– Pero no te lo dije entonces, así que te lo diré ahora.
Karen se acercó, se apoyó sobre una rodilla y le puso los dedos sobre la boca.
– No -susurró y le besó la punta de la nariz y los ojos-. Te quiero. Yo puedo decirlo, pero tú no. No puede ser, no debe ser.
– ¿Qué importa si puede ser o si debe ser?
– Está bien, mi amor. Dilo. Di lo una vez para que pueda oírlo. Ni siquiera es necesario que lo sientas.
– Te quiero tanto, que ese amor me duele. Y te lo digo muy en serio.
Ella le echó los brazos al cuello y lo miró a los ojos. Señaló con la cabeza la puerta de entrada.
– ¿Pueden entrar?
– No, salvo que la derriben con hachas contra incendio.
De rodillas sobre la cama, le superaba en altura. Le sonrió desde arriba y se acercó más.
– Qué bien. Porque hasta entonces vas a ser amado como nadie te ha amado jamás. Como nadie ha sido amado jamás.
Fue mucho rato después, tendidos uno junto al otro, cuando le recordó:
– ¿Qué dijiste en realidad aquella vez?
– ¿Cuándo?
– Cuando te dije que hablaras en danés y lo hiciste.
Karen rió.
– No era danés, era noruego. Dije «vete al infierno». Literalmente «arrástrate hasta el infierno».
– Me merecía algo peor.
– Es un insulto atroz. De lo más ofensivo que se puede decir en noruego. No tienen palabrotas como las nuestras.
– Si tú eres un caso ilustrador, eso no les impide desarrollar las actividades que algunas de esas palabras describen.
– Con halagos sólo conseguirás otra dosis de lo mismo.
– Considérate halagada.
Sábado 6.45-8.15 horas
Peter se despertó cuando las primeras luces del día entraron en la habitación. Sentía frío porque estaba desnudo y, aunque compartía la tibieza de Karen -dormida e igualmente desnuda-, sólo les cubría- la fina colcha de algodón que había sobre la cama.
Cuando se sentó y miró el reloj de pulsera, Karen se movió, se volvió y parpadeó semidormida.
– ¿Qué pasa? -murmuró.
– Es de día.
Peter se deslizó de la cama y se dirigió al hall. Se mantuvo inmóvil y escuchó, pero el viejo edificio estaba silencioso como un mausoleo abandonado y producía la misma sensación de vacuidad.
Karen luchó hasta incorporarse sobre un codo, pero no sabía en realidad de qué día se trataba, ni de qué mes o de qué año. Eran las siete menos cuarto de la mañana y habían estado haciendo el amor desesperada y casi incesantemente desde las tres de la mañana hasta hacía menos de una hora, cuando -en un estado de completo agotamiento- se había deslizado involuntariamente en el sueño.
– Aún estamos con vida -dijo.
Fue el primer pensamiento y el más nítido que se le presentó al despertar.
Peter retiró la silla y probó la puerta. Aún estaba cerrada. Apoyó el hombro contra la hoja un par de veces, pero era un hotel de construcción muy sólida. No llegó siquiera a estremecerse. Regresó a la habitación. Karen se había vuelto a dormir, en una actitud inconscientemente indecorosa, bajo la colcha.
Peter bostezó y se asomó a la ventana. Miró hacia arriba y hacia abajo. En el último piso, aquel cuyas ventanas daban al declive del tejado, se podía pasar de una a otra. Pero la mafia se había cuidado de no proporcionarles un medio para escapar como aquél. Su ventana se abría sobre la fachada del hotel, seis pisos cortados a pico sobre un patio de cemento y ni un solo saliente al que agarrarse. Cerró la ventana y comenzó a vestirse.
Karen se volvió a despertar, arrancándose de las profundidades del sueño con gran esfuerzo. Se sentó y sacudió su rubia cabeza, procurando despejarse. Por fin fue capaz de concentrarse y comprender que Peter se estaba vistiendo.
– ¿Adónde vas? -preguntó.
– A ningún lado. La puerta está cerrada.
La realidad penetró como una puñalada en su somnolencia y sus ojos se despabilaron sensiblemente.
– ¿Qué hora es?
– Las siete menos diez.
– ¿Estamos encerrados?
Peter asintió con la cabeza e introdujo la camisa en los pantalones.
– ¿Entonces no vuelven a buscamos?
– Creo que se han ido.
Karen saltó de la cama y se dirigió a la ventana. Peter contempló su bello cuerpo desnudo, pero en aquel instante era incapaz de sentir algo más que un interés académico por él.
– La ventana da a un patio. Nadie nos oirá si gritamos.
– No.
– ¿Nos encerraron y nos dejaron? ¿Nos han dejado y nadie vendrá hasta que abran dentro de seis meses?
– Sí, creo que ésa es la idea que han tenido.
Karen corrió a la puerta, hizo girar el pomo y tiró, luego empujó. Se volvió con los ojos muy abiertos.
– Peter. ¿Qué vamos a hacer?
Peter rió.
– Cálmate. No nos vamos a quedar aquí encerrados.
– ¿No? ¿Y cómo vamos a salir?
– Hay una serie de posibilidades. El hombre que estaba detrás de los biombos y que acusó a Barbarelli de tonto, tampoco era demasiado astuto. Nos quitaron las armas y los dólares que Gorman nos envió, pero nada más. Tú tienes tu bolso y tu pasaporte, yo tengo todas mis cosas, incluyendo mis cheques de viaje…
– Probablemente pensaron que no necesitaríamos pasaportes y dinero, puesto que no podríamos salir del hotel.
– Pero cometieron el error de dejarnos algunas herramientas que nos servirán para salir. Una tarjeta de plástico en mi cartera, que es muy útil para abrir puertas, y, si eso no diera resultado, hay un destornillador en mi cortaplumas, que servirá para desarmar la cerradura, o una hoja que me servirá para cortar el pasador. Por último está mi encendedor, que podría utilizarse como recurso final para incendiar la puerta. De modo que tranquilízate.
La besó y deslizó una mano por el cuerpo de la joven.
– No permaneceremos más tiempo aquí dentro, del que tardes en vestirte.
La tensión comenzó a aflojar en ella y el deseo de dormir volvió a hacerse intenso. Bostezó.
– Quizá no nos debamos apresurar. Quizá nos convenga dormir un poco más.
– Puedes dormir en el avión. Viajaremos en ese jet de las diez y treinta y cinco si quedan asientos disponibles.
El rostro de Karen se iluminó.
– ¡Peter! ¡Nos salvaremos! Después de todo no seré responsable de tu muerte.
– No, no serás responsable de mi muerte.
Karen se acercó y rozó con dedos muy suaves las tumefacciones y magulladuras del rostro de Peter.
– Pero, pobre Peter. Mira lo que te he hecho.
– Me has compensado. Y ahora vístete.
Ella rió con alegría.
– ¡Y se acabó la mafia!
– ¿Para qué habrían de querernos ahora?
Peter comenzó a trabajar en la puerta, mientras Karen se vestía. La puerta no cedió a la tarjeta de plástico, porque el pasador no era de los que podían hacerse retroceder. Sin embargo, sucumbió al destornillador incluido en el cortaplumas y, una vez desarmada la parte del pomo, pudo introducir la hoja y hacer girar la cerradura. Dejaron la puerta abierta para iluminar el oscuro corredor, y con ayuda del encendedor, encontraron la escalera y descendieron. Salieron por donde les habían hecho entrar… a través de la puerta del bar, que se abría desde dentro y desembocaba en el estrecho callejón lateral. Eran las siete y siete minutos y la calle estaba desierta.
Miraron cautelosamente a su alrededor, regresaron rápidamente a la esquina y cruzaron hasta el paseo que corría a lo largo de la playa. Allí Peter procuró orientarse.
– Por aquí -dijo encaminándose hacia el Este.
– ¿Adónde vamos?
– Al Albemar en busca de mi maleta, de un teléfono y quizá de un desayuno.
– ¿Vas a telefonear?
– Al senador, por supuesto. ¿No crees que se alegrará de saber que vamos rumbo a casa?