– ¿Qué le pasa? -preguntó, mirando la facha de Méndez-. Por lo menos sífilis.
Méndez masculló: -Algo peor. Policía.
– ésta sí que es buena. ¿Qué ocurre? ¿He hecho algo que no debía hacer?
– Nada, doctor, nada. Esté tranquilo. Sólo vengo en plan de comadreo y de informe confidencial.
Méndez se sentó, le mostró la credencial, le invitó a tabaco fino, elogió las ampliaciones fotográficas que llenaban la pared mostrando espiroquetas mayores de edad. Luego susurró:
– Esto no va con usted, doctor, repito. Hace pocas horas se ha suicidado una cliente suya llamada Encarnación López. Yo supongo que ha sido por lo que me ha dicho el forense: padecía un cáncer como una casa. Pero necesitaría que usted me lo confirmase.
El doctor Soler se relajó. Miró con ojos medio dormidos la habitación, el paraíso terrenal de sus primeras pesetas y sus primeros sueños. Apoyó las manos en la mesa y explicó:
– Claro que padecía un cáncer, aunque yo no se lo había dicho. De todos modos Encarnita no era tonta. Debió de ir a ver a otro médico y fue atando cabos poco a poco.
– ¿Le empezaría a doler?
– Supongo. Y fuerte.
– ¿Qué le recetaba usted? -Lo habrá visto por las propias recetas; no soy tan ingenuo como para no imaginar que usted les ha echado un vistazo. Pantopón y calmantes variados, ya sabe. Supongo que eso le acabaría dando a ella una pista, pero no había manera de evitarlo.
– ¿Conocía usted a Encarnita desde hacía muchos años?
– ¡Buf! Desde las Cortes de Cádiz. Bueno, perdone, no he querido decir que ella fuese una vieja. Había superado los cincuenta, pero se conservaba muy bien. Incluso creo que algunos viejos amigos le seguían pagando por sesiones de cama. Yo la conocí en este mismo piso cuando era una profesional discreta, le curé un par de blenorragias y la orienté sobre las precauciones que debía tomar en el oficio. En fin, lo de todo el mundo.
Méndez había sabido siempre que en la vida de Encarnita López, incluso en su mejor época, había existido una parte sórdida, una parte que nunca se reflejaba en la cama, en sus posturas sabias, en sus lengüetazos deliciosamente abyectos, en sus cómo has venido hoy de caliente, chico, me ahogas, me deshaces, me matas; pero ahora aquel ambiente apareció retratado allí, ante sus ojos, hecho cordón reptante y procreación de mosca, y eso le obligó a hundir la cabeza con una inmensa sensación de desdicha, como si todo su pasado hubiera sido una falsedad.
«Iré a llevar flores a su tumba -pensó-. Flores del barrio, para que todo tenga más sentido. ¿Pero dónde coño hay en este barrio una floristería?»
El doctor Soler dijo, hundiendo también la cabeza:
– Lo siento. Confío en que al menos se haya dado una muerte rápida.
– Se ahorcó.
– ¿Bien?
– No estuvo mal. Supongo que ni cinco segundos de agonía.
– Es un consuelo. Hablando en términos humanos, ha sido una solución, porque hubiera sufrido mucho. Una mujer con familia, con cariño y con alguien que la ayude a vivir o a morir, aguanta lo indecible: bastante más que los hombres. Pero una mujer sola, sin más cara amiga, ¿por qué no decirlo?, que la de un profesional como yo, se hunde en seguida. Y hay motivos. Para animarla con un cambio de ambiente, la recibí varias veces, cobrando lo mismo, en mi otro consultorio, el de la calle de Sicilia, donde tengo buenos aparatos y hay luz a raudales, pero ¿qué quiere que le diga?, ella se sentía mejor aquí, en este ambiente que le era tan conocido. Incluso creo que me equivoqué, porque cuando se dio cuenta de que tenía esas atenciones con ella debió empezar a pensar que padecía algo sin remedio. En fin, uno hace las cosas con la mejor intención y resulta que lo ha fastidiado todo.
– Eso es lo que vale, doctor. La intención es lo que cuenta.
– Justo lo que me decían los policías del franquismo, cuando me detuvieron por comunista el año 72: que la intención era lo que valía. Yo no había hecho nada, pero ¿y lo que había pensado hacer? ¿Eh? ¿Y lo que había pensado hacer? ¿Y las cosas que imaginaba mirando el retrato de Lenin? ¿Eh? Por eso casi me clavan diez años. Menuda gentuza.
– Los policías del franquismo… ¡Quién sabe dónde paran! A lo mejor se han muerto todos -dijo Méndez cautelosamente.
Y añadió, huyendo del terreno pantanoso:
– Por pura rutina, y aunque el caso va a cerrarse, he de cubrir una investigación, doctor Soler. ¿Usted sabe qué hacía Encarnita últimamente?
– Me parece que había alquilado un piso en un sitio bueno, y con una socia lo dedicaba al cuento. Eso está ahora a la orden del día, hay casas de cuento hasta en los ambulatorios de la Seguridad Social.
– Veo que no me miente, doctor Soler. Encarnita se dedicaba al asunto. Ejercía una profesión que dentro de cuatro días será honorable y que se denominará «gestor sexual», ya lo verá.
– Celebro que sepa que no le miento. ¿Pero por qué iba a mentirle?
– Hay muchos motivos, teóricamente. No sabe usted lo raras que llegamos a ser las personas. Pero en este orden de cosas dígame: ¿tenía Encarna alguna amiga más o menos íntima? ¿Alguna persona que pudiera explicarme bien cómo estaba viviendo en los últimos tiempos? Repito: es pura rutina, es para poder cerrar cuanto antes estos papelotes.
El médico pensó. Por el balcón entreabierto llegaban los delicados ruidos de la calle: coches que no tiraban, televisores de los bares a todo meter, gritos de chiquillos en busca de la ciudad soñada, estentóreas muestras de afecto entre mujeres que habían descubierto tener el mismo marido: tu madre, la tuya, tía guarra, mujer de diez pesetas, sobrina de cura, pendona, eso tú, la tuya.
La ciudad prosperaba y vivía. Soler dijo al fin:
– Sólo se me ocurre la Susi. También era cliente mía. De la misma edad que Encarnita, más o menos, y desde luego del mismo ramo. Por algunos detalles, y perdón, tengo la sensación de que habían hecho juntas en otro tiempo tortillas y cuadros para un hombre que las pagaba muy bien. Un hombre de los de antes, de los de la situación, ya me entiende. Un hombre rico a todo meter. La Encarnita y la Susi se debían conocer, digo yo, todos los olores de debajo de la falda. Pero eran otros tiempos.
– Ese hombre rico, ¿se llamaba Bassegoda? -susurró Méndez.
– La verdad es que no lo sé.
– Quizá el nombre de pila lo conozca. ¿Óscar?
– Tampoco puedo decírselo. Es posible que haya oído ese nombre alguna vez. No lo sé, no es cosa mía.
– Lo entiendo muy bien, y ahora mismo voy a dejar de molestarle. Dígame solamente dónde vive Susi.
Susi vivía en la calle de Tamarit, no demasiado lejos de allí. Era la zona de los Encantes, del mercado de San Antonio, la zona entrañable del capazo en sábado, del libro viejo en domingo. Era un cierto sector de una cierta juventud de Méndez, sector de luces macilentas, de tiendas pequeñas, de dependientas culonas, de tardes otoñales que uno ve morir. Era un pedazo de la Barcelona que Méndez amaba a pesar de todo, y a veces aún se detenía de noche ante la estructura de hierro del mercado y veía cómo un viento venido de muy lejos movía las luces amarillas, inmunes al tiempo.