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– Pero no me habría enviado si realmente hubiera creído que corría un riesgo serio. Me dijo que se sentía responsable de la muerte de Bill, que habría preferido cancelar la investigación antes de arriesgar así la vida de Bill, si hubiera sospechado lo que iba a ocurrir. Me repitió una y otra vez que me confiaba la tarea porque tenía la certeza de que no implicaba el menor riesgo.

– Esas cosas se las dice a mucha gente, Karen. Creo que te estaba contando un cuento. No sólo creía que los riesgos iban a ser grandes, sino que deseaba que lo fueran. Y, además, apostaría que, contra lo que te aseguró, prácticamente nadie sabe qué cara tiene la amante de Bono.

– Oh, Peter. No seas injusto.

– ¿Injusto yo? Los dos tipos a los cuales Vittorio y yo atajamos en tu apartamento iban a matarte. Sólo con eso podrías darte por satisfecha. Se basaban en los datos del senador.

Karen se mordió el labio.

– ¿Dices que él deseaba que la misión fuera arriesgada? ¿Que deseaba que tuviéramos problemas? ¿Por qué?

– Porque quiere que la amante de Bono declare. Cualquiera que sea su ambición, sea aplastar a la mafia o llegar a la Casa Blanca o ambas cosas, tiene que hacer declarar a esa testigo. Es todo lo que tiene. De modo que lo único que le interesa es llevarla a Estados Unidos. No le importamos nada tú, ni yo, ni nadie. Sólo le importa esa mujer. De modo que, como parte del plan, decidió poner un cebo y hacer un intento muy realista para salvar a ese cebo. Piénsalo bien. ¡De qué le serviría un señuelo si todo el que lo ve se da cuenta de que es un señuelo! Al margen de las historias que pueda habernos contado, tienen que existir razones que le hagan suponer que es muy poca la gente en condiciones de identificar a esa mujer. Está convencido de que el señuelo va a engañar a todo el mundo.

»Ahora bien, supón que vuelo a Roma, te recojo y te llevo a EE.UU., y hago todo con tanta discreción que la mafia ni se entera de que eso ha ocurrido. ¿De qué le serviría a Gorman? La mafia seguiría buscando a la testigo. En otras palabras: una-pista falsa no sirve de nada si nadie la sigue. Por eso deseaba que la mafia descubriera que había enviado a un determinado hombre… a mí… para volver con la mujer. Creí que era la causa de su estúpida arrogancia, de su certeza de que era demasiado astuto para la mafia, por lo que se había dejado seguir cuando me entregó los papeles. Así me descubrieron. A través de él. Cuando te encontraste con él nadie os vio. No quiso que os vieran. Pero sí quiso que le vieran conmigo. Ese hijo de puta es más inteligente de lo que creía.

Karen frunció el ceño.

– Pudo habernos hecho matar.

– Así es. Pudo habernos hecho matar. En realidad creo que es lo que hubiera preferido.

Peter aferró un brazo de la muchacha.

– ¡Santo Dios! Si lo hubiera sabido antes… Vístete. Nos vamos de aquí.

– ¿Qué? ¿De qué estás hablando?

– Claro, es eso. Le conviene que nos maten. ¿No te das cuenta? Le será mucho más fácil hacer viajar a la testigo real si la mafia la cree muerta. Ya no buscarán más. Mientras nosotros estemos con vida todos sus movimientos serán controlados. En esas condiciones resultará arriesgado trasladar a la testigo. Y si nosotros regresamos con vida, la mafia seguirá controlando todo lo que haga, tratando de evitar que tú y él os encontréis… Lo que evitaría el encuentro con la otra mujer.

– Pero ¿por qué quieres que nos vayamos de aquí?

– Porque si consigue filtrar el dato de que te ha enviado un pasaporte nuevo, la mafia puede descubrir quién es su contacto en Niza… como lo hicieron en Roma… y comenzarán a averiguar quién se aloja este fin de semana en casa de Pierre DeChapelles. Quizá me equivoque, pero no nos quedaremos aquí para averiguarlo.

– Pero nos iba a llevar mañana a París en avión.

– Faltan ocho horas para eso. Es demasiado tiempo para permanecer inactivos.

– ¿Y qué piensas hacer?

– Tomar prestado uno de los automóviles de DeChapelles y viajar a París en automóvil.

Karen se vistió en pocos minutos y a la una y diez descendían la escalera de puntillas, dejaban una nota a DeChapelles, salían por una de las puertas de cristal de la fachada lateral y bajaban los escalones del porche. En la casa sólo estaban encendidas las luces de fuera y en el pabellón de servicio se veía una única ventana iluminada.

En el garaje había dos automóviles, un gran Citroën castaño y crema y un pequeño Sonnet Saab sport rojo brillante. El Saab tenía la llave de contacto puesta, lo que facilitó la elección. Subieron, pusieron el motor en marcha y cerraron las portezuelas sin preocuparse del ruido. El diagrama de cambios estaba adherido al parabrisas y Peter puso marcha atrás, retrocedió hasta el camino para automóviles y salió de la casa. Doblaron a la derecha, pasaron una pequeña elevación y entonces fue cuando los faros iluminaron un gran sedán que bloqueaba el camino.

Peter pisó el freno y el pequeño Saab se detuvo con un chirrido. Al mismo tiempo se encendieron los faros de un automóvil que había aparecido a sus espaldas y dos hombres salieron de los arbustos que flanqueaban el camino.

Peter y Karen no tuvieron la más mínima oportunidad de defenderse. Sus portezuelas se abrieron y se encontraron con los enormes cañones de unos revólveres muy próximos a sus ojos.

Sábado 1.15-2.35 horas

Les arrancaron del automóvil y les registraron bruscamente. El objeto del registro eran las armas, pero los jóvenes italianos que se encargaban de Peter descubrieron los 500 dólares de Gorman en su cartera y se apropiaron de eso y de la automática y el revólver. A Karen le quitaron treinta y dos, pero nada más.

La calle estaba oscura, no había más luz que los faros del Saab y del automóvil que había aparecido por detrás, y Peter no pudo calcular cuántos hombres había allí. Parecían unos seis y hablaban en italiano.

En el automóvil de detrás se cerró una portezuela y una voz impartió órdenes. Los hombres obedecieron y apartaron el Saab, dejándolo contra la cerca de piedra e hicieron girar al automóvil que bloqueaba el camino. Otra voz, que surgía de detrás de los faros, murmuró en inglés:

– ¿Para qué les haces salir del automóvil? ¿Por qué no los dejas dentro? Podríamos empujarlo a un lado.

La voz dura que había impartido las órdenes respondió en inglés:

– Porque no les queremos dejar aquí.

Los dos se adelantaron y la luz de los faros los iluminó. El que se había quejado era el tipo flaco, con aspecto de tuberculoso, y el que mandaba era el del diente negro y el clavel. Peter no se sorprendió.

El señor Clavel no demostró regocijo por la situación de Peter. No habló con Karen y ni siquiera dio muestras de advertir su presencia.

Sólo le preocupaba librarse del Saab. Señaló y dio más órdenes en italiano. El flaco sí miró a los prisioneros; pero su actitud era clínica, como la de un científico a punto de aplicar una inyección a un conejito de Indias. Cuando el Saab estuvo estacionado, hizo un gesto.

– Vuelvan a meterse en el coche -dijo dirigiéndose a Karen y a Peter.

Peter trató de hacerse oír.

– Escuche, sé qué piensan de todo esto…

El hombre del clavel le ignoró y se volvió al flaco.

– ¿Qué quieres que hagan?

– Que se vuelvan a meter en el automóvil. Es el mejor sitio. No les vas a dejar tirados en la calle, ¿no?

– Esa mujer no es la que cree… -insistió Peter.

El del clavel le ignoró de nuevo.

– Aquí no -dijo a su amigo-. No haremos nada aquí.

El flaco dijo fríamente:

– Aquí y ahora, en el automóvil.

El grandote se señaló.

– Soy Vico Barbarelli y Vico Barbarelli da las órdenes. Y digo que no les vamos a matar aquí.