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Los cometas, más tarde o más temprano, chocan con los planetas. La Tierra y su acompañante la Luna tienen que estar bombardeadas por cometas y por pequeños asteroides, los escombros que quedaron de la formación del sistema solar. Puesto que hay más objetos pequeños que grandes, tiene que haber más impactos de pequeños objetos que de grandes. El impacto de un pequeño fragmento cometario con la Tierra, como el de Tunguska, debería ocurrir una vez cada cien mil años aproximadamente. Pero el impacto de un cometa grande, como el corneta Halley, cuyo núcleo es quizás de veinte kilómetros de diámetro, debería ocurrir solamente una vez cada mil millones de años.

Cuando un objeto pequeño o de hielo colisiona con un planeta o una luna, quizás no produzca una cicatriz muy señalada. Pero si el objeto que hace impacto es mayor o está formado principalmente por rocas, se produce en el impacto una explosión que excava un cuenco hemisférico llamado cráter de impacto. Y si ningún proceso borra o rellena el cráter, puede durar miles de millones de años. En la Luna no hay casi erosión y cuando examinamos su superficie la encontramos cubierta con cráteres de impacto, en número muy superior al que puede explicar la dispersa población de residuos cometarios y asteroidales que ahora ocupa el sistema solar interior. La superficie de la Luna ofrece un elocuente testimonio de una etapa previa de la destrucción de mundos, que finalizó hace ya miles de millones de años. 1 Los cráteres de impacto no son exclusivos de la Luna. Los encontramos en todo el sistema solar interior; desde Mercurio, el más cercano al Sol, hasta Venus, cubierto de nubes, y hasta Marte con sus lunas diminutas, Fobos y Deimos. Éstos son los planetas terrestres, nuestra familia de mundos, los planetas más o menos parecidos a la Tierra. Tienen superficies sólidas, interiores formados por roca y hierro, y atmósferas que van desde el vacío casi total hasta presiones noventa veces superiores a las de la Tierra. Se agrupan alrededor del Sol, la fuente de luz y calor, como excursionistas alrededor del fuego de campamento. Todos los planetas tienen unos 4 600 millones de años de edad. Todos ellos, al igual que la Luna, ofrecen testimonios elocuentes de una era de impactos catastróficos en la primitiva historia del sistema solar.

Más allá de Marte entramos en un régimen muy diferente: el reino de Júpiter y de otros planetas jovianos o gigantes. Se trata de mundos inmensos compuestos principalmente de hidrógeno y de helio, con menos cantidades de gases ricos en hidrógeno, como el metano, amoníaco y agua. No vemos aquí superficies sólidas, solamente la atmósfera y las nubes multicolores. Son planetas serios, no pequeños mundos fragmentarios como la Tierra. Dentro de Júpiter podría caber un millar de Tierras. Si en la atmósfera de Júpiter cayese un cometa o un asteroide, no esperaríamos que se formara un cráter visible, sino sólo un claro momentáneo entre las nubes. No obstante, sabemos también que en el sistema solar exterior ha habido una historia de colisiones que ha durado miles de millones de años; porque Júpiter tiene un gran sistema de más de una docena de lunas, cinco de las cuales fueron examinadas de cerca por la nave espacial Voyager. También aquí encontramos pruebas de catástrofes pasadas. Cuando el sistema solar esté totalmente explorado, probablemente tendremos pruebas de impactos catastróficos en todos los nueve mundos, desde Mercurio a Plutón, y en todas las pequeñas lunas, cometas y asteroides.

En la cara próxima de la Luna hay unos 10 000 cráteres visibles con el telescopio desde la Tierra. La mayoría de ellos están en antiguas montañas lunares y datan de la época de formación final de la Luna por acreción de escombros interplanetarios. Hay alrededor de un millar de cráteres mayores de un kilómetro de longitud en los mapia (en latín mares), las regiones bajas que quedaron inundadas, quizás por lava, poco tiempo después de su formación, cubriendo los cráteres preexistentes. Por lo tanto, los cráteres de la Luna deberían formarse hoy, de modo muy aproximado, a razón de 109 años/l 04 cráteres = 1 01 años/cráter, un intervalo de cien mil años entre cada fenómeno de craterización. Es posible que hubiera más escombros interplanetarios hace unos cuantos miles de millones de años que ahora, y quizás tendríamos que esperar más de cien mil años para poder ver la formación de un cráter en la Luna. La Tierra tiene un área mayor que la Luna, por lo tanto tendríamos que esperar unos diez mil años entre cada colisión capaz de crear en nuestro planeta cráteres de un kilómetro de longitud. Si tenemos en cuenta que el Cráter del Meteorito de Arizona, un cráter de impacto de un kilómetro aproximado de longitud, tiene treinta o cuarenta mil años de antigüedad, las observaciones en la Tierra concuerdan con estos cálculos tan bastos.

El impacto real de un cometa pequeño o de un asteroide con la Luna puede producir una explosión momentánea de brillo suficiente para que sea visible desde la Tierra. Podemos imaginarnos a nuestros antepasados mirando distraídamente hacia arriba una noche cualquiera de hace cien mil años y notando el crecimiento de una extraña nube en la parte de la Luna no iluminada, nube alcanzada de repente por los rayos del Sol. Pero no esperamos que un acontecimiento tal haya sucedido en tiempos históricos. Las probabilidades en contra deben de ser como de cien a uno. Sin embargo hay un relato histórico que puede ser la descripción real de un impacto en la Luna visto desde la Tierra a simple vista: la tarde del 25 de junio de 1178, cinco monjes británicos contaron algo extraordinario, que después quedó registrado en la crónica de Gervasio de Canterbury, considerada generalmente como un documento fidedigno de los acontecimientos políticos y culturales de su tiempo: el autor interrogó a los testigos oculares quienes afirmaron, bajo juramento, decir la verdad de la historia. La crónica cuenta:

Había una brillante luna nueva, y como es habitual en esta fase sus cuernos estaban inclinados hacia el Este. De pronto el cuerno superior se abrió en dos. En el punto medio de la división emergió una antorcha flameante, que vomitaba fuego, carbones calientes y chispas.

Los astrónomos Derral Mulholland y Odile Calame han calculado que un impacto lunar produciría una nube de polvo emanando de la superficie de la Luna con un aspecto bastante similar al descrito por los monjes de Canterbury.