– Non me voy hasta que la cosa estén acomodadas -anunció ella-. El senatore me ha dicho que la cosa también van.
En el patio había ahora dos hombres, junto al garaje cercano al pasaje. En el pasaje cubierto otro hombre hablaba con una mujer. Ambos miraban la ventana de Rosa. Peter tomó a Rosa de un brazo y la llevó hasta un lugar desde el que podía espiar sin mover las cortinas.
– ¿Conoce a esa gente que está ahí abajo?
Rosa frunció los ojos. Luego sacó unas gafas del bolsillo de su bata y se las puso. Se acercó más y corrió un poco la cortina. La mujer y el hombre señalaban ahora directamente su ventana.
– Es la concierge -dijo Rosa.
– ¿Quién está con ella? ¿Y quiénes son los dos hombres que están en el garaje? Uno de ellos está dentro, de modo que no puede verle.
– No lo conozco. Y tampoco me gusta su aspecto.
– ¿Qué puede estarle diciendo la concier ge sobre este apartamento?
– Non sé -dijo Rosa y retrocedió rápida mente-. La concierge non debe andaré diciendo cosa a la gente. Por eso la gente non tiene el nombre en la puerta y por eso el concierge tiene que estar siempre en la casa ¡La gente tiene que estar protegida!
Karen se acercó a la ventana para ver mejor.
– Parecen franceses -dijo.
Peter asintió con la cabeza.
– Asesinos locales, supongo. Con excepción del que está en el garaje… Ahí sale. Ese parece italiano.
Rosa se inclinó de nuevo sobre la ventana y miró a través de sus gafas. De pronto lanzó un chillido y retrocedió.
– ¡Lo conozco! ¡Lo he visto! ¡Guiaba el automóvil de Joe!
– Supongo que quieren asegurarse de que esta vez han dado con la mujer que buscan -comentó Peter.
Rosa lanzó un prolongado gemido y retrocedió hasta quedar contra la pared. Estaba pálida y tenía la cara empapada en sudor. En sus manos había aparecido un rosario, pero no podía mover los dedos.
– E la mafia, e la mafia -gimoteó-. Me matarán. Me matarán.
Comenzó a hablar en italiano mirando a Karen y a Peter, con ojos desorbitados por el miedo.
Sábado 12.25-12.45 horas
Peter volvió junto a la ventana. Ahora la concierge se había retirado y el hombre conferenciaba con el italiano que Rosa había reconocido. Era un hombre cincuentón, con una barba puntiaguda y parecía estar a cargo de la operación. El individuo de la gorra verde volvió a aparecer en el pasaje e hizo un gesto en dirección a algo o a alguien a sus espaldas, fuera del alcance de la vista. El tipo de la barba respondió con un ademán que parecía indicar «cubran el frente». El de la gorra y el écharpe se volvió a toda prisa.
– Parece que nos han rodeado -comentó Peter con tono acre.
Karen que había estado consolando a Rosa se acercó a echar una mirada.
– Las fuerzas enemigas se están reuniendo -admitió-. Me pregunto cuántos serán.
– Me pregunto qué vamos a hacer.
– Y yo me pregunto cuándo dejaremos de preguntarnos algo. Nos quedaremos quietos, por ahora. No creo que traten de tomar el apartamento por asalto.
Peter salió del dormitorio y regresó a la sala. El Sena se veía por detrás de los tejados de las casas vecinas. Los tejados estaban a poca distancia del antepecho de la ventana y parecía fácil escapar por allí. Pero enfrente, junto al paredón de al lado, había un hombre que vigilaba las ventanas y ello obligaba a descartar esa salida.
Peter se dirigió a la puerta para controlar los cerrojos. Karen se le unió y Rosa corrió detrás de ellos sollozando y farfullando histéricos y neuróticos discursos en italiano.
– ¿Qué problema tiene? -preguntó Peter cuando Rosa aferró a Karen y se pegó a ella.
– Temió que la abandonáramos.
Peter tomó a la mujer por los brazos.
– Vamos. Compórtese.
Ella sollozó y prosiguió su parloteo en tono implorante.
Peter la sacudió.
– Hable inglés y haga lo que le diga. En primer lugar responda a mis preguntas. ¿Tiene un arma?
Rosa asintió con la cabeza.
– Tráigala.
La mujer se volvió y arrastró a Karen consigo. Todos regresaron al dormitorio. El arma estaba en la cómoda, bajo la ropa interior. Era una pequeña automática treinta y dos niquelada y estaba descargada.
– ¿De dónde la sacó? -preguntó Peter mientras extraía el cargador.
– Era de Joe. Hace mucho que la tengo.
– ¿Dónde están las balas?
– Non tengo bala. Non tengo bala.
Peter hizo una mueca, pero se metió la automática en el cinturón.
– ¿Cuánto dinero tiene?
– Non -chilló Rosa-. ¡Non me va a quitare mi dinero!
– Si quiere salir de aquí déme su dinero.
– Ladrón. Ladrón. Non le daré mi dinero.
– Escuche, Rosa. Tengo dinero para ella y para mí. Pero no tengo para usted. Si quiere venir con nosotros tendrá que pagarse el billete.
La mujer se volvió, renuente, maldiciendo en italiano. Sacó un bolso de la cómoda y lo volcó sobre la cama. Junto con el amplio surtido de cosméticos que guardaba, había algo de cambio y un puñado de billetes sueltos. Peter los recogió y los contó rápidamente, pero el total era menos de cincuenta francos. No bastaba para un billete de avión.
– Tiene que tener más.
– Sí -asintió ella-. En el banco.
Karen levantó la mirada al techo.
– Y hoy es sábado y los bancos están cerrados.
– Pero, ¿cómo iba a sabere que ustede vendrían hoy? -preguntó Rosa con toda seriedad.
Karen se volvió a Peter.
– Pero, en realidad, ¿qué importa? No vamos a poder tomar ningún avión. Estamos atrapados.
Peter estaba ahora junto a la ventana, observando a los dos hombres visibles, apostados siempre en el patio interior.
– Brandt tiene un agente en París -dijo-. Es cuestión de dar con él y ver qué puede hacer por nosotros.
Rosa se abalanzó sobre Peter y le aferró las solapas.
– ¿Tiene amigo que pueden salvarno?
– Salvarla a usted… quizá. Pero no a su apartamento. No a todo esto -dijo señalando con un gesto lo que lo rodeaba-. Sólo a usted.
– Sólo a mí. Sólo a mí. El senatore. El me pagará por esto, ¿sí?
– Eso es cosa de él y de usted.
Peter abrió la marcha hacia el estudio y el teléfono. Buscó un nombre en la guía y marcó.
– Monsieur DeSaulnier, por favor -dijo-. No hablo francés. Je ne parle pas français. Comprenez-vous? Quiero hablar con el señor DeSaulnier. Es importante. Très importante.
Hizo una mueca a Karen y le tiró un beso.
Ella rió.
– ¡Qué bueno es tu francés!
Peter hizo otra mueca y cubrió el micrófono con la mano.
– Sólo Dios sabe, dónde está ese DeSaulnier. Tiene una firma constructora. Probablemente esté excavando ese parque delante de la catedral.
– Dígale que es Brandt de Filadelfia… Filadelfia. F-I-L… Brandt. B-R-A-N-D-T. De Estados Unidos. Dígale eso y dígale que es muy importante.
Peter sonrió otra vez a Karen y se encogió de hombros.
– ¿Le llaman? -preguntó Karen.
– No sé qué hacen. Su inglés no es mejor que mi francés.
– ¿Qué crees que hará… si es que lo consigues?
– Quizá convenza a la policía de que nos escolte. Si no acaso pueda ametrallar a la oposición.
– ¿El dueño de una importante empresa de construcción es agente de Brandt en París? ¿Por qué?
– ¿Por qué un remendón en Génova o un comerciante de artículos de cuero en Roma?
– Precisamente eso es lo que quiero saber. ¿Por qué?
– ¿Quieres saber por qué tienen esas ocupaciones? De algo tienen que vivir. No viven de lo que les proporciona su trabajo como contactos de Brandt. Por ejemplo, estoy seguro de que Brandt pagaba el teléfono de Giuseppe… de lo contrario no habría tenido teléfono en su tienda. Además debe de haber recibido un pequeño estipendio mensual y una tarifa extra cuando tenía que cumplir alguna tarea para la agencia. Lo mismo ocurre con Vittorio. Sólo que a Vittorio no le interesa el dinero, sino la perspectiva de nuevas emociones.