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Las supemovas se observan actualmente de modo rutinario en otras galaxias. Entre mis candidatas para escoger la frase que asombraría más profundamente a un astrónomo de principios de siglo tengo la siguiente sacada de un artículo de David Helfand y Knox Long en el número del 5 de diciembre de 1979 de la revista británica Nature: El 5 de marzo de 1979, nueve naves espaciales interplanetarias de la red de sensores de estallidos registraron un estallido muy intenso de rayos X y rayos gamma y lo localizaron mediante determinaciones del tiempo de vuelo en una posición coincidente con el resto de supernova N49 de la Gran Nube de Magallanes. (La Gran Nube de Magallanes, llamada así porque el primer habitante del hemisferio Norte que se dio cuenta de ella fue Magallanes, es una pequeña galaxia satélite de la Vía Láctea, a 180 000 años luz de distancia. Como puede suponerse hay también una Pequeña Nube de Magallanes.) Sin embargo, en el mismo número de Nature, E. P. Mazets y sus colegas del Instituto loffe, de Leningrado, que observaron esta fuente con el detector de estallidos de rayos gamma a bordo de las naves espaciales Venera 1 1 y 12 en camino para aterrizar en Venus, afirman que lo que se está observando es un pulsar eruptivo a sólo unos centenares de años luz de distancia. A pesar de ser la posición tan coincidente, Helfand y Long no insisten en que el estallido de rayos gamma esté asociado con los restos de la supemova. Consideran caritativamente muchas alternativas, incluyendo la posibilidad sorprendente de que la fuente esté situada dentro del sistema solar. Quizás sea el escape de una nave estelar extraterrestre que emprende su largo viaje de regreso. Pero una hipótesis más simple es una llamarada de los fuegos estelares de N49: estamos seguros de que las supemovas existen.

El destino del sistema solar interior cuando el Sol se convierta en una gigante roja ya es bastante triste. Pero, por lo menos, los planetas no quedarán derretidos y arrugados por la acción de una supernova en erupción. Este destino está reservado a planetas situados cerca de estrellas de mayor masa que el Sol. Puesto que estas estrellas con temperaturas y presiones superiores gastan más rápidamente sus reservas de combustible nuclear, sus tiempos de vida son mucho más breves que el Sol. Una estrella de masa diez veces superior a la del Sol puede convertir establemente hidrógeno en helio durante sólo unos cuantos millones de años antes de pasar brevemente a reacciones nucleares más exóticas. Por lo tanto es casi seguro que no se dispone de tiempo suficiente para que evolucionen formas avanzadas de vida en cualquiera de los planetas acompañantes; y sería raro que seres de otros mundos puedan llegar a conocer que su estrella se convertirá en una supernova: si viven el tiempo suficiente para comprender a las supemovas es improbable que su estrella llegue a serlo nunca.

La fase previa esencial para una explosión de supemova es la generación de un núcleo de hierro de gran masa por fusión de silicio. Los electrones libres del interior estelar, sometidos a una presión enorme, se ven obligados a fundirse con los protones de los núcleos de hierro cancelándose entonces las cargas eléctricas iguales y opuestas; el interior de la estrella se convierte en un único y gigantesco núcleo atómico que ocupa un volumen mucho menor que los electrones y núcleos de hierro que lo precedieron. El núcleo sufre una violenta implosión, el exterior rebota y se produce una explosión de supemova. Una supemova puede ser más brillante que el resplandor combinado de todas las demás estrellas de la galaxia en la cual está metida. Todas estas estrellas supergigantes azules y blancas que han salido apenas del cascarón en Orión están destinadas dentro de unos cuantos millones de años a convertirse en supemovas y a fortnar un castillo continuado de fuegos artificiales cósmicos en la constelación del cazador.

La terrible explosión de una supemova proyecta al espacio la mayor parte de la materia de la estrella precursora: un poco de hidrógeno residual y helio y cantidades importantes de otros átomos, carbono y silicio, hierro y aluminio. Queda un núcleo de neutrones calientes, sujetos entre sí por fuerzas nucleares, formando un único núcleo atómico de gran masa con un peso atómico aproximado de 1056, es decir un sol de unos treinta kilómetros de diámetro; un fragmento estelar diminuto, encogido, denso y marchito, una estrella de neutrones en rotación rápida. A medida que el núcleo de una gigante roja de gran masa entra en colapso para formar así una estrella de neutrones, va girando más rápidamente. La estrella de neutrones en el centro de la Nebulosa Cangrejo es un núcleo atómico inmenso, del tamaño de Manhattan, que gira treinta veces por segundo. Su poderoso campo magnético, amplificado durante el colapso, atrapa las partículas cargadas de modo parecido al campo magnético mucho más débil de Júpiter. Los electrones en el campo magnético en rotación emiten una radiación en forma de haz no sólo en las frecuencias de radio, sino también en luz visible. Si la Tierra está situada casualmente en la dirección del haz de este faro cósmico, vemos un destello en cada rotación. Por este motivo se denomina pulsar a la estrella. Los pulsars, parpadeando y haciendo tic tac como un metrónomo cósmico, marcan el tiempo mucho mejor que un reloj ordinario de gran precisión. El cronometraje a largo plazo de los destellos de radio de algunas pulsar, por ejemplo de una llamada PSR 0329 + 54 sugiere que estos objetos pueden tener uno o más compañeros planetarios pequeños. Quizás sea concebible que un planeta sobreviva la evolución de una estrella convertida al final en pulsar, o quizás el planeta fue capturado más tarde. Me pregunto qué aspecto tendrá el cielo desde la superficie de un planeta así.

La materia de una estrella de neutrones pesa, si tomamos de ella una cucharadita de té, más o menos lo mismo que una montaña corriente: pesa tanto que si sujetáramos un trozo de esta materia y luego lo soltáramos (no nos quedaría otra alternativa), podría pasar sin esfuerzo a través de la Tierra como hace una piedra que cae por el aire, se abriría por sí solo un agujero a través de nuestro planeta y emergería por el otro lado de la Tierra. Los habitantes de aquel lado, que estarían dando un paseo u ocupándose de sus cosas, verían salir disparado del suelo un pequeño fragmento de estrella de neutrones que se pararía a una cierta altura y volvería de nuevo al fondo de la Tierra, ofreciendo así, por lo menos, algo de diversión a su rutina diaria. Si cayera del espacio cercano un trozo de materia de estrella de neutrones y la Tierra estuviera girando debajo suyo, penetraría repeti damente a través de ella y perforaría centenares de miles de agujeros en su cuerpo en rotación antes de que detuviera su movimiento la fricción con el interior de nuestro planeta. Antes de pararse definitivamente en el centro de la Tierra, el interior de nuestro planeta presentaría brevemente el aspecto de un queso suizo, hasta que el flujo subterráneo de roca y de metal curase las heridas. No importa que se desconozcan en la Tierra fragmentos grandes de materia de estrellas de neutrones, porque los fragmentos más pequeños están en todas partes. El poder asombroso de la estrella de neutrones nos acecha en el núcleo de cada átomo, oculto en cada cucharilla de té y en cada lirón, en cada hálito del aire, en cada tarta de manzana. La estrella de neutrones nos infunde respeto hacia las cosas corrientes.