiero castigarla? ¿Me voy a tomar todo este trabajo para castigarla? ¡No me haga reír!

– ¡Es que es para reírse! Y también son para reírse sus excusas para mantenerme sumergida en el agua helada o encerrada en una habitación oscura con dos cadáveres. ¿Y los hombres que ha matado? Eso también es muy divertido, ¿no? Y con qué inteligencia elude a la mafia. Eso es lo más gracioso de todo. Estoy ansiosa porque llegue el día de mañana. Mañana va a ser la culminación de esta diversión. Mañana moriremos.

– Claro. Constituimos un excelente equipo. ¿No es eso lo que aseguró?-replicó Peter-. Es una lástima que me haya salvado la vida. Piense todos los disgustos que se habría economizado.

No respondió. La cabina quedó en silencio. Peter miró su reloj de pulsera. Eran las veintidós treinta y cinco. Un día largo y amargo. Estaba entrando en calor y eso lo consolaba un poco. Ahora movía mejor los dedos. Se arrancó los restos de bigote, buscó el revólver en la oscuridad y lo sacó de la cartuchera. Tendría que haberlo remojado en aceite o por lo menos en agua dulce. A falta de esos elementos hizo lo único que podía hacer, lo desarmó y secó a fondo todas las piezas. Luego lo volvió a armar.

Cuando hubo terminado se tendió, con el revólver en la mano, y se quedó dormido.

Jueves 6.15-16.15 horas

Peter despertó cuando aún no había aclarado. Le despertó un rumor de voces próximas y un ligero bamboleo de la barca. Se oyó un golpe, como si alguien hubiera saltado a bordo; luego otro más. La barca comenzó a moverse. Se oyeron pasos y sonidos sobre el techo de la cabina y a través de los pequeños ojos de buey desfilaron las bordas de otras embarcaciones.

– ¿Peter?

Era Karen y estaba asustada.

Él estaba boca abajo, mirando la entrada de la cabina. Sostenía suavemente su revólver y no parecía tenso. Los sonidos no eran inesperados aunque se habían anticipado un poco a sus cálculos. Eran las seis y cuarto.

– ¿Sí? -respondió, también en un susurro.

– Estamos atrapados. ¿Qué haremos?

Peter revisó con cuidado el revólver. Parecía marchar bien.

– Nos quedaremos quietos -dijo.

– Se darán cuenta de que estamos aquí -insistió Karen-. Cortó las cuerdas.

– No importa. Nos llevarán a dar un paseo en barco. Usted se lo dirá.

Se produjo una conmoción en la popa. Habían descubierto los cables cortados y la lona levantada. Los dos hombres hablaban casi simultáneamente y parecían discutir.

– ¿Qué ocurre? -susurró Peter.

– Piensan que hay alguien dentro. Uno quiere cerciorarse, el otro quiere llamar a la policía. Pero han soltado la amarra de proa y no pueden volver al muelle sin levantar la lona y entrar.

– Que es precisamente lo que queremos.

Hubo protestas y argumentos y alguien desató los restantes cabos de la lona. Por fin levantaron una parte y en la oscuridad menos profunda de la brecha, Peter distinguió la silueta agazapada de un hombre joven y bien formado, que trataba de espiar hacia dentro. El hombre dijo algo y, con ayuda de su compañero, corrió un poco más la lona y terminó por quitarla de la entrada de la timonera, dejándola caer en la cubierta de popa. Ahora se veía también al otro hombre en la tenue claridad exterior; era enjuto y canoso. Los dos hombres comenzaron a plegar la lona, pero con actitud cauta y nerviosa, sin perder de vista la negra abertura que llevaba a la cabina.

Peter, apuntando a los hombres con su revólver, se puso de pie y dejó a un lado las mantas. Sólo tenía puestos los calzoncillos, húmedos aún, y el aire del amanecer era gélido. Pero no prestó atención al clima.

– ¿Cómo se dice «arriba las manos» en italiano? -susurró.

– Mani in alto.

Peter repitió tres veces la frase en voz muy baja.

Los dos hombres terminaron de doblar la lona y vacilaron. ¿Qué hacer: tratar de guardar la lona en el pañol, lo cual significaba descubrir de una vez por todas si había alguien a bordo, o dejar la lona sobre cubierta y salir a alta mar sin investigar?