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– Quizá debas aprender algo más -susurró-. En tu trabajo no puede fallar nada.

– Intentaré cumplir lo mejor posible, eso no hace falta decirlo. En parte porque es un buen empleo y en parte porque… necesito aceptar lo que sea, compréndalo. Pero usted ha de decirme exactamente lo que necesito meterme en la cabeza. Me lo meto en la cabeza y después lo hago; eso es todo.

– Es sencillo y complicado a la vez, ¿sabes? Tendrás que acostumbrarte a mi forma de ser, a mi forma de vestir, tendrás que dar la sensación de que estamos identificados en todo. Y una cosa así es tan importante que habrá de creerla mi propio marido, imagínate. Tendrás que considerar natural mi aspecto, mis vestidos y hasta mi desnudez si hace falta. Deberá parecer que es tuyo todo lo que sin embargo estará prohibido para ti.

Y cruzó las piernas con toda naturalidad, como si estuviera sola y no le preocupase lo que enseñaba.

El color miel de las medias terminaba en el color miel de los muslos estallantes.

Blanca Bassegoda dijo con voz opaca, a modo de resumen:

– Todo eso.

9. LA CASA

AHORA Méndez ya sabía bastantes cosas de Óscar Bassegoda, al margen de las que figuraban en su ficha. Con eso empezaba a tener una especie de «cuadro de la situación», una base de partida inicial para los siguientes pasos. Pero los auténticos movimientos tenía que iniciarlos aún, y Méndez los inició por los lugares que a él le gustaban, -o sea por los más aristocráticos de la ciudad. Se dirigió a la Plaza Real.

No lo hizo de cualquier manera, por supuesto. Se dirigió a las Ramblas a través de uno de sus más gloriosos recorridos urbanos, iniciando la andadura en el Arnau, bajando por Tapias, doblando por San Olegario y enfilando la distinguida recta de Marqués de Barbará y Unión, que curiosamente es una calle culta porque en ella están casi todas las distribuidoras de libros y revistas de la ciudad. El recorrido triunfal de Méndez estuvo salpicado, como ocurría siempre, de encuentros amistosos y manifestaciones de adhesión para toda la vida. La cosa empezó a ponerse bien en la calle de las Tapias, cuando la Caricavirgen, que llevaba más de cuarenta años en el oficio, le gritó desde un portaclass="underline"

– ¡Vengo de hacer un cuadro con tu madre! ¡Si te espabilas, aún la encontrarás lavándose!

En uno de los bares que abren las esquinas de San Olegario entró Méndez a tomarse un anís de garrafa, y el local quedó vacío en menos de dos minutos.

A la salida encontró al Rafaelito, licenciado en drogas, y Méndez le soltó la frase de rituaclass="underline"

– En cuanto te agarre te voy a afeitar el capullo. No lo agarró, porque el Rafaelito se salvó por piernas. Además quién sabe si ya le habían afeitado el capullo poco antes.

De todos modos la expedición, en plan descubierta, de Méndez estaba resultando un éxito, o al menos un fenómeno de movilización de masas. En Marqués de Barbará le acompañó la suerte, porque el macarra que le estaba atizando a la meuca por razones de recaudación no se enteró de que Méndez estaba aquella mañana por allí hasta que tuvo al bofias encima.

El bofias lo sujetó por el cuello de la camisa y pronunció la frase que resume todos los derechos constitucionales del detenido españoclass="underline"

– Tú, echa palante.

– Pero, señor Méndez, cojones, que yo no estaba haciendo nada. A ver si se cree que yo estaba pegando a esta mujer, que además no tiene nada que ver conmigo ni es del oficio. Di, Chupi-Chupi, ¿yo te pegaba?

La Chupi-Chupi se limpió resignadamente el hilo de sangre que manaba de su boca y susurró:

– Qué va, hombre, qué va.

– ¿Lo ve, señor Méndez? Méndez contraatacó.

– ¿Cuánto ganaste anoche, Chupi? -Sólo dos mil, y eso que anoche era sábado.

– ¿Dónde trabajas ahora?

– En aquel portal.

– ¿A base de qué?

– A base de rapidillo, hostia. No querrá que me lleve la cama.

– ¿Y dónde te lavas?

– ¿Lavarme? -preguntó la Chupi, como si la hubiera acusado de estar metida en lo del 23-F.

El macarra vio que la cosa empezaba a complicarse y planteó de otra manera su defensa.

– Ya ve, señor Méndez, dos mil cochinas pesetas. Dígame si, después de lo de Rumasa, hay motivo para chingar a un hombre Por eso. Un hombre que defiende su pedazo de pan.

– Lo de Rumasa es un asunto de alta banca, con ministros y todo eso. Dime: ¿tú ves algún ministro en la calle de Barbará?

– No, claro. Ellos hacen el negocio en otra parte.

– Mira, a mí no me jeringues. Yo cumplo con mi deber. A mí me pones al Ruiz Mateos en esta esquina, sacándole los cuartos a una puta, y me lo follo igualmente.

– Bueno, pues miremos las cosas de otra manera, señor Méndez, coño, a ver si somos personas. Yo estaba sacándole a mi protegida el impuesto por la productividad. Al fin y al cabo también lo hace el ministro de Hacienda.

Méndez hizo una mueca de asco.

– Se puede caer bajo, pero no tanto -masculló-. Hay chorizos y chorizos. ¡Mira que ponerte al nivel del ministro de Hacienda! ¡Hasta ahí podíamos llegar!

– Señor Méndez, ojo que aquí el que insulta al régimen es usted, no yo.

– Bueno, vamos a dejarlo por esta vez. Pero como te vuelva a ver levantar la mano te paso el capullo por la batidora.

– ¡Señor Méndez!…

– Claro que no mucho rato-dijo en plan fino el viejo policía-. Sólo hasta que te corras.

Había dado media vuelta para seguir su instructivo viaje hasta la Plaza Real cuando oyó que la mujer contraatacaba al macarra, porque ya se sabe que las mujeres, cuando están protegidas, se acuerdan en diez segundos de lo mal parido que es uno.

– ¡Cabrón, más que cabrón, dao pol saco, que desde el último cliente y desde que saliste anoche del talego he tenío la negra!

Méndez se volvió del todo, acometido por un súbito presentimiento.

– ¿Quién fue tu último cliente, Chupi? -preguntó con toda solicitud.

– Uno que perdió el carné de identidad. También tiene huevos y mala pata el tío. Se lo guardo por si viene otra ve por aquí, pero pienso cobrárselo, qué coño. Aquí viene el nombrecito. Se llamaba Amores.

Méndez arqueó una ceja.

– Y dime, cariño… ¿no se ha muerto nadie de repente en esa escalera?

– ¿Morirse?

– Sí, mujer. Alguien que se haya quedado de pronto en plan decúbito supino.

– ¿Y por qué había de pasar eso?

– Nada, mujer, nada… Uno, que se preocupa de la salud pública.

Y siguió a saltitos hasta otro bar, donde tenía pensado hacer un segundo alto para reunir fuerzas, puesto que ya había recorrido trescientos metros desde el alto número uno. Allí Méndez se puso realmente fuera de sí, y ahora de verdad. En el bar, una pareja de hippies estaba vertiendo ron en el biberón del niño para que así se durmiera. Al bofias ya le habían hablado de eso, y la verdad es que llevaba algún tiempo tras la dificilísima pista.

– Cagon coño, Méndez -se defendió el hombre- Al fin y al cabo el chaval es mío.

– Cacho longaniza le ha metido todo el barrio a tu mujer, cabrón. Para que digas que el hijo es tuyo.

Y empezó la tanda de guantazos. Méndez, cuando estropeaban a un niño, se ponía en plan educativo de no veas. Apretó al hombre contra la barra, le dio un rodillazo en los testículos, le apretó el pulgar contra un párpado, en plan mala baba amarilla, y cuando el otro intentaba defenderse le estrelló una botella en la cabeza. El dueño del antro protestó.

– ¡La madre que lo parió! ¡Basta, Méndez!

– No se queje. Una botella contra una cabeza. ¿Y qué? Las dos estaban vacías.

Advirtió a los dos mansos que quedaban detenidos, telefoneó desde allí a la comisaría para que un par de marrones viniese a por ellos, y ya en plan de leerles los derechos del ciudadano les advirtió:

– Os van a dejar libres esta noche, y mientras tanto vemos qué se puede hacer con el crío. Pero cuando salgáis vais a tener el culo más ancho que la parada del autobús.