Barbarelli le asestó un puntapié en las costillas que le arrojó al suelo con un gemido.
Karen se debatía en los brazos de otros dos hombres y clamaba a Barbarelli que se detuviera.
– No sabe nada. No sabe nada. El senador no nos dijo nada.
Barbarelli la ignoraba. Su furia iba en aumento.
– Dímelo -rugía aferrando a Peter y enderezándolo hasta dejarlo casi sentado.
– Dímelo -repitió aplicándole un revés.
– No lo sé -murmuró Peter.
– Dímelo -ordenó Barbarelli casi gritando.
Volvió a golpear un lado de la cara de Peter y Peter cayó al suelo y allí quedó.
– ¡Oh, Peter, Peter! -sollozaba Karen.
– Levántenle -gritó Barbarelli a los dos guardianes, pero los hombres no entendían el inglés y no se movieron.
– Levántenle -gritó de nuevo el hombrón y descargó un golpe sobre el más próximo, que estuvo a punto de caer.
– ¡Basta, Barbarelli! -dijo cortante la voz de detrás de los biombos.
El hombrón se volvió. Jadeaba y su cara estaba perlada de sudor.
– ¡Le haré hablar! -dijo, sin aliento-. No se preocupe. Le haré hablar.
– Eres un estúpido, Barbarelli -dijo la voz-. No sabe nada. Hasta un idiota como tú debería darse cuenta de eso. El y la chica sólo son peones en todo este asunto.
– Saben algo. Tienen que saber algo. Déjeme que les trabaje un poco más.
Se volvió hacia donde los dos hombres habían puesto en pie al detective groggy.
– ¿Vas a hablar?
– Basta -repitió la voz, cortante-. Te he dejado divertirte, pero no tenemos tiempo. Tenemos que darnos prisa si queremos agarrar a la verdadera.
– ¿De modo que sabe quién es?
– Sí. Sé quién es. No soy un estúpido como tú, Barbarelli. Admito que el senador es inteligente. Hay dos chicas, Barbarelli. Había que saber cuál era la impostora y cuál era la verdadera. Creí saberlo, pero el senador es muy astuto y me hizo seguir la pista falsa. Pero ya hemos descubierto el error y tenemos que buscar a la otra.
– ¿Sabe dónde está?
– Sé dónde está.
La voz adoptó un tono distante, como si hubiera dado por terminada una audiencia.
– Saquen a esos dos de aquí y ténganles fuera -ordenó.
Barbarelli impartió órdenes, esta vez en italiano, y los guardianes les llevaron otra vez al gran hall. Karen marchaba por sus propios medios, Peter tuvo que ser prácticamente arrastrado. En el hall permaneció apoyado contra una pared, en estado de semi-inconsciencia, mientras Karen le sostenía llorando bajito contra su pecho.
Transcurridos unos instantes uno de los otros hombres salió, transmitió unas órdenes y abrió la marcha, iluminando el camino con la linterna. Los otros avanzaron detrás de él, conduciendo a la pareja. Llegaron a la escalera principal que ascendía desde el hall y subieron guiados por la luz de las linternas. Llegaron al primer piso, luego al segundo y siguieron así hasta llegar casi al último. El que les dirigía cruzó entonces el oscuro hall e introdujo una llave en una de las puertas. Empujaron a Peter y Karen al interior sin decir una palabra. La puerta se cerró tras de ellos, se oyó girar la llave en la cerradura y los pasos se alejaron.
Sábado 2.35-4.45 horas
Peter recurrió a su encendedor para inspeccionar el lugar. Estaban en el hall de entrada de una de las suites. A la derecha había un baño y delante una habitación amplia con una gran cama de bronce. Una simple colcha de algodón cubría el colchón y las almohadas. En un rincón había un pequeño escritorio y delante de la ventana, una mesa. El mobiliario incluía también un armario y varias sillas:
Probó el interruptor de la luz, pero no había corriente. No había nada. Nada de nada. Se sentía débil, cansado y enfermo. Junto a él, Karen sollozaba. No la había creído capaz de llorar.
– ¿Qué te ocurre? -preguntó con voz ronca.
– Lloro por ti. Por lo que te han hecho.
El encendedor se estaba calentando y lo cerró, avanzó a tientas a través de las tinieblas y se dirigió a la ventana. Abrió las hojas y levantó las persianas. La luna brillaba aún sobre los techos e iluminó la habitación. Peter comprobó que la ventana daba al patio interior del hotel y todas las demás tenían las persianas echadas.
Al volverse se tambaleó y Karen corrió a sostenerlo.
– ¡Ay, Peter!-gimió la joven-. Te han herido.
Él la rodeó con los brazos.
– Sólo son moraduras -murmuró-. Estoy bien.
– Acuéstate, por favor.
– En seguida.
Tomó una de las sillas, la llevó al hall y la calzó bajo el picaporte. Luego entró en el baño y abrió un grifo, pero tampoco había agua.
Volvió a salir y se sentó pesadamente en el borde de la cama. Karen se subió a la cama, se arrodilló junto a él y atrajo su cabeza contra su pecho. Le besó el pelo y apretó su mejilla contra la de él.
– ¿Qué nos harán?
– Supongo que nos matarán.
La muchacha se deslizó hasta quedar sentada junto a él y se cubrió la cara con las manos.
– Y todo ha sido por mi culpa. Estoy tan arrepentida.
– Ha sido culpa de Gorman.
– No, es culpa mía. Los dejé robar mi pasaporte. Soy la culpable. Si no hubiera ocurrido eso, estaríamos en Washington ahora. Con Gorman o sin Gorman.
– No te culpes. No podías saber que se iba a aprovechar así de ti.
– Eso es lo peor de todo -gimió Karen-, Coqueteé con ese muchacho para darte celos.
Y ahora te van a matar.
Él la miró, a la luz de la luna.
– ¿Celos? ¿De qué estás hablando?
– De ti. De mí. Tú me odiabas. Me despreciabas por lo que aparentaba ser. Dijiste que querrías azotarme. Desnuda en la plaza pública. Eso dijiste. ¿Tienes idea de lo que me heriste? Fue como si lo hubieras hecho. Ninguna mujer resiste que la miren con tanto desprecio. Me dolió y me enfureció porque no podía decirte la verdad. Porque no podía decirte que no era la clase de mujer que suponías. Tenía que simular lo que no era. Y sabía que una vez que me entregaras al senador, todo habría terminado. Me dejarías para siempre, convencido de que había sido la amante de un gángster, y no quería ser eso para ti. Y te odiaba porque tenía que ser eso y nada más que eso a tus ojos. Entonces decidí que no quería decirte la verdad. Sentía que te gustaba a pesar de tu desprecio y decidí explotar eso. Mi único objetivo era hacerte decir «Te quiero». Quería obligarte a declarar tu amor a una mujer a la que habrías querido azotar en la plaza pública, a una mujer a la que tú tomabas por amante de Joe Bono, por una coqueta descarada, por una ramera barata. Debí haber colaborado contigo y trabajé contra ti. Estabas tratando de salvarme la vida y sólo intentaba enamorarte. El senador me contrató para una tarea y no la cumplí. Hice algo que no tenía por qué hacer y provoqué el desastre. Debía haber permanecido sentada junto a ti en aquella barca, con el bolso sobre la falda. En lugar de hacerlo, coqueteé con Umberto, lo provoqué, y él y su padre me robaron. Y ahora seré la responsable de tu muerte. De la mía también, pero me la merezco. Tú, en cambio, no.
Se enjugó una lágrima e hizo un gesto de desolación.
– ¡Qué estúpida, qué estúpida he sido!
– Y estuve a punto de decirlo -murmuró Peter.
Karen lo miró.
– ¿A punto de decir qué?
– A punto de decir «Te quiero», como querías… creyendo lo que querías que creyera.
– ¿Cuándo?
– En la casa de DeChapelles. Fue cuando descubrí que los lóbulos de tus orejas no estaban perforados.
Ella se cubrió la cara con las manos.
– ¡Oh, Peter! -exclamó-. Debería sentirme feliz y soy tan desgraciada. No me lo merecía. Soy peor de lo que fingía ser.