Выбрать главу

No hubo más ataques ese día. Al ponerse el sol, inmóvil y sola en el mar, rodeada de galeras enemigas y de cadáveres que flotaban en el agua quieta, con ciento treinta heridos hacinados bajo cubierta y sesenta y dos hombres sanos escudriñando la oscuridad, la Mulata encendió de nuevo su fanal de desafío. Pero no hubo canciones aquella noche.

EPÍLOGO

La mañana siguiente, cuando amaneció Dios, los turcos no estaban allí. La gente de guardia nos despertó con la primera luz del alba, señalando el mar vacío donde sólo quedaban a nuestro alrededor restos del combate. Las galeras enemigas se habían ido a oscuras, en mitad de la noche, al decidir que no compensaba la captura de una mísera y arruinada galera el alto costo en vidas que iba a suponer tomarla. Y todavía incrédulos, mirando en todas direcciones sin ver huella de los otomanos, era de ver cómo nos abrazábamos unos con otros, llorando de felicidad mientras dábamos gracias al cielo por tal merced; que habríamos llamado milagro de no saber con cuánto sufrimiento y sangre habíamos preservado nuestra vida y libertad.

Más de doscientos cincuenta camaradas, contando la gente de Malta, habían dejado la vida en el combate; y de los cuatrocientos galeotes de todas razas y religiones que componían la chusma de la Caridad Negra y la Mulata, apenas quedó medio centenar. De los capitanes y oficiales, sólo don Agustín Pimentel y el capitán Urdemalas, que pudo sobreponerse a su grave herida, sobrevivieron. Entre los cabos de mar y guerra quedaron vivos el capitán Alatriste, el piloto Braco y el caporal Zenarruzabeitia, que con el general Pimentel y una veintena de vizcaínos había podido acogerse a nuestra galera. También sobrevivió el galeote Joaquín Ronquillo, que por recomendación de nuestro general, informado de su acción con el jenízaro, vería reducidos a un año los seis pendientes de cumplir al remo. Y en lo que a mí se refiere, salí de todo con razonable salud, si hacemos salvedad de un cobarrazo de saeta turca que en el último combate me pasó, con poco destrozo, la carne del muslo derecho, haciéndome cojear dos meses.

La Mulata, como digo, se mantenía a flote aunque necesitaba reparar infinitas averías: quedamos tan desaparejados que hasta fue menester la jarcia de la jareta para remediarnos. Con la gente trabajando en las bombas de achique, taponamos la tablazón rota; y tras improvisar un árbol y recuperar varios remos, uniendo trozos de lona hicimos una vela que, ayudada con algo de boga, permitió arrimarnos a tierra firme. Allí, poniendo atalaya para precaver sobresaltos con gente de la costa, que por suerte era peñascosa y despoblada, en dos días de faena pusimos la galera a son de mar. En ese tiempo murieron muchos de nuestros heridos, que amortajamos con los otros españoles que habían quedado muertos a bordo y cuantos rescatamos del mar y las playas; y antes de zarpar ferro los sepultamos a todos en el cabo Negro con mucha melancolía. Al acabar de darles tierra, como no teníamos capellán ni nadie que hiciera el oficio de difuntos, y tanto nuestro general Pimentel como el capitán Urdemalas estaban incapacitados en la galera, correspondió a mi antiguo amo improvisar una oración ante las tumbas. Por lo que, reunidos alrededor, descubiertos e inclinadas las cabezas, rezamos un paternóster, y luego dijo el capitán Alatriste, a falta de algo mejor y después de tragar saliva y carraspear rascándose la cabeza, algunos versos cortos que, pese a provenir de una comedia soldadesca o de algo por el estilo, a todos parecieron muy bien traídos y oportunos:

Y libres de toda culpa suben a la gloria eterna, a gozar mayores premios de los que hay en la tierra.

Todo esto ocurrió en el mes de septiembre del año mil seiscientos y veintisiete, y fue en el cabo Negro, como digo, que está en la costa de Anatolia, frente a las bocas de Escanderlu. Y mientras el capitán Alatriste pronunciaba tan singular responso, el sol poniente tornasolaba nuestras siluetas inmóviles en torno a las tumbas de tantos buenos camaradas, cada una con la cruz -última arrogancia en su memoría- hecha de madera turca. De ese modo quedaron todos ellos, acompañados del rumor de las olas y el graznido de las aves marinas, en espera de la resurrección de la carne; cuando quizá les corresponda levantarse de la tierra revestidos de sus armas, con el orgullo y la gloria de quienes tan fieles soldados fueron. Y hasta ese día lejano seguirán allí, inmóviles junto al mar donde a tan alto precio vendieron sus vidas, riñendo por la codicia del oro y los botines; pero también por su patria, por su Dios y por su rey, que todo cuenta. Durmiendo el largo sueño honrado del que gozan los hombres valientes.

La Navata, octubre de 2006