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Peter golpeó dos veces a la puerta que encontraron, sin que hubiera respuesta. Sin embargo, ciertos ruiditos indicaban la presencia de alguien en el interior. Káren se acercó.

– ¿Signorina Scarlatti? -preguntó-. Noi siamo Congdon e Karen Halley. Ci manda il senatore Gorman per portali in America.

Del interior una voz preguntó:

– ¿Cómo se llama el suo hermano?

Karen miró a Peter y luego a la puerta.

– ¿Cómo?

– ¿Tiene un hermano? Dígame su nombre.

– William Clive. ¿Es eso lo que quería saber?

– Eso es lo que quería saber.

La llave giró y Rosa Scarlatti abrió la puerta.

Medía alrededor de un metro sesenta y cinco, tenía pelo negro, naturalmente ondulado, y un tosco rostro de campesina, que se habría visto muy favorecido por la presencia de aquellos ojos enormes, de no ser por la expresión demasiado astuta que había en ellos. Quizá sus curvas hubieran sido más firmes en tiempos de su relación con Joe Bono, pero no debió de haber sido nunca muy esbelta. Ahora se la veía regordeta y envejecida y había líneas duras en su rostro. Su voz tenía una nota ligeramente ronca y sus gestos la arrogancia de una mezquina tiranuela.

– Los vi desde la ventana -dijo mirándolos de arriba abajo-. Y he pensato «esto son».

Se encogió de hombros.

– No me molestaría en preguntare por el suo hermano, pero el senatore… Ha dicho de preguntare. Tiene paura a la mafia. Tiene mucha paura.

Karen y Peter entraron en el estrecho hall.

– Tiene mucha razón en temerla -dijo Peter cerrando la puerta y echándole el cerrojo-. ¿Dónde está la policía?

– No la he llamato. Non le tengo paura a la mafia come el senatore. Además la mafia non sabe do ve estoy.

– Ya saben dónde está. Por eso debería haber llamado a la policía.

Ella volvió a emitir aquel sonido despectivo.

– Non los temo. Cerdos. Son cerdos. Mataron al mío Joe. ¿Saben que mataron al mío Joe?

– Sí.

– Cerdos.

– Quiero usar su teléfono. ¿Tiene la maleta lista? Partiremos para Estados Unidos en cuanto podamos obtener asientos en un avión.

– Estoy contenta de iré a la América.

– El senador estará contento de tenerla a usted. ¿Dónde está el teléfono?

Rosa le llevó a un escritorio adyacente. El teléfono estaba sobre una maltrecha mesa. Peter llamó al aeropuerto de Orly y encontró lo que necesitaban. Era el vuelo diario a Washington de las dieciséis treinta. Reservó tres billetes.

La mesa estaba en el centro de la habitación y Peter hablaba en pie junto a la ventana, mirando el garaje, los automóviles estacionados, los demás apartamentos y el pasaje cubierto que conducía al otro patio. Y de pronto se encontró mirando a un hombre que acababa de entrar por el pasaje y miraba hacia arriba. Era un francés que usaba gorra y un largo echarpe alrededor del cuello. Era alguien que Peter jamás había visto antes y no tenía nada de sospechoso. Lo único que atrajo su atención fue que, al recorrer las ventanas con la mirada, el hombre vio a Peter, mientras Peter le miraba, y entonces vaciló, miró todas las demás ventanas de aquella fachada del edificio, se volvió con un aire excesivamente despreocupado y desapareció de su vista.

Peter colgó el teléfono y no mencionó al hombre. En cambio dijo a Rosa:

– Espero que tenga algo de dinero, porque no tengo suficiente para pagar los pasajes de todos.

La suspicaz mirada de Rosa se hizo dura.

– Non pagare con el mió dinero.

– No sería más que un préstamo.

Ella le clavó su mirada astuta.

– ¿Por cuánto tiempo?

– Hasta que la dejemos en manos del senador Gorman.

– ¿Qué interés me pagará?

Peter estuvo a punto de reírse.

– Eso lo tendrá que discutir con el senador.

– Non lo voy a discutiré con el senatore. Que me compre el mío billete.

– Lo hará. Lo que ocurre es que no tengo dinero a mano en este momento.

– Que envíe el dinero.

Peter levantó los ojos al techo con exasperación.

– No tenemos tiempo. El avión sale a las dieciséis y treinta.

– Esperaremos otro avión.

– Y la mafia nos estará esperando a nosotros.

Ella rió con risa áspera.

– Usted también tiene paura a la mafia, ¿eh? Como el senatore. ¡Puff!

Castañeteó los dedos.

– No son nada. Nunca me van a encontrare. Non saben niente.

Hizo un gesto en dirección al teléfono.

– Haga arreglo.

– ¿Qué clase de arreglo?

– Viajaremos en avión de mañana. Esperaremos a que el senatore haga oferta de dinero.

– Escuche, miss Scarlatti -dijo Peter-. La mafia ya ha dado con su pista. Acabo de ver a uno de ellos aquí abajo, hace un instante.

Peter señaló al patio. Rosa se acercó a la ventana y miró ceñuda el patio desierto.

– Nadie está.

– Se fue.

La mujer dirigió una mirada de desprecio a Peter.

– ¿Cree que me va a hacer venir la paura con sólo decirme que cada gente que ve es la mafia? Ma no. Non me asusto ni me pongo nerviosa.

Se señaló la cabeza.

– Tengo puesto el mío gorro de pensare. Además tengo que preparare el mío equipaje.

– ¿Equipaje?

– ¡Eh! ¡Claro! Hay que transportare muchas cosas. El senatore dijo que me daría tiempo. Ahora llama e non me da tiempo. Él tiene culpa, non yo.

La mujer salió de la habitación, recorrió el hall y dobló por un pasillo. A la izquierda había dos puertas que daban a dos salitas. Las dos salas tenían ventanas sobre la Quai Aux Fleurs y el Sena. El corredor doblaba luego hacia el fondo de la casa, hacia una cocina, con una estrecha ventana que daba al patio interior. A la derecha de la cocina había un baño, instalado junto a la puerta corrediza de un dormitorio.

La señorita Scarlatti siguió el corredor con paso decidido, corrió la puerta, subió un escalón y entró en el dormitorio. No era una habitación amplia y apenas si había un espacio para moverse entre la gran cama con dosel y un amontonamiento de muebles cubiertos de chucherías. Sobre la cama había una maleta, y un cajón de la cómoda estaba abierto; eso era todo lo que había hecho la dueña de la casa en materia de preparativos para el viaje.

Karen y Peter se introdujeron detrás de ella en el dormitorio y casi se colmó su capacidad de indignación.

– ¿Ven? -dijo la mujer mostrando la legión de fotografías, souvenirs y artículos sin sentido que se exhibían-. Todo esto va. Hay que llamar a la empresa de mudanza. Ellos tienen que ponerlo en caja y caja.

– Miss Scarlatti -dijo Peter-. No tenemos tiempo.

– Y todo lo mueble.

Se abrió paso entre los dos visitantes, se escurrió al corredor y regresó a la primera de las dos salas. Gran parte del moblaje eran trastos cubiertos con tapizados y almohadones que mejoraban su aspecto, pero había piezas de cierto valor. Había una serie de artículos orientales: biombos chinos, mesas de laca, cofrecitos taraceados, cajas de madera de teca y nácar, pinturas japonesas, sahumerios y sedas. La señorita Scarlatti estaba resuelta a que todo eso la acompañara a Estados Unidos; y no sólo aquello, sino también los trastos viejos. Si hubiera pensado que los aparatos sanitarios y la cocina podían trasladarse, no habría vacilado en incluirlos en su lista de cosas indispensables.

– Muy bien -dijo Peter-, Cuando lleguemos, le dice al senador que quiere que le trasladen el apartamento íntegro.

No le prestó atención.

– Y ahora la otra habitación -dijo.

Peter la retuvo de un brazo al llegar al vano de la puerta.

– Ya sé, ya sé. Pero ahora veamos el dormitorio y lo que tiene allí. Después nos preocuparemos de lo demás; pero va a necesitar un abrigo…

La mujer regresó al dormitorio y los tres volvieron a amontonarse allí.