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H. G. WELLS, El descubrimiento del futuro

Nature, 65,326 (1902)

EL COSMOS NO FUE DESCUBIERTO HASTA AYER. Durante un millón de años era evidente para todos que aparte de la Tierra no había ningún otro lugar. Luego, en la última décima parte de un uno por ciento de la vida de nuestra especie, en el instante entre Aristarco y nosotros, nos dimos cuenta de mala gana de que no éramos el centro ni el objetivo del universo, sino que vivíamos sobre un mundo diminuto y frágil perdido en la inmensidad y en la etemidad, a la deriva por un gran océano cósmico punteado aquí y allí por centenares de miles de millones de galaxias y por mil millones de billones de estrellas. Sondeamos valientemente en las aguas y descubrimos que el océano nos gustaba, que resonaba con nuestra naturaleza. Algo en nosotros reconoce el Cosmos como su hogar. Estamos hechos de ceniza de estrellas. Nuestro origen y evolución estuvieron ligados a distantes acontecimientos cósmicos. La exploración del Cosmos es un viaje para autodescubrirnos.

Como ya sabían los antiguos creadores de mitos, somos hijos tanto del cielo como de la Tierra. En nuestra existencia sobre este planeta hemos acumulado un peligroso equipaje evolutivo, propensiones hereditarias a la agresión y al ritual, sumisión a los líderes y hostilidad hacia los forasteros, un equipaje que plantea algunas dudas sobre nuestra supervivencia. Pero también hemos adquirido compasión para con los demás, amor hacia nuestros hijos y hacia los hijos de nuestros hijos, el deseo de aprender de la historia, y una inteligencia apasionada y de altos vuelos: herramientas evidentes para que continuemos sobreviviendo y prosperando. No sabemos qué aspectos de nuestra naturaleza predominarán, especialmente cuando nuestra visión y nuestra comprensión de las perspectivas están limitadas exclusivamente a la Tierra, o lo que es peor a una pequeña parte de ella. Pero allí arriba, en la inmensidad del Cosmos, nos espera una perspectiva inescapable. Por ahora no hay signos obvios de inteligencias extraterrestres, y esto nos hace preguntamos si las civilizaciones como la nuestra se precipitan siempre de modo implacable y directo hacia la autodestrucción. Las fronteras nacionales no se distinguen cuando miramos la Tierra desde el espacio. Los chauvinismos étnicos o religiosos o nacionales son algo difíciles de mantener cuando vemos nuestro planeta como un creciente azul y frágil que se desvanece hasta convertirse en un punto de luz sobre el bastión y la ciudadela de las estrellas. Viajar ensancha nuestras perspectivas.

Hay mundos en los que nunca nació la vida. Hay mundos que quedaron abrasados y arruinados por catástrofes cósmicas. Nosotros hemos sido afortunados: estamos vivos, somos poderosos, el bienestar de nuestra civilización y de nuestra especie está en nuestras manos. Si no hablamos nosotros en nombre de la Tierra, ¿quién lo hará? Si no nos preocupamos nosotros de nuestra supervivencia, ¿quién lo hará?

La especie humana está emprendiendo ahora una gran aventura que si tiene éxito será tan importante como la colonización de la tierra o el descenso de los árboles. Estamos rompiendo de modo vacilante y en vía de prueba las trabas de la Tierra: metafóricamente al enfrentamos con las admoniciones de los cerebros más primitivos de nuestro interior y domarlos, físicamente al viajar a los planetas y escuchar los mensajes de las estrellas. Estas dos empresas están ligadas indisolublemente. Creo que cada una de ellas es condición necesaria para la otra. Pero nuestras energías se dirigen mucho más hacia la guerra. Las naciones, hipnotizadas por la desconfianza mutua, sin casi nunca preocuparse por la especie o por el planeta, se preparan para la muerte. Y lo que hacemos es tan horroroso que tendemos a no pensar mucho en ello. Pero es imposible que resolvamos algo que no tomamos en consideración.

Toda persona capaz de pensar teme la guerra nuclear, y todo estado tecnológico la está planeando. Cada cual sabe que es una locura, y cada nación tiene una excusa. Hay una siniestra cadena de causalidad: los alemanes estaban trabajando en la bomba al principio de la segunda guerra mundial, y los americanos tuvieron que hacer una antes que ellos. Si los americanos tienen la bomba, los soviéticos deben tenerla también, y luego los británicos, los franceses, los chinos, los indios, los pakistaníes… Hacia finales del siglo veinte muchas naciones habían reunido armas nucleares. Eran fáciles de idear. El material fisionable podía robarse de los reactores nucleares. Las armas nucleares se convirtieron casi en una industria de artesanía nacional.

Las bombas convencionales de la segunda guerra mundial recibieron el calificativo de revientamanzanas. Se llenaban con veinte toneladas de TNT y podían destruir una manzana de casas de una ciudad. Todas las bombas lanzadas sobre todas las ciudades en la segunda guerra mundial sumaron unos dos millones de toneladas, dos megatones, de TNT: Coventry y Rotterdam, Dresde y Tokio, toda la muerte que llovió de los cielos entre 1939 y 1945, un centenar de miles de revientamanzanas, dos megatones. A fines del siglo veinte, dos megatones era la energía que se liberaba en la explosión de una sola bomba termonuclear más o menos del montón: una bomba con la fuerza destructivo de la segunda guerra mundial. Pero hay cientos de miles de armas nucleares. Hacia la novena década del siglo veinte los misiles estratégicos y las fuerzas de bombarderos de la Unión Soviética y de los Estados Unidos apuntaban sus cabezas de guerra a más de 15 000 objetivos designados. No había lugar seguro en todo el planeta. La energía contenida en estas armas, en estos genios de la muerte que esperaban pacientemente que alguien restregara las lámparas, era superior a 10 000 megatones: pero con toda su destrucción concentrada de modo eficiente, no a lo largo de seis años sino en unas pocas horas, un revientamanzanas para cada tamilia del planeta, una segunda guerra mundial nuclear cada segundo durante toda una tarde de ocio.

Las causas inmediatas de muerte por un ataque nuclear son la onda explosiva, que pueden aplanar edificios fuertemente reforzados a muchos kilómetros de distancia, la tempestad de fuego, los rayos gamma y los neutrones que fríen de modo efectivo las entrañas de un transeúnte. Una alumna de escuela que sobrevivió al ataque nuclear norteamericano contra Hiroshima, el acontecimiento que puso final a la segunda guerra mundial, escribió este relato de primera mano:

A través de una oscuridad como el fondo del infierno podía oír las voces de las demás estudiantes que llamaban a sus madres. Y en la base del puente, dentro de una gran cisterna que habían excavado, estaba una madre llorando, aguantando por encima de su cabeza un bebé desnudo quemado por todo el cuerpo, de color rojo brillante. Y otra madre estaba llorando y sollozando mientras daba su pecho quemado a su bebé. En la cisterna las estudiantes estaban de pie asomando sólo las cabezas encima del agua, con las dos manos apretadas mientras gritaban y chillaban implorando y llamando a sus padres. Pero todas las personas que pasaban sin excepción, estaban heridas y no había nadie, no había nadie a quien pedir ayuda. Y el pelo chamuscado en las cabezas de las personas estaba rizado y blancuzco y cubierto de polvo. No parecía que fueran personas, que fueran seres de este mundo. La explosión de Hiroshima, al contrario de la subsiguiente explosión de Nagasaki, fue una explosión en el aire muy por encima de la superficie, de modo que la lluvia radiactiva fue insignificante. Pero el 1 de marzo de 1954 una prueba con armas termonucleares en Bikini, en las islas Marshall, detonó a un rendimiento superior al esperado. Se depositó una gran nube radiactiva sobre el pequeño atolón de Rongalap, a 150 kilómetros de distancia, donde los habitantes compararon la explosión a un Sol levantándose por el Oeste. Unas horas más tarde la ceniza radiactiva cayó sobre Rongalap como nieve. La dosis media recibida fue de sólo 175 rads, algo inferior a la mitad de la dosis necesaria para matar a una persona normal. El atolón estaba lejos de la explosión y no murieron muchas personas. Como es lógico, el estroncio radiactivo que comieron se concentró en sus huesos y el yodo radiactivo se concentró en sus tiroides. Dos tercios de los niños y un tercio de los adultos desarrollaron más tarde anormalidades tiroideas, retraso en el crecimiento y tumores malignos. Los habitantes de las islas Marshali recibieron a cambio cuidados médicos especializados.