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El paisaje es vigoroso, rojo y encantador: por encima del horizonte asoman rocas arrojadas en la creación de un cráter, pequeñas dunas de arena, rocas que han estado repetidamente cubiertas y descubiertas por el polvo de acarreo, plumas de un material de grano fino arrastradas por el viento. ¿De dónde provenían las rocas? ¿Cuánta arena había arrastrado el viento? ¿Cuál debió ser la historia anterior del planeta para poder crear esas rocas perdidas, esos peñascos sepultados, estas excavaciones poligonales del terreno? ¿De qué estaban hechas las rocas? ¿Del mismo material que la arena? ¿La arena era sólo roca pulverizada o algo más? ¿Por qué es rosáceo el cielo? ¿De qué está compuesto el aire? ¿A qué velocidad van los vientos? ¿Hay temblores de tierra marcianos? ¿Cómo cambian, según las estaciones, la presión atmosférica y el aspecto del paisaje?

El Viking ha proporcionado respuestas definitivas, o por lo menos aceptables, a cada una de estas preguntas. El Marte que nos revela la misión Viking es de un enorme interés, especialmente si recordamos que los lugares de aterrizaje fueron elegidos por su aspecto aburrido. Pero las cámaras no revelaron signo alguno de constructores de canales, ni de coches volantes barsoomianos, ni de espadas cortas, ni de princesas u hombres luchando, ni de thoats o huellas de pisadas, ni siquiera de un cactus o de una rata canguro. En todo lo que alcanzaba la mirada, no había señal alguna de vida. 3

Quizás haya grandes formas de vida en Marte, pero no en nuestros dos lugares de aterrizaje. Quizás haya formas más pequeñas en cada roca y en cada grano de arena. Durante la mayor parte de su historia las regiones de la Tierra que no estaban cubiertas de agua se parecían bastante a lo que hoy en día es Marte: con una atmósfera rica en dióxido de carbono, con una luz ultravioleta incidiendo violentamente sobre la superficie a través de una atmósfera desprovista de ozono. Las plantas y animales grandes no colonizaron la Tierra hasta la última décima parte de la historia de nuestro planeta. Y sin embargo, durante tres mil millones de años hubo microorganismos por toda la Tierra. Si queremos buscar vida en Marte tenemos que buscar microbios.

El vehículo de aterrizaje Viking extiende las capacidades humanas a paisajes distintos y extraños. Según algunos criterios, es casi tan listo como un saltamontes; según otros, su inteligencia está al nivel de una bacteria. No hay nada insultante en estas comparaciones. La naturaleza tardó cientos de millones de años en crear por evolución una bacteria, y miles de millones de años para hacer un saltamontes. Tenemos solamente un poco de experiencia en estos asuntos, y ya nos convertiremos en expertos. El Viking tiene dos ojos como nosotros, pero a diferencia de los nuestros también trabajan en el infrarrojo; un brazo de muestreo que puede empujar rocas, excavar y tomar muestras del suelo; una especie de dedo que saca para medir la velocidad y la dirección de los vientos; algo equivalente a una nariz y a unas papilas gustativas, que utiliza para captar con mucha mayor precisión que nosotros la presencia de rastros de moléculas; un oído interior con el cual puede detectar el retumbar de los temblores marcianos y las vibraciones más suaves causadas por el viento en la nave espacial; y sistemas para detectar microbios. La nave espacial tiene su propia fuente independiente de energía radiactiva. Toda la información científica que obtiene la radia a la Tierra. Recibe instrucciones desde la Tierra, y de este modo los hombres pueden ponderar el significado de los resultados del Viking y comunicar a la nave espacial que haga algo nuevo.

Pero, ¿cuál es el sistema mejor para buscar microbios en Marte, teniendo en cuenta las limitaciones de tamaño, coste y energía? De momento no podemos enviar allí microbiólogos. Yo una vez tuve un amigo, un extraordinario microbiólogo llamado Wolf Vishniac, de la Universidad de Rochester, en Nueva York. A fines de los años cincuenta, cuando apenas empezábamos a pensar seriamente en buscar vida en Marte, participó en una reunión científica en la que un astrónomo expresó su asombro al ver que los biólogos no disponían de ningún instrumento sencillo, fiable y automatizado para buscar microorganismos. Vishniac decidió hacer algo en este sentido.

Desarrolló un pequeño aparato para enviarlo a los planetas. Sus amigos lo llamaron la Trampa del Lobo. Había que transportar hasta Marte una pequeña ampolla de materia orgánica nutriente, obtener una muestra de tierra de Marte para mezclarla con ella, y observar los cambios en la turbidez del líquido a medida que los bacilos marcianos (suponiendo que los hubiese) crecían (suponiendo que lo hicieran). La Trampa del Lobo fue seleccionada junto con otros tres experimentos microbiológicos para viajar a bordo de los vehículos de aterrizaje del Viking. Dos de los otros tres experimentos también se basaban en dar comida a los marcianos. El éxito de la Trampa del Lobo depende de que a los bacilos les guste el agua. Algunos pensaron que Vishniac sólo conseguiría ahogar a sus marcianitos. Pero la ventaja de la Trampa del Lobo es que no imponía condiciones a los microbios marcianos sobre lo que debían hacer con su comida. Solamente tenían que crecer. Los demás experimentos formulaban suposiciones concretas sobre gases que los microbios iban a desprender o absorber, suposiciones que eran poco más que conjeturas.

La Administración Nacionalde Aeronáutica y del Espacio (NASA), que dirige el programa de exploración planetario de los Estados Unidos, es propensa a recortar con frecuencia y de un modo imprevisible los presupuestos. Sólo en raras ocasiones hay incrementos imprevistos en los presupuestos. Las actividades científicas de la NASA tienen un apoyo gubernamental muy poco efectivo, y la ciencia es con frecuencia la víctima propiciatoria cuando hay que retirar dinero de la NASA. En 1971 se decidió que debía eliminarse uno de los cuatro experimentos microbiológicos y se cargaron la Trampa del Lobo. Esto fue una decepción abrumadora para Vishniac, que había dedicado doce años a esta investigación.

Muchos en su lugar se hubieran largado airadamente del Equipo Biológico del Viking. Pero Vishniac era un hombre apacible y perseverante. Decidió que como mejor podía servir a la causa de buscar vida en Marte era trasladándose al medio ambiente que en la Tierra más se parecía al de Marte: los valles secos de la Antártida. Algunos investigadores habían estudiado ya el suelo de la Antártida y llegaron a la conclusión de que los pocos microbios que pudieron encontrar no eran realmente nativos de los valles secos, sino que habían sido transportados allí por el viento desde otros ámbitos más clementes. Vishniac recordó los experimentos con los Botes marcianos, consideró que la vida era tenaz y que la Antártida era perfectamente consecuente con la microbiología. Pensó que si los bichitos terrestres podían vivir en Marte, también podían hacerlo en la Antártida, que era mucho más cálida y húmeda, y que tenía más oxígeno y mucha menos luz ultravioleta. Y a la inversa, pensó que encontrar vida en los valles secos de la Antártida mejoraría a su vez las posibilidades de vida en Marte. Vishniac creía que las técnicas experimentales utilizadas anteriormente para deducir la existencia de microbios no indígenas en la Antártida eran imperfectas. Los nutrientes eran adecuados para el confortable ámbito de un laboratorio microbiológico universitario, pero no estaban preparados para el árido desierto polar. Así pues, el 8 de noviembre de 1973, Vishniac, su nuevo equipo

microbiológico, y un compañero geólogo fueron trasladados en helicóptero desde la Estación de Mc Murdo hasta una zona próxima al Monte Balder, un valle seco de la cordillera Asgard. Su sistema consistía en implantar las pequeñas estaciones microbiológicas en el suelo de la Antártida y regresar un mes más tarde a recogerlas. El 1 0 de diciembre de 197 3 salió para recoger muestras en el Monte Balder; su partida se fotografió desde unos tres kilómetros de distancia. Fue la última vez que alguien le vio vivo. Dieciocho horas después su cuerpo fue descubierto en la base de un precipicio de hielo. Se había aventurado en una zona no explorada con anterioridad, parece ser que resbaló en el hielo y cayó rodando y dando saltos a lo largo de 1 50 metros. Quizás algo llamó su atención, un probable hábitat de microbios, por ejemplo, o una mancha verde donde no tenía que haber ninguna. Jamás lo sabremos. En el pequeño cuaderno marrón que llevaba aquel día, el último apunte dice Recuperada la estación 202. 10 de diciembre de 1973. 22.30 horas. Temperatura del suelo, IOº. Temperatura del aire, 1611. Había sido una temperatura típica de verano en Marte.