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—¿Sabes cómo usar el aparato? —dice únicamente el yort.

—Ha pasado algún tiempo. Sería conveniente que usted volviera a enseñarme.

El yort, verrugoso, fofo y con varios mentones, se levanta lentamente y lleva a Hissune ante un panel que abre metiendo hábilmente un pulgar en un hueco. El yort señala una pantalla y una hilera de botones.

—El tablero de mandos. Pide las cápsulas que quieras Has de meterlas aquí. Firma todas las solicitudes. Acuérdate de apagar las luces cuando acabes.

¡Ése es todo el secreto! ¡Un sistema de seguridad! ¡Un vigilante!

Hissune se queda a solas con las grabaciones de recuerdos de todas las personas que han vivido en Majipur.

De casi todas las personas, en cualquier caso. Indudablemente millones de seres habrán vivido y habrán muerto sin preocuparse de hacer cápsulas de su vida. Pero cualquier persona está autorizada cada diez años, en cuanto alcanza los veinte de edad, a hacer su contribución a esos subterráneos, e Hissune sabe que aunque las cápsulas son minúsculas, simples partículas de datos, hay miles y miles en los niveles de almacenamiento del Laberinto. El muchacho pone las manos en los mandos. Sus dedos tiemblan.

¿Por dónde empezar?

Quiere saberlo todo. Quiere caminar por la selva de Zimroel con los primeros exploradores, quiere vencer a los metamorfos, navegar por el Gran Océano, cazar dragones de mar en el archipiélago Rodamaunt, quiere… quiere… quiere… Su alocado anhelo le hace estremecerse. ¿Por dónde empezar? Estudia las teclas que tiene delante. Puede especificar una fecha, un lugar, la identidad de una persona… pero pudiendo elegir entre catorce mil años… no, entre ocho o nueve mil años, porque él sabe que los archivos sólo se remontan a la época de lord Stiamot, quizás un poco antes… ¿Cómo va a decidir el punto de partida? Durante diez minutos la indecisión paraliza a Hissune.

Después decide apretar teclas al azar. Algo antiguo, piensa. El continente de Zimroel, la época de la Corona lord Barhold, anterior incluso a Stiamot. Y la persona… ¡cualquier persona! ¡Cualquier persona!

Una reluciente cápsula aparece en la ranura.

Estremeciéndose de asombro y deleite, Hissune la introduce en la rendija de reproducción y se pone el casco. Oye crujidos. Confusas franjas azules, verdes y escarlatas cruzan ante sus ojos detrás de los cerrados párpados. ¿Está funcionando? ¡Sí! ¡Sí! Hissune percibe la presencia de otra mente. Alguien que murió hace nueve mil años, y la mente de esa persona —una mujer, una mujer joven— inunda la de Hissune hasta que el muchacho no sabe si él es Hissune del Laberinto o esta… esta Thesme de Narabal…

Tras un gemido de alegría. Hissune se separa por completo de la personalidad que ha sido suya durante catorce años y deja que el alma de Thesme se apodere de él.

I

THESME Y EL GAYROG

1

Desde hacía seis meses Thesme vivía sola en una choza construida por ella misma, en la densa jungla tropical aproximadamente a seis kilómetros al este de Narabal, en un lugar donde no llegaban las brisas marinas y donde la enorme humedad ambiental se aferraba a todo como una mortaja de piel. Era la primera vez que tenía que arreglárselas sin ayuda, y al principio se preguntó si lograría hacerlo. Pero también era la primera vez que debía construir una choza, y lo hizo muy bien. Taló sijaniles jóvenes, recortó la dorada corteza de los troncos, arrastró las resbaladizas y afiladas puntas por el húmedo terreno, las ató con enredaderas y finalmente dispuso de cinco enormes hojas azules de vramma a modo de techo. No era una obra maestra de la arquitectura, pero impedía el paso de la lluvia, y a Thesme no le hacía falta preocuparse del frío. Al cabo de un mes la madera de sijanil, podada como estaba, echó raíces, y de los extremos superiores brotaron correosas hojas, justo por debajo del techo. Y las enredaderas que unían los troncos también seguían vivas, despidiendo carnosos zarcillos rojos que buscaban y encontraban el rico y fértil suelo. De tal forma que la vivienda era una construcción viva que día a día iba haciéndose más cómoda y segura, puesto que las enredaderas se espesaban y los sijaniles cobraban mayor circunferencia. Y Thesme estaba encantada de su casa. En Narabal nada permanecía muerto durante mucho tiempo. El ambiente era caluroso, el sol brillaba con fuerza y las lluvias eran muy abundantes, por lo que todo se transformaba con gran rapidez, con la tumultuosa naturalidad de los trópicos.

Tampoco la soledad fue un problema. Thesme necesitaba apartarse de Ni-moya, donde su vida, por así decirlo, se había torcido: excesiva confusión, excesivo bullicio interno, amigos que se convertían en extraños, amantes que se convertían en enemigos. Ella tenía veinticinco años y necesitaba detenerse, hacer un prolongado examen de todo, cambiar el ritmo de su vida antes de que ese ritmo la despedazara. La jungla era el lugar ideal para ello. Se levantaba temprano, se bañaba en una laguna que compartía con un viejo y perezoso gromwark y un cardumen de minúsculos y cristalinos chichibores, arrancaba su desayuno de un zoko, paseaba, leía, cantaba, escribía poemas, examinaba las trampas en busca de animales capturados, trepaba a los árboles y tomaba el sol en una hamaca de enredaderas, dormitaba, nadaba, hablaba consigo misma y se acostaba cuando el sol se ponía. Al principio creyó que no tendría suficientes ocupaciones, que pronto se aburriría, pero la realidad fue distinta; las jornadas eran intensas y siempre quedaban varios proyectos para el día siguiente.

Al principio Thesme esperaba ir a Narabal una vez por semana, para comprar productos básicos, para buscar nuevos libros, para asistir a un concierto u obra teatral, incluso para visitar a su familia o a los amigos que aún seguía tratando. Durante un tiempo fue bastante a menudo a la ciudad. Pero ello representaba el sudor, el pegajoso sudor de casi medio día de caminata, y conforme fue acostumbrándose a la vida en retiro Narabal le pareció cada vez más estruendoso, cada vez más perturbador, con pocas ventajas que compensaran las desventajas. La gente la miraba. Ella sabía lo que opinaban: que era una joven excéntrica, incluso loca, siempre una rebelde y ahora una rebelde muy peculiar que vivía en la jungla, sola, y que se columpiaba en las ramas de los árboles. Así sus visitas fueron espaciándose cada vez más. Sólo iba a la ciudad cuando no tenía más remedio. El día que encontró al gayrog herido hacía más de cinco semanas que no iba a Narabal.

Esa mañana Thesme estaba vagando por una pantanosa zona pocos kilómetros al noroeste de la choza, recogiendo unos hongos dulces y amarillos que se llamaban calimbots. Tenía el morral casi lleno y ya pensaba en regresar cuando vislumbró algo extraño a pocos cientos de metros de distancia: una criatura desconocida con reluciente piel gris de aspecto metálico y gruesas extremidades tubulares, tendida de cualquier modo en el suelo bajo un gran sijanil. Thesme se acordó de un reptil predatorio que su padre y su hermano habían matado hacía tiempo en el canal de Narabal, un ser lustroso, alargado, lento de movimientos, con garras curvadas y una enorme boca dentuda. Pero al aproximarse vio que la criatura tenía forma vagamente humana, con una cabeza enorme y redondeada, largos brazos, fuertes piernas. Pensó que quizás estuviera muerta, pero la criatura se movió un poco cuando Thesme llegó al lugar.

—Estoy herido —dijo la criatura—. He cometido una estupidez y ahora lo estoy pagando.

—¿Puede mover los brazos y las piernas? —preguntó Thesme.

—Los brazos, sí. Me he roto una pierna, y quizá la espalda. ¿Puede ayudarme?

Thesme se agachó y estudió al desconocido. Parecía un reptil, cierto, con brillantes escamas y un cuerpo liso y duro. Los ojos eran verdes y fríos, y nunca parpadeaban. El cabello era una fantástica masa de gruesas espirales negras que se movían solas muy lentamente. La lengua era de serpiente, bífida, de un tono escarlata brillante, y no cesaba de moverse entre los estrechos y descarnados labios.