– ¿Se te ocurre un sitio mejor?
– Te olvidas de algo.
– No me olvido de nada. Lo paso por alto.
– No es prudente.
Los labios del flaco se crisparon.
– ¿Quieres estropearlo? Hazlo a tu gusto. ¿Quieres que la tarea se cumpla? Yo la haré.
– Pero parte de la tarea…
– Te digo que no andes con rodeos. ¿Los quieren muertos? Pues les mataremos. Aquí mismo. En este instante. Tenemos que asegurarnos.
– Pero la orden…
– La orden es agarrar a esa muchacha. Es la única orden que cuenta. La orden es encargarse de que ella no abra la boca. Y hay una manera de mantenerla cerrada. Una sola manera. De modo que no pierdas tiempo. Déjala vivir un minuto extra y en un minuto innecesario puede suceder algo que lo destruya todo. A uno le dicen cuál es el objetivo, decide la mejor forma de alcanzarlo y se olvida de todo lo demás. Tú sabes cuál es el objetivo, así que no me vengas a hablar de órdenes.
Barbarelli frunció el ceño.
– No necesito que me des lecciones. Tú decides tus cosas a tu manera. Yo decido mis cosas a mi manera. Y ésta es cosa mía. He recibido órdenes y te las paso.
El flaco hizo una mueca desagradable y escupió.
– Está bien -gruñó-. Como digas. Pero renuncio. Si algo sale mal a partir de ahora, tú serás el único culpable.
– Nada saldrá mal. Te lo aseguro.
El del clavel se apartó del flaco y se acercó a Peter.
– Bueno, Congdon. Haremos un viaje -dijo, señalando el automóvil-. Usted y la chica se sientan detrás.
Dio unas órdenes en italiano y unos hombres les hicieron avanzar.
El automóvil era un Cadillac norteamericano, con transportines. Barbarelli se sentó delante, con el conductor; Peter y Karen en el asiento de atrás y dos hombres armados en los transportines. El flaco y los dos hombres subieron al segundo sedán.
Regresaron a través de Antibes y tomaron la carretera de Niza. Los capturadores viajaban en silencio. Barbarelli era el único que hablaba inglés y Peter trató de interesarle en la verdadera identidad de Karen.
– Ya sé para qué la quieren -le dijo seriamente-. Pero se equivocan de mujer. Ella no fue amante de Joe Bono.
– Cállese.
– Es una sustituía. Es una treta del senador Gorman para engañarles.
Barbarelli dijo algo en italiano y el hombre más próximo a Peter le golpeó en la boca con el cañón del revólver. El golpe le atolondró e hizo que la sangre manara con fuerza de sus labios.
Karen lanzó un gemido y apoyó la cabeza contra el pecho de Peter.
– No hables más -le dijo con ternura-. Por favor no hables más.
Entraron en Niza por la Avenue des Anglais y doblaron hacia la izquierda por la entrada de servicio del hotel Ritz. El gran edificio, de siete pisos, estaba cerrado, y todas las ventanas, incluso las de sus redondeados ángulos y las de sus tejados casi verticales, tenían las persianas echadas.
Los automóviles se detuvieron en un callejón estrecho y desierto, juntó a una puerta que ostentaba el letrero «Ritz Bar». Todos bajaron y Barbarelli abrió la puerta con una llave. Entraron. Barbarelli atrancó la puerta y guió al grupo a través de habitaciones con olor a humedad, iluminando su paso con una linterna. Otros hombres tenían también linternas y sus haces de luz se reflejaron en el brillo del mostrador, iluminaron las pilas de mesas y sillas arrimadas a la pared, el hall alfombrado, en donde se abrían arcadas hacia un espaciosa salón de baile con columnas y una cristalera que daba a la gran terraza sobre el mar.
– Fermatevi! -dijo Barbarelli y el grupo se detuvo.
Karen y Peter fueron empujados contra una pared, iluminados por las linternas, y Barbarelli cruzó el hall y entró por una amplia puerta en una habitación interior.
Siguieron cinco minutos de silenciosa tensión y Peter apretó la mano de Karen, para darle ánimo. Hubiera deseado transmitirle esperanzas también, pero Gorman había cumplido su cometido a la perfección. El senador obtenía lo que quería. Su señuelo había sido apresado… ¿Y quién iba a creer que era un señuelo? Ella y su escolta serían asesinados y sus cadáveres -con toda seguridad- permanecerían ocultos por mucho tiempo… Peter comprendía que ésas eran las intenciones de Barbarelli; no quería dejarles junto a un camino, con la consiguiente publicidad. Peter y Karen desaparecerían y nadie se enteraría nunca. Gorman sí lo sabría. Cuando no tuviera más noticias de ellos, después de su desaparición de la casa de DeChapelles, sabría lo que les había ocurrido y haría venir tran- quitamente a la verdadera testigo, y después, un día, habría grandes titulares y Gorman posaría ante las cámaras y la testigo denunciaría a gente como Barbarelli y quizá alguien -a lo mejor el propio Barbarelli- fuera a la cárcel. Y tal vez, dentro de cuatro años y medio, en alguna convención, el nombre de Robert Gerald Gorman figurara como candidato a la presidencia de Estados Unidos de Norteamérica.
Sólo Karen Halley y Peter Congdon sabrían cómo se había gestado esa candidatura. Pero Karen Halley y Peter Congdon habrían sido pasto de los gusanos y sólo quedarían sus huesos para recordar al senador el precio de su ambición.
Barbarelli reapareció en el vano de la puerta e hizo un gesto imperioso. Los hombres empujaron a Karen y a Peter a través del salón y les hicieron entrar en lo que había sido un club nocturno. Aquí también las mesas y las sillas habían sido apiladas contra las paredes y estaban cubiertas con sábanas. En un extremo había un tablado, sobre el que se habían dispuesto dos biombos.
Karen y Peter fueron arrastrados a través de la pista de baile y quedaron al pie de la plataforma. Las luces de las linternas concentraron sus focos sobre ellos.
Por fin una voz grave que salía de detrás de los biombos dijo:
– Vuélvase.
Peter comenzó a obedecer, pero la voz le interrumpió.
– Usted no. La chica.
Karen se volvió lentamente y giró trescientos sesenta grados.
– Otra vez -ordenó la voz.
Ella repitió el giro. '
– Esta no es la mujer -dijo la voz.
Barbarelli dio un paso hacia delante. Por primera vez había dejado de ser el arrogante dueño de la situación.
– Pero no puede ser.
– No me diga lo que puede ser y lo que no puede ser -le espetó la voz-. He dicho que no es la chica.
– Pero, pero… signore, es la chica que vino a buscar. No cabe la menor duda. ¡La fotografía era de ella! Es la fotografía que envió el senador.
– Es un estúpido, Barbarelli.
Barbarelli se volvió furioso sobre Peter.
– Así que es eso, una treta -dijo y, volviéndose a quien se ocultaba tras los biombos, añadió-: Ya sabremos quién es.
Rugió una orden y dos hombres aferraron a Peter por los brazos. Barbarelli lanzó un juramento y asestó un golpe violento sobre Peter.
– Conque me engañaste -rugió-. Ahora me dirás dónde está.
– No sé de qué habla -musitó Peter.
Barbarelli le asestó un golpe, como un martillazo, sobre un lado de la cabeza y las rodillas de Peter se doblaron.
– ¿Dónde está la chica, hijo de puta?
Karen se lanzó sobre él y le sujetó los brazos.
– No, no -gritó-. No le pegue. No sabe nada.
Barbarelli la empujó y un hombre la sujetó. Barbarelli propinó dos salvajes golpes a Peter. Había concentrado en ellos todo su odio y su frustración.
– ¡Basta! -chilló Karen.
La cabeza de Peter pendía como la de un borracho.
– ¿Quién es? -gritó Barbarelli con creciente furia y descargó otro golpe sobre un lado de la cabeza de Peter.
El detective cayó de rodillas a pesar de los esfuerzos de los dos hombres por mantenerle en pie.
– ¿Quién es?
– No lo sé -dijo débilmente Peter, casi inconsciente.