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– Sí, señor -dijo Peter con amargura.

– De modo que recuerde todo esto la próxima vez que se le ocurra pensar que es un buen detective. Muy bien, ¿ha terminado con todo ahí? ¿Puedo verle fresco y bien dispuesto el lunes a primera hora?

Aquella idea era menos atractiva aún que la de asistir a la sesión de Gorman.

– No sé, señor. El senador cree que puedo serle útil…

Peter vaciló y cambió de argumento. Dijo que el senador prefería que permaneciera con él hasta el lunes. No quería oírle decir que el senador debía estar loco para creer que semejante detective podía ser útil para algo.

– Está bien -aceptó Brandt-. Entonces le espero el martes.

– Sí, señor.

Cuando Peter colgó, Karen entró en la habitación, envuelta en un negligée. Le vio la cara y preguntó:

– ¿Qué ha ocurrido?

– El viejo… -dijo Peter con amargura-. Me ha dejado hecho un estropajo. Dice que me he portado como un idiota en todo este asunto.

– No es verdad. Estuviste maravilloso.

– Le conozco a ese hijo de puta. Te echa en cara todos los errores para que no te atrevas a pedirle una bonificación. Además se estaba desquitando por haberle hecho pagar un cable tan largo. Pero lo malo es que el muy hijo de puta tiene razón! Ese hijo de puta siempre tiene razón.

Karen le rodeó la cintura con los brazos y apoyó la cabeza en su pecho. Olía bien y su contacto era más grato aún que su aroma.

– Puso el dedo en la llaga, ¿no?

– Es capaz de destruir la autoestimación de cualquier hombre.

– Ven conmigo. Yo soy capaz de tonificarla.

Peter la abrazó.

– Quería arrastrarme al trabajo el mismo lunes. Pero que se vaya al diablo. Creo que podemos aprovechar la hospitalidad del senador hasta que arreglemos las cosas con una discreta boda y quizá hasta una luna de miel. Sólo entonces volveré para ver si realmente cree tener mejores detectives en su maldita agencia.

Ella asintió con la cabeza y luego levantó el rostro.

– Yo también soy detective -dijo-. ¿Sabes lo que descubrí? Hay una puerta que comunica nuestros dormitorios. Por supuesto está con llave y la llave está en mi lado. El senador no sabe que eso no cambia las cosas, porque soy tan incontrolada como tú.

Le miró con ojos inquisitivos.

– Quizá más incontrolada -añadió.

– No digas eso. Sólo que he tenido un día muy largo y muy duro.

– Un día muy largo. ¿Te das cuenta de que hace casi veinticuatro horas que no nos acostamos juntos?

Él sonrió cuando sus pensamientos comenzaron a volar en la dirección que ella seguía. La besó.

– Además fue en suelo francés. Bajo los auspicios de De Gaulle. Tendríamos que averiguar qué ocurre bajo los auspicios de Lyndon Johnson.

Epílogo

La Subcomisión Investigadora del Senado tenía su sala de audiencias en el tercer piso del nuevo edificio de oficinas del Senado, y el lunes trece de noviembre, a las catorce horas, el corredor de este tercer piso era una colmena. Los técnicos de televisión parecían estar en todas partes, los senadores se estaban congregando y el público estiraba el cuello para no perder detalle.

El salón de audiencias era amplio, con puertas de metal y cuero, y cielo raso muy alto. Sobre una plataforma se veía una mesa curva con once sillas. Había también mesas para los testigos, los ayudantes y la prensa, entre la mesa curva y los asientos de los espectadores, que eran unos cien. La pared estaba decorada con candelabros de bronce, y los candelabros decorados con reflectores de televisión. Gruesos cables eléctricos cruzaban el suelo de mármol taraceado, y los técnicos ajustaban y orientaban tres cámaras montadas sobre plataformas móviles.

A las catorce y treinta casi todos los asientos estaban ocupados. Sólo se permitía el ingreso en el salón a los dichosos poseedores de entradas. Entre esos privilegiados figuraba un juez del Tribunal Supremo, quince senadores, un grupo de importantes dirigentes del partido del Estado natal de Gorman, unos pocos miembros de otras comisiones y un selecto grupo de influyentes columnistas, cuyo apoyo podía significar mucho. Por fin, entre los presentes, figuraban también míster Peter Congdon y señora, tan recién casados que el primer umbral que cruzaban como marido y mujer había sido el del salón 3302, en el tercer piso del nuevo edificio de oficinas del Senado.

A las catorce y cuarenta y cinco, estaban ocupados todos los asientos de los espectadores, la prensa se estaba colocando en la mesa más próxima al público y cuatro miembros del comité jugueteaban con papeles y con los micrófonos situados en la gran mesa curva. Cuatro policías uniformados, con revólveres en la cintura, estaban apostados en el interior del salón, y otros permanecían fuera, patrullando los largos corredores.

Cinco minutos antes de la hora entró el senador Gorman en persona. Lo hizo por una puerta interior que se abría detrás de la mesa y sobre la cual pendía el escudo en bronce de los Estados Unidos.

Para entonces ya estaban ocupadas las diez sillas restantes y él se situó en la del centro. Tenía un aspecto eficiente y confiado cuando sus ojos rasgados recorrieron el salón como saetas, evaluando el público, el ambiente, el estado de ánimo de la prensa. Saludó con una inclinación de cabeza a varios conocidos, pero no sonrió.

Cuando estuvo en pie ante su silla, los otros miembros del comité se pusieron en pie y fueron imitados por el público. La mesa de la prensa se mostró más remisa, pero terminó por seguir el ejemplo.

Gorman golpeó con un mazo y todos se sentaron. Controló a los cameramen y mantuvo una breve conferencia en voz baja con el director de TV. El programa había sido anunciado para las quince, de modo que sólo quedaban unos pocos minutos para probar los equipos y hacer salir a la testigo y tomarle juramento a fin de que la audiencia televisiva de todo el país encontrara la situación a punto de estallar, en el instante en que terminara la serie de anuncios.

– Traiga a la testigo -dijo el senador dirigiéndose al oficial de orden.

El oficial de orden obedeció, y Rosa Scarlatti apareció por la puerta interior, del brazo del fiscal de la comisión, Charles Weidemann. Dos policías la precedían y otro marchaba detrás. Ella y el fiscal se sentaron en una mesita situada sobre la plataforma, dentro de la curva de la mesa grande. Tenía la espalda vuelta al público y estaba frente a Gorman y a dos metros de las cámaras de TV. Llevaba un sobrio vestido negro lo suficientemente ajustado como para hacer resaltar sus curvas y hacer verosímil su papel de mantenida de Bono, pero lo bastante discreto como para crear la ilusión de que, en realidad, no era ese tipo de mujer.

Weidemann le murmuró algo al oído, y ella se puso en pie. El fiscal le tomó juramento. Rosa se volvió a sentar y el productor del programa señaló a Gorman con un dedo. Sobre la cámara que le apuntaba al rostro se había encendido una luz roja. El show había comenzado.

– Esta tarde -dijo Gorman, actuando como si ignorara que sesenta y cinco millones de norteamericanos escuchaban sus palabras- nuestra testigo es miss Rosa Scarlatti, de Italia, quien ha accedido gentilmente a presentarse ante este comité y a revelarnos ciertas informaciones sobre la mafia.