– ¿Yo?
– Tiene que ir donde está. Tiene que protegerla y traerla aquí. No se preocupe por la otra. Tiene que salvar a ésta. Tiene toda la información sobre la mafia. No podemos permitir que den con ella. Tiene que buscarla y traerla. Le diré que le espere.
– Senador, me llevan seis horas de ventaja…
– No importa. Existe una posibilidad. Está en París y, si han ido en automóvil, no pueden haber llegado aún. Podemos salvarla todavía. La policía. Ella puede llamar a la policía. Le diré que llame a la policía para que la proteja hasta que usted llegue. Después usted se hará cargo de su protección. Daremos con ella, Congdon. La salvaremos.
– Escuche, senador. Yo ya tengo que proteger a una chica. Ha pasado las de Caín; la llevaré ahí antes de que sea demasiado tarde. No trate de retenerme más tiempo aquí. Ya he permanecido demasiado tiempo.
– Ella lo ayudará. Karen es detective. Sabe yudo. Es una excelente tiradora. Ella… ella le va a ayudar. Llámela, quiero hablar con ella.
– Ah, no. Ya la ha engañado bastante.
– Congdon, desentiéndase de ella. Piense en la otra mujer. Su seguridad es vital para el bien del país. Y la vida de esa mujer está en sus manos. ¡Si no le interesa la vida de esa chica, por lo menos le importará su país! ¿Qué ocurre, hombre? ¿Está resentido porque le he hecho arriesgar la vida por un señuelo? Le compensaré. Le pagaré una bonificación de diez mil dólares al contado si puede traerla.
– Arregle eso con míster Brandt. Él se encargará del aspecto financiero de…
– No estoy hablando de Brandt, estoy hablando de usted. Brandt no tiene por qué enterarse de esto.
– Me encargaría de informarle. Tenemos nuestros reglamentos. Está bien, veré qué puedo hacer; pero no lo haré por una recompensa ni por hacerle un favor, sino estrictamente porque podría salvar una vida. Pero más vale que me diga la verdad.
– Por mi honor de senador, es la pura verdad.
– Está bien. Déme los datos. Nombre, dirección, santo y seña, etcétera.
– El nombre es Rosa Scarlatti. La dirección, treinta Rué Chanoinesse, París, y es el cuarto distrito o división o cómo diablos le llamen allí.
Peter tomó nota en una hoja de papel con membrete del hotel.
– O.K. -dijo cuándo se hubo asegurado de que su anotación era correcta-. ¿Algún santo y seña o identificación?
– No porque no planeaba establecer contacto con ella todavía. Sólo le diré que le espere.
– Está bien, senador. Veré lo que puedo hacer.
– No vea. Haga. Quiero que esa mujer llegue sana y salva. Y hablaré inmediatamente con su jefe de este asunto.
El senador colgó y Peter susurró unas cuantas palabrotas por el teléfono antes de colgar.
– Si este hijo de puta llega algún día a la presidencia, es porque la democracia no es un sistema de gobierno sano.
– Deduzco que quiere enviarnos en busca de la verdadera amante.
– Quiere enviarme a mí. Quiere que tú te embarques en ese avión de las diez y treinta y cinco, rumbo a Nueva York.
Karen meneó la cabeza.
– «Donde estés, amor mío, allí estaré» -citó.
– Karen, escucha…
– «Dondequiera que estés, dondequiera que vayas».
– Puede ser peligroso…
– No sé por qué voy a dejar de compartir el peligro contigo.
Peter suspiró.
– ¿Qué puedo decirte?
– ¿Por qué no me dices «Bien venida a bordo»? ¿Dónde está la mujer?
– En París.
Llamó al aeropuerto para cambiar los billetes. A las nueve treinta y cinco había un vuelo de Air Inter a París. Había sitio, pero los pasajeros ya estaban allí. Sí, podían cambiar los billetes y reservar dos asientos, pero no podían retrasar el avión.
Peter rogó al empleado que le reservara los asientos y que no se preocupara. Llegarían a tiempo. Y llegaron. Y con cuatro minutos de anticipación.
Sábado 9.35-12.25 horas
El vuelo de Aire Inter a París se hizo en un Caravelle de Air France y se desarrolló casi en su totalidad entre capas de nubes o en medio de la bruma. Sólo al iniciar el descenso -después de haberse repartido los caramelos- lograron distinguir el suelo, entre parches de nubes. Luego se sucedieron rápidamente vistazos del Sena, unas cuantas aldeas, una catedral y el aterrizaje en Orly tuvo lugar a las once y cinco.
Karen y Peter subieron a un taxi en la terminal y el conductor, después de buscar la Rué Chanoinesse en una guía de calles, se puso en marcha por la autopista a un promedio de cien kilómetros por hora. Atravesaron.una región llana, con un horizonte de edificios de apartamentos, luego descendieron una pendiente que los conducía a la ciudad y al tránsito.
Tomaron por el Boulevard Raspail, pasaron por detrás del Palais du Luxembourg, doblaron a la izquierda hacia St. Michel y cruzaron el puente hacia la lie de la Cité. El conductor iba deprisa a pesar de los automóviles y de los trabajos de construcción, esos dos venenos de la prosperidad.
El tránsito en Europa era como el de Nueva York en las horas de más actividad, y las obras en construcción provocaban embotellamientos en todas las ciudades que Peter había visto. Se abrieron paso a través de uno de esos embotellamientos, en la Quai du March Neuf, y comprobaron que la Place du Parvis, frente a la catedral de Notre Dame, tenía una excavación de cuatro metros de profundidad.
Avanzaron en fila de a uno entre dos filas de automóviles estacionados, doblaron pasando ante la fachada de la catedral, con su tizne de siglos. Luego doblaron otra vez y bordearon uno de sus lados, igualmente carbonizado por el tiempo, hasta una estrecha calle que partía hacia la izquierda. Era la calle que buscaban y el número estaba un poco más adelante, en una curva. El número treinta, blanco sobre azul, figuraba sobre un arco que se abría hacia un patio empedrado. El patio daba al extremo de la calle y a un lado de la catedral.
Pagaron y despidieron al conductor, cruzaron el arco y se encontraron rodeados de edificios de apartamentos, de tres a cinco pisos de altura, unidos entre sí. Había dos entradas: una correspondía a las habitaciones de planta baja del concierge y la otra a la escalera que conducía a las demás viviendas. Patio de por medio pero a la misma altura del arco de entrada, había un pasaje cubierto que desembocaba en un patio interior. Allí había más edificios unidos entre sí, una puerta, un garaje y unos cuantos coches estacionados. No había señales de conmoción ni de policía, pero aquél era sin duda alguna el número treinta en el que debía de estar alojada Rosa Scarlatti.
Peter buscó primero placas con nombres o una lista de inquilinos, pero no había. No había nombres por ninguna parte. Llamó a la puerta del concierge, pero nadie respondió. Una mujer entró a través del arco, llevando una pequeña bolsa de compras, y Peter le preguntó:
– ¿Scarlatti?
E indicó las viviendas con un amplio movimiento de la mano.
– Connais pas -murmuró la mujer y siguió andando.
Comenzó a llamar a diferentes puertas, y sólo en el tercer descansillo una mujer les indicó -según Karen y Peter pudieron entender con gran esfuerzo-, que no había nadie de ese nombre en aquel edificio, y que probaran en el patio interior.
Cruzaron el pasaje cubierto, luego el patio interior, entraron por la puerta y comenzaron a tocar timbres. En la planta baja un anciano asintió al oír el nombre y señaló el piso de arriba. Acompañó el gesto con un discurso que ellos no entendieron, pero sonrieron y dijeron Merci unas cuantas veces. Después subieron los estrechos escalones de madera que conducían al descansillo, situado en el otro extremo, y luego ascendían en dirección contraria hasta el piso siguiente.