Peter comió a solas y estudió la distante línea costera a través de los prismáticos. No tenía una idea clara de la distancia que había de Génova a la frontera, ni sabía cuánto habían avanzado. Trató de guiarse por las ciudades litorales que iban dejando atrás.
Eran cerca de las catorce cuando su vigilancia tuvo recompensa. Aquella preciosa bahía sobre la cual asomaba un palacio, aquellas mansiones engarzadas en la montaña del fondo, tenían que ser de Mónaco. De ahora en adelante podían exhibir sus pasaportes en cualquier puerto sin temor al arresto. Italia había quedado atrás.
Pensó en llamar a Karen para mostrarle el regocijante espectáculo, pero ella y Umberto estaban al timón de la embarcación. Ella tenía las manos apoyadas en la rueda del timón, él en la cintura de ella. La mejilla del muchacho se apoyaba contra los cabellos de ella. Que se fuera al diablo.
Dejaron Mónaco atrás y la línea de la costa se desvió hacia el Oeste. Karen ya llevaba el timón sola y cortaba las olas con la proa. El anciano estaba dentro y Umberto controlaba los tanques de combustible. Peter señaló la costa y gritó:
– Entre ahí. Siga aquel rumbo.
Karen asintió con la cabeza y giró el timón. Umberto se unió a ella y se enteró de lo que Peter pretendía.
Se acercaron, y un punto de la costa fue creciendo gradualmente. Era verde y exuberante. Aquí y allá, los techos de lujosas residencias asomaban entre los árboles. A la derecha, a unas pocas millas de distancia, se veían los desnudos acantilados de la costa meridional de Francia, las laderas salpicadas de arbustos achaparrados, las manchas de vegetación verde-grisáceo. Las carreteras trazaban líneas zigzagueantes en la montaña y los arcos de un alto puente se tendían a través de un abismo. Las viviendas se amontonaban sobre la costa, pero se iban haciendo más esporádicas sobre la ladera. Más atrás parecían arrojadas al azar entre las montañas y valles del fondo.
El sol descendía por la izquierda, pero el agua estaba azul y calma y no había nubes en el cielo. Eran cerca de las dieciséis y la barca hacía rumbo hacia un edificio blanco y circular, con grandes ventanales, que se levantaba sobre una loma. A través de los binóculos, Peter localizó el faro. Dirigió a Karen y a Umberto en esa dirección y quince minutos después entraban por la estrecha boca de un pequeño puerto circular, atestado de barcos.
Era un puerto tranquilo, con poca actividad. Los barcos más grandes se alineaban, borda a borda, de proa a los espigones; los pequeños se amontonaban en las aguas bajas, próximas a la playa. Los surtidores de nafta, las grúas y el sector de servicios generales estaban a la derecha, sobre una lengua de tierra, y las únicas personas visibles eran dos hombres que remendaban las redes. No había sonido de sirenas ni de silbatos. Nadie prestó atención a la roja y vetusta barca genovesa que cruzaba la entrada en la dársena bajo la dirección de Peter y atracaba en el muelle, cerca de los escalones que conducían a la plataforma del faro.
Peter saltó a tierra con un cabo y lo ató a un grueso pilar de hierro, que lo mantuvo apartado de un velero negro de quince metros de eslora, amarrado a continuación de una serie de grandes cruceros blancos. Karen, mientras tanto, entregó a Umberto las cien mil liras de Peter y él las aceptó, todo sonrisas.
La ayudó a bajar a tierra y dio a entender a Peter su eterna gratitud.
Peter arrojó el cabo sobre la cubierta, el viejo puso marcha atrás y el barco retrocedió. Karen, con su bolso y su abrigo aún húmedos en un brazo, despidió con gesto tierno a Umberto y le envió un beso. Peter apartó los ojos.
– Me pregunto, dónde diablos estamos -dijo con irritación.
Ella apartó la vista de Umberto y señaló en dirección a una pequeña oficina que se levantaba al otro lado de la dársena, detrás de los surtidores.
– Allí hay un cartel que dice International Sporting Club de Saint Jean Cap Ferrat -anunció-. ¿Le dice algo eso?
Peter miró, pero el cartel estaba demasiado lejos.
– ¿Quién se lo dijo?
Ella se encogió de hombros.
– Lo leí con ayuda de los prismáticos, mientras hacían la maniobra para atracar. Quise asegurarme de que no estábamos todavía en Italia.
– Gracias por su voto de confianza. ¿Habla francés?
– No. ¿Y usted?
– Lo estudié dos años en la escuela secundaria.
– Yo también, pero eso no significa nada.
– Significa que usted tiene estudios secundarios -comentó Peter y la tomó de un brazo-. Si es capaz de olvidarse de su amiguito el navegante, ayúdeme a buscar a alguien que sepa suficiente inglés como para decirnos dónde está el aeropuerto más próximo.
Jueves16.20-17.05 horas
– ¿Qué ocurre? -preguntó Peter al ver que Karen cojeaba.
– Los zapatos. Tienen que haber encogido o algo así. Para empezar, no eran míos. En esta ciudad tiene que haber un sitio donde se puedan comprar zapatos.
– Está mal de la cabeza -fue la respuesta de Peter.
Karen se detuvo en seco. Ahora bordeaba la parte posterior de la dársena, en donde las aguas bajas dejaban ver el pedregal del fondo.
Delante y hacia la izquierda los cerros se elevaban abruptamente y las residencias estaban dispersas. Detrás el hotel La Voile d’Or asomaba sobre el puerto. Umberto y Luigi dirigían su barca hacia los surtidores de Total y Shell.
Saludaron con la mano y Karen les respondió con un gesto entusiasta y agradecido.
– ¿Qué quiere decir con eso de que estoy mal de la cabeza? -preguntó.
– ¿Cómo cree que' nos vamos a detener a comprar zapatos? Tenemos que salir de aquí lo antes posible.
– ¿Salir de aquí lo antes posible? Tengo que conseguir ropa.
– Gorman le va a comprar un baúl lleno de ropa cuando llegue a Washington.
– Necesito ropa ahora.
Lanzó los zapatos al aire con fuerza.
– No voy a seguir usando estos zapatos. No voy a seguir adelante con esta ropa. Míreme. Un vestido que parece un estropajo, cubierta de sal, el pelo teñido con limpia calzado…
Arrojó el abrigo sobre la barandilla de hierro que bordeaba la acera.
– Y un abrigo húmedo y apelmazado. Que se pudra ahí.
Se puso en jarras y se enfrentó a Peter.
– Míreme. ¿Cree que puedo andar con esta facha?
– Míreme. Yo pienso seguir así.
– No es una mujer.
– No, soy un hombre que ha asumido la responsabilidad de llevar a una mujer sana y salva a Estados Unidos, y no estoy dispuesto a preocuparme por el aspecto que tenga ella o por el que tenga yo durante el viaje.
– Es otra sesión de tortura, ¿no? Como la de la trastienda mortuoria y la del agua helada. Ahora me va a hacer viajar en avión descalza y con un vestido…
– Póngase el abrigo.
– No quiero ese abrigo. Está mojado. Pescaré una pulmonía si me lo pongo. Lo único que quiero es un abrigo nuevo. Algo barato que me cubra este vestido y sandalias o algo así para calzarme. ¿Le parece exagerado?
– Sí, mientras no sepa los horarios de aviones y la distancia a que se encuentra el aeropuerto más próximo. Han puesto precio a su cabeza y el hecho de que hayamos cruzado la frontera no significa que hayamos escapado.
– Es verdad. Me olvido de eso, ¿no? Debería recordar cómo nos localizaron antes por su culpa. Y luego dice ser tan hábil para eludir a la gente. Corramos al aeropuerto. Lleguemos lo antes posible. Seguramente la mafia está ya sobre nuestras huellas.
– Es una cuestión de lógica, señora mía. Lo primero es lo primero. En primer lugar nos enteraremos de los horarios de vuelos. Luego, si queda tiempo, nos ocuparemos de la ropa.
– Deje de hablar y busquemos ese avión que tanto anhela, antes de que la mafia nos pesque.
Siguieron andando y el camino se bifurcó. Por un lado seguía bordeando la ensenada y conducía hacia los surtidores de nafta, por el otro ascendía la ladera, en dirección a una carretera. En este último ramal había un cartel indicador que decía «Nice-Monaco» y la pareja ascendió la calle flanqueada por tiendas.