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El piso del pecado que no hace daño a nadie estaba rodeado de otros pisos especialmente dañinos: gestores que tramitaban multas, abogados que maquinaban apremios, agentes de seguros que calculaban a ojo la duración de tu vida, con un error máximo de cinco minutos, y la estampaban en pólizas hechas para que no las cobraras jamás. Amores pudo olvidarse de todas las maquinaciones que encerraba aquel edificio y se sumergió en el único piso dedicado a la corrupción y sus delicadezas. Amores entró allí con su pequeño miembro y su gran desesperanza. Se metió en el recinto que daba por un lado a la Ronda de la Universidad y sus trajines, por el otro a los patios vecinales y sus cortinas llenas de paz. Se encontró con el biombo de espejos, instrumento indispensable para elevar la cultura de la pareja y olvidarse al fin de la cultura de masas. Alquiló todos los vicios, todos los jugos y todas las frustraciones de una casada infiel que ya sólo creía en la pericia de su lengua y que le introdujo previo pago, cariño mío, yo esto no lo hago por dinero, sino porque odio a mi marido, en el santuario del amor donde estaba el balcón, donde estaba la cama, donde estaba la mujer ahorcada ante el biombo de los espejos. Ondia, fue todo lo que pensó el Amores al ver balancearse el cuerpo, yo no conocía esa perversión, a ver si ahora ésta me propone hacer un dúplex con una muerta.

Méndez había dicho cuando la mujer, ya de cierta edad, le abrió la puerta:

– Necesito ver a Encarnación López.

– Casi nunca viene por aquí. ¿Quién le dijo que la encontraría en esta casa?

– Eso no importa ahora. ¿Está o no está?

La facha de Méndez y la seguridad con que hablaba hicieron que la mujer llegase inmediatamente a una alta deducción científica: la bofia.

– Pase-dijo. La rápida carrera de una chica vestida con unos shorts («creí que era el señor que había telefoneado antes, preguntando por mí»), un dormitorio más bien hostil, sin biombos y sin mujeres, una butaca con olor a antepasado que en cualquier momento puede resucitar. Todo eso y Méndez que se sienta.

– Si usted busca algo, le advierto que aquí todo es normal -explicó la vieja-, y que la policía ya sabe lo que hacemos. Que unas chicas sin trabajo quieran ganarse la vida no es ningún pecado, digo yo. Ahora, si usted quiere que hablemos, podemos hablar.

Era una insinuación de lo más perfecto: «Jodido policía, chinga y calla.»

– Mire, hija, yo no vengo a perturbar la buena marcha de la casa. Diré más: si yo pudiera tener un negocio de esta clase, lo tendría. Los lugares piadosos me gustan, me chiflan.

– No será usted de los impuestos y todo eso… Porque, si lo es, le aseguro que aquí se gana muy poco. Ya le podría dar otras direcciones, ya, de sitios donde se gana más. Pero es que en este país sólo se castiga al pobre.

– Sólo quiero ver a Encarnación López, hablar con ella… Le repito que no es nada que vaya a afectar a la buena marcha de esta casa.

– ¿Ustedes son amigos?

– Hace bastantes años la conocí.

– ¿De qué? Méndez contestó educadamente:

– Señora, con todo respeto, y puesto que adivino que usted es una mujer que sabe lo que es la vida, le confesaré que hace años Encarnación López me la empinaba la mar de bien. Y añadió cautelosamente:

– Cuando yo tenía algo que empinar, claro. La vieja no se sorprendió en absoluto, demostrando que, en efecto, era una mujer de mundo.

– Mire, señor, ahora ella no trabaja en estas cosas -musitó.

– No he venido para hacerla trabajar, pero me gustaría saber qué hace aquí.

– Somos socias. Tiene alquilado a su nombre el piso.

– Bueno, pues quisiera verla. Sólo para pedirle una información. Cosa particular, créame.

No hizo falta. De repente el grito. La casada infiel, cariño mío, que sale aullando. El Amores que sale abrochándose a toda prisa. Méndez que dice:

– Tenía. La vieja balbució: «¿Pero qué pasa?»…

– Nada -contestó Méndez-. Sólo que en esta casa tiene que haber una muerta. Maldita sea, si lo sabré yo.

La madre que parió al Amores -pensó Méndez mientras corría a toda velocidad los cinco metros lisos-. Ese joputa es capaz de acabar en un par de años con toda la población femenina de España. Habrá que pensar en coserle la bragueta, como primera providencia, y luego ya se verá.

Entró así en la acogedora habitación del biombo, en aquel recinto hecho para todas las artes de la fornicación, pero en cuyo interior estaba de pronto la muerte. Encarnación López aún era una mujer de las que no dan asco, una madura para sugerir complicidades, caricias sabias y corseterías barrocas, amén de una santa resignación cuando al manso no se le levantaba: en definitiva, una mujer de las que aún le podían gustar a Méndez para contarle historias de cuando él era joven, delicadas historias del siglo dieciocho.

Pero ahora estaba muerta; ahora colgaba de un fino cordón de seda sujeto a la barra de las cortinas del balcón, barra que prodigiosamente no se había roto, demostrando así que no era de fabricación nacional o que aún queda algún industrial de buena fe. Los brazos colgaban a lo largo del cuerpo, su rostro era casi dulce pese al espasmo de la muerte, y bajo sus pies estaba volcada una silla. Méndez había visto los suficientes asesinatos artísticos para saber que éste no lo era, para darse cuenta instantáneamente de que Encarnita había elegido ella misma el camino de la paz, sin que ninguna alma buena la metiese en él, como ocurre casi siempre.

La vieja también lanzó un grito. Méndez masculló:

– Maldita sea, nada de espectáculos. Calme a las chicas y dígales que no pasa nada. Que la policía ya está aquí, pero que ésa no es mala señal, porque el asunto no va con ellas.

– Sí… Bien. Lo que usted diga.

– Ah, otra cosa. El cabroncete aquel que venga.

– ¿Quiere decir el cliente de la Manoli? Al Amores la Manoli le había dicho que se llamaba Sandra. Méndez gruñó:

– El cliente de su padre. Pero que venga. El Amores vino arrastrándose.

– Le juro que ya estaba así, señor Méndez.

– ¿Y a ti qué te pasaba, que ibas con los pantalones casi abajo? ¿Te ibas desabrochando por el camino?

– Es que ella me iba diciendo: «Hala, amor, vete enseñando la cosa.»

– Imbécil, lo que debía decir era que le enseñases el dinero.

– ¿Por qué piensa eso?

– Porque en caso contrario te hubiera dicho que le enseñaras la cosita.

– Parecía una mujer desinteresada, señor Méndez… Casada satisfecha y todo eso. Bueno, y en cualquier caso le juro que, cuando entramos, esa otra ya estaba así.

– ¿Se balanceaba?

– Un poco.

– Bueno, entonces es que acababa de dar la patada a la silla. A ver, Amores, quédate en la puerta y que nadie entre.

Méndez examinó el cadáver. Ninguna señal de violencia, ningún arañazo, ningún golpe. El suicidio estaba clarísimo, aunque sus motivos le parecieron a Méndez oscuros y remotos. Volvió la cabeza hacia Amores.

– Eh, tú, picha que mata.

– ¿Qué dice, señor Méndez?

– Nada, hombre, que cada vez que vas a sacarla hay una defunción. Pero, si quieres, le das la vuelta a la frase y la tomas como un elogio.

– Yo nunca tomo a mal nada de lo que usted dice, señor Méndez, palabra de honor.

– ¿Viste viva a esta mujer al entrar en la casa?

– Sí. Pasó un momento por el pasillo. Yo, con perdón, creí que era del oficio, porque aún estaba buena.