– Pero ¿cómo puede haber tenido a alguien como Giuseppe… y en un lugar como ése?
– Tú no entiendes al viejo Brandt. Quiere oídos estratégicamente distribuidos. No me preguntes quiénes son ni dónde están. Tiene una red mundial y sólo él conoce su extensión; pero es grande. Tiene agentes temporales en todo el territorio de Estados Unidos y en todo el mundo. Así trabaja. Por una pequeña paga mensual, esos tipos están obligados a colaborar con la organización y dispuestos a cumplir una tarea cuando se les necesita. El agente en París… y Brandt debe de tener más de uno… se llama Paul DeSaulnier, es dueño de una empresa de construcción y probablemente esté en muy buena situación económica. Creo que Brandt prefiere a los contactos ricos, dentro de lo posible. No se venden con facilidad cuando se han metido en el asunto por puro espíritu deportivo. Sea como sea, éste es el hombre que cumple los requisitos en París.
– ¿Crees que podrá hacer algo? ¿Y querrá hacerlo si puede? ¿Hasta qué punto quiere arriesgarse?
– Sólo Dios lo sabe, pero espero que Brandt haya sabido elegir.
Peter miró por la ventana y vio a las dos siniestras figuras apostadas en el pasaje, dispuestas a esperar.
Por fin llegó una voz a través de la línea y su dueño se identificó como el empresario DeSaulnier.
– La Agencia Brandt tiene una red muy amplia -dijo Peter.
Hubo una breve pausa y el otro respondió lentamente, como tratando de recordar.
– Y recoge muchos peces.
– Y yo soy un pez de Brandt a quien otros han pescado. Mi nombre es Peter Congdon.
El nombre no dijo nada a DeSaulnier, pero preguntó cortésmente:
– ¿Cuál es su problema?
Peter le hizo una breve reseña de la situación. El y dos mujeres estaban rodeados por agentes de la mafia y en un apartamento del segundo piso en el patio interior de la Rué Chanoinesse treinta. Tenían reservados billetes para el vuelo de las dieciséis y treinta a Estados Unidos y los mafiosos querían impedir que una de las mujeres viajara… Mejor dicho, que hiciera cualquier cosa. Lo que necesitaban era una especie de salvoconducto para llegar al avión, más el préstamo de los francos necesarios para poder pagar los billetes.
DeSaulnier escuchó y comentó que le parecía muy interesante; pero que lo más interesante de todo era que un agente de Brandt llegara a su territorio sin que Brandt se lo hubiese anticipado. Lo calificó de interesante, pero entre líneas estaba diciendo que era sospechoso, pese al asunto de la red y los pescados.
Peter le explicó que nadie había supuesto que tendría que entrar en aquel territorio. En realidad no debería haber salido de Roma y Florencia, pero los protagonistas del caso se habían tenido que movilizar más de lo esperado y la operación se había salido bastante del cauce previsto.
– Por supuesto que es muy sencillo llamar a Brandt para verificar mi historia. Supongo que no debe saber dónde estoy, porque no he podido enviarle informes desde hace unos días.
– Muy bien. Haré eso.
– Hágalo si eso le tranquiliza. Además dígale a Brandt que el cliente jugó sucio y me envió tras un señuelo, y que ahora he tenido que venir a París para conseguir la presa auténtica.
– No entiendo muy bien eso.
– No importa, si usted se lo repite, él entenderá.
– Y ahora usted está en el segundo piso del cuerpo de atrás sobre el patio interior de la Rué Chanoinesse treinta. ¿Y hay dos hombres en el patio esperando que ustedes salgan?
– Dos son los visibles. Hay otro vigilando nuestras ventanas delanteras y por lo menos dos más fuera del alcance de nuestra vista. Puede haber ün equipo de apoyo detrás de ellos.
– ¿Y qué pruebas tiene de que esa gente lo está esperando?
– Me lo dice el corazón.
– No domino muy bien el inglés. No sé qué ha querido decir con eso.
– Le quiero decir, señor DeSaulnier, que hay algo en sus gestos, en su aspecto, en su interés por este apartamento, que me dice que sería muy poco prudente salir a ese patio. Por añadidura, ninguno de ellos tiene nada que hacer en este patio.
– Ya veré. Muy bien. Ya decidiré qué se hará.
– No olvide el avión que tenemos que alcanzar.
– No lo olvidaré. Tenga paciencia.
Sábado 13.30-16.45 horas
Durante casi una hora las condiciones permanecieron estacionarias en el patio. Los dos individuos continuaron apostados allí, listos, al parecer, para cualquier cosa. En su momento el hombre del gorro y echarpe apareció llevándoles jarros de café y sandwichs envueltos en papel. Fue un toque hogareño lo bastante absurdo como para hacer sonreír a Karen y a Peter. Se alimentaba a los verdugos, mientras llegaba la hora de la ejecución.
Rosa pasó el tiempo en el dormitorio, persignándose de cuando en cuando y desgranando las cuentas del rosario, mientras rezaba una especie de salmodia implorando a Dios que la salvara, con el mismo fervor con que se lo imploraba a Peter. Este trató de convencerla de que preparara su maleta, de que ocupara la mente en algo constructivo, pero fue inútil. La visión del ex chófer de Joe Bono la había reducido a un estado de temblorosa incoherencia.
La cosa ocurrió un poco después de las trece treinta. Peter regresaba de una de sus periódicas inspecciones a las dos salitas de delante -desde donde se aseguraba de que nadie estaba intentando llegar hasta ellos por los tejados- cuando oyó unos rugidos de motor y unos traqueteos en el fondo. Corrió a la ventana del dormitorio. Abajo, en el patio, los individuos de guardia se habían vuelto y observaban intrigados la entrada de un enorme camión con cabina azul y remolque amarillo. Y en el remolque viajaban veinte hombres, todos ellos con chaquetas de trabajo amarillas, cascos, también amarillos, y pantalones de trabajo azules. El camión casi llenaba el pasaje cubierto y los hombres debieron agacharse. Pero el vehículo logró entrar en el patio, pasó junto a los atónitos aspirantes a asesinos y se detuvo ante la puerta de entrada al cuerpo de apartamentos del fondo. Allí descendieron los veinte obreros uniformados, y diez de ellos entraron en el edificio y subieron la escalera. Los otros diez se dispersaron por el patio, obligando a los delincuentes a abandonar sus puestos, como si en aquel mismo instante estuviera por comenzar un trabajo de construcción en aquel mismo lugar. El camión inició la ardua tarea de girar en un espacio.tan justo.
Peter había abierto la puerta cuando el grupo de obreros llegó. El jefe del piquete era un individuo de uno noventa de estatura y de más de cien kilos de peso. Tenía pelo negro y crespo y una cara redonda, bonachona y rubicunda.
– ¿Es usted el pez de Brandt que cayó en una red? -preguntó en buen inglés, cuando llegó al descansillo.
– Sí, soy yo.
– Y yo soy DeSaulnier. Me alegro de poderle ser útil.
Extendió una manaza y apretó con fuerza la diestra de Peter.
– Están aquí a mis espaldas -respondió Peter, y se hizo a un lado para mostrar a Karen y a Rosa.
– Y nosotros tenemos disfraces -dijo DeSaulnier; se volvió y castañeteó los dedos-, Voilá, donne-moi ces vétements.
Un hombre subió hasta donde estaban, llevando pantalones, chaquetas y cascos en las manos. DeSaulnier se los entregó a Peter.
– No son a medida, pero no importa. Pónganselos.
Las mujeres se vistieron en el estudio, con la puerta cerrada. Peter se calzó unos pantalones de medida grande, sobre los que llevaba puestos, sin dejar el hall. Cuando las mujeres volvieron, nadando dentro de sus pantalones, con las perneras dobladas, Karen reía y hasta Rosa estaba en condiciones de comportarse en forma racional. Se echaron encima las grandes chaquetas amarillas, se calaron los cascos, y descendieron en medio del grupo de sonrientes obreros que charlaban entre sí.