– No creo, sobre todo si tienes en cuenta que allí deben de ser las dos de la mañana, más o menos.
Peter rió con malicia.
– Razón de más. Y, aunque no estoy precisamente ansioso por ver el triunfo de sus planes, la amante de Bono corre peligro real y no me gustaría que la maten si una palabra de aviso puede salvarla.
– ¿No crees que es demasiado tarde?
– No creo que debamos dar por sentado que es demasiado tarde.
Cruzaron, tomados de la mano, los jardines que median entre el Hotel Ruhl y el Casino Municipal, encontraron la Avenue Jean Medecin y llegaron al Albemar a las siete y cuarenta. Desde allí Peter llamó al aeropuerto y consiguió dos asientos para el vuelo de las diez treinta y cinco con destino al aeropuerto Kennedy. Interrogó al conserje de la noche acerca de la llamada trasatlántica y del desayuno. La comunicación podía tener cierta demora. En cuanto al desayuno, el comedor no abría hasta las ocho, pero podía hacerles servir algo en el vestíbulo.
Aceptaron y un joven camarero se encargó de atenderlos. El anciano conserje se afanaba, mientras tanto, con el teléfono. Cuando Karen y Peter terminaron su taza de café con un panecillo por cabeza, les informó que la comunicación se demoraría media hora más y, por fin, dio señales de advertir la magullada cara de Peter.
– ¿Quiere que le consiga un médico, señor? ¿Ha tenido un accidente?
– Sí, un accidente. Pero no necesito médico. Me estoy reponiendo.
– Debería acostarse, señor.
– Procuraré hacerlo.
– ¿Va a hablar por teléfono desde su habitación?
– Siempre que no tenga que dejar a la señorita aquí.
El anciano frunció los labios con gesto pensativo y dijo:
– Bien, señor, pienso que dadas las circunstancias no hay inconveniente en que suba con usted. No estarán' mucho arriba, ¿verdad?
– Sólo hasta que hagamos la llamada.
Subieron a la habitación treinta y ocho bis con la bendición del conserje y abrieron la puerta. Peter colgó el cartel de Ne Pas Déranger y corrió un cerrojo interno, de manera que la puerta no pudiera abrirse desde fuera. Luego tomó a Karen en sus brazos y comenzó a desnudarla.
– ¡Peter! ¿No es suficiente?
– Nunca será suficiente.
– No tenemos tiempo.
– Veamos qué se puede hacer.
Ella rió.
– Debí sospechar una segunda intención cuando me trajiste.
– El conserje también debió sospechar; eso demuestra qué incauta puede ser alguna gente.
– Supongo que realmente deberíamos sacar a este cuarto un provecho que no le sacamos la última vez que estuvimos en él.
– Y por eso te hice venir. Es una habitación demasiado cálida como para que la dejemos con tanta frialdad como antes la dejamos.
Sábado 8.40-8.50 horas
Tuvieron tiempo de sobra y, cuando sonó el teléfono, junto a la cama ahora desordenada, Peter y Karen estaban bajo la ducha, enjabonándose mutuamente. Peter salió secándose las manos, extendió la toalla para sentarse y descolgó. La telefonista anunció que comunicaba y entonces se oyó una voz irritada y fatigada que decía:
– Pero ¡maldito sea, Congdon! ¿Sabe que son las dos y cuarenta de la madrugada?
Peter se sentía muy animado.
– ¿De veras? -dijo-. Aquí son las ocho y cuarenta.
– Bueno, ¿qué quiere?
– En primer lugar agradecerle el pasaporte, senador, y anunciarle la fecha y hora de nuestro regreso.
– ¡Ah! ¿Recibió el pasaporte?
– Ya lo tenemos y hemos reseñado billetes para el avión que sale a las diez y treinta de Niza y llega al aeropuerto Kennedy a las dieciséis y quince, hora de Nueva York.
– Muy bien -gruñó Gorman.
– ¿Tomó nota, senador? Parece estar somnoliento y no quiero que lo olvide.
Karen salió del baño y se detuvo junto a Peter para escuchar, mientras se secaba lentamente con una toalla.
– Sí. Dieciséis y quince -gruñó el senador-, No me olvidaré.
Peter guiñó un ojo a Karen.
– Así me gusta, senador, porque recuerde que esperamos verle en el aeropuerto.
– Está bien, está bien.
– No parece muy contento, senador.
– No había necesidad de despertarme para esto, Congdon. Pudo haber enviado un cable.
– Oh, lo lamento. Creí que querría enterarse lo antes posible.
– Hasta ahora ha tenido suerte, pero corre el riesgo de que la mafia escuche mis conversaciones telefónicas. Un cable es más seguro.
– No tiene importancia. Ya no tenemos por qué temer a la mafia. Precisamente quería decirle eso. Hemos aclarado todo con ellos.
La voz de Gorman reveló que estaba más alerta, ahora.
– ¿Qué ha aclarado con ellos? ¿Qué es lo que aclaró y con quién? ¿Ha visto a la gente de la mafia?
– Sí. Los vi.
En la voz de Gorman ya no había rastros de sueño.
– Quiero saber de qué diablos me está hablando. ¿Qué ocurrió?
– Vimos a la mafia y me dijeron que la muchacha que custodiaba era una impostora. Dicen que no ha sido amante de Joe Bono.
– ¿Dijeron eso?
– Eso dijeron. Era la primera vez que la veían de cerca, ¿entiende…? La primera vez, que alguien que realmente conoció a la mantenida de Bono intervenía en el caso. Y el tipo le echó una ojeada y dijo que no era, de modo que tiene que ser la otra mujer.
Gorman recogió la pelota.
– ¿Qué otra mujer?
– No sé.
– ¡Vamos, Congdon! Eso es vital. ¿Qué dijeron, exactamente?
– Él dijo que había dos chicas en danza y que la cuestión era establecer cuál de ellas era la verdadera amante. Y dijo que usted había organizado tan hábilmente las cosas que los había inducido a creer que Karen era la verdadera testigo. Pero han descubierto que no lo es. De modo que se han lanzado tras la otra.
– ¿Y cómo lo saben? -exclamó Gorman alarmado.
– No tengo la menor idea, pero pensé que debía saberlo para que pudiera prevenir a quien la está protegiendo.
– ¡Ay, santo Dios! -chilló Gorman-. ¿Cuándo ocurrió eso?
– Hace unas seis horas.
– ¿Seis horas?
La voz del senador se había transformado en un alarido furioso e histérico y cubrió a Peter de insultos soeces.
– ¡Seis horas! ¿Y qué ha estado haciendo? ¿Por qué no me ha llamado?
– Porque ellos no me dejaron. ¿Qué cree…? ¿Qué me dijeron «vamos a perseguir a la otra mujer» y luego me soltaron? Nos encerraron en una habitación y nos dejaron solos para que nos pudriéramos, y si no nos hubiéramos arreglado para escapar de allí nunca se habría enterado de lo que la mafia planea.
– ¡Santo Dibs! Seis horas -balbuceó el senador-. Es el fin. Estamos perdidos. Es el fin. Estamos perdidos. Estamos perdidos. Congdon, escúcheme. Quizá no sea demasiado tarde. Congdon, ¿me oye?
– Sí, lo oigo.
– Quizá no sea demasiado tarde. ¿Está seguro de que son seis horas?
– Todo lo que le puedo decir es que nos encerraron a las tres de la mañana. Supongo que se lanzaron a la caza de la otra chica inmediatamente. No podría asegurarlo.
– Quizá haya todavía una oportunidad. Quizá no hayan dado con ella. Congdon, escuche. Sálvela. Tiene que salvarla.
– ¿Salvarla? ¿Se refiere a la amante de Bono?
– A la verdadera amante. ¿No entiende? Están sobre su pista. Sólo usted puede salvarla.
– Yo no puedo salvarla. Quien la esté cuidando…
– Nadie la está cuidando. Eso es lo malo. Como Karen. Está sola. Está escondida esperando. Congdon, la van a matar. No conoce a la mafia. La matarán. Tiene que hacer algo. En estos momentos la vida de una mujer está en juego.
– ¡Qué quiere que haga, por amor de Dios! Me llevan seis horas de ventaja. Llámela y, si no la han encontrado aún, dígale que se esconda.
– Sí, pero no puedo… No puedo perderle la pista. Tengo que saber dónde está. Tiene que saber dónde ir.